Vuelo de brujas (1798). Francisco de Goya (1746-1828) |
Hace
un par de semanas, la agencia EFE echó a rodar por el mundo una alarmada nota a
propósito de los muchos crímenes ligados a la práctica de la brujería en Papúa Nueva
Guinea. Hechas las sumas y restas de la parrafada noticiosa, la indignación del
redactor parecía beber, sobre todo, de un doble quid: que en el país existiera un
“Ley de Brujería” que permite ajusticiar a las personas sospechosas de dirigir
maleficios contra sus congéneres, y que a las mujeres se las acusara seis veces
más que a los hombres; de hecho, la agencia apelaba a la grave retórica de una
investigadora de Amnistía Internacional, para quien los hechos reflejan “la
discriminación de la mujer en la sociedad papuana”. Finalmente, se llegaba al
cliché de siempre: se relacionaba la popularidad de la brujería con el hecho de
que en Papúa Nueva Guinea “está muy extendida la ignorancia”.
Hace
mucho rato que los antropólogos pasaron de largo por esas sospechas respecto de las artes de brujería y que, con base en sus experiencias de campo,
apartaron la paja de los prejuicios culturales del trigo de los datos
objetivos. Quién no recuerda la gallarda claudicación de E. E. Evans-Pritchard
en Brujería, magia y oráculo entre los
azande: el prestigioso antropólogo, tras mofarse de la candidez con que los
nativos creían en maleficios e indagaban por ellos a su pintoresco oráculo de
pollos envenenados, acaba entendiendo que el hombre zande no tiene otro remedio
que convencerse de la realidad y eficacia de la brujería; que el sistema,
blindado frente a cualquier duda occidental, no podría ser más razonable desde
el punto de vista nativo. Escribe Sir Edward: “Todos manipulan las nociones de
su cultura para hacerlas encajar a su gusto en cada situación concreta”. De
modo que, en contravía de la tendenciosa interpretación de la agencia EFE, la
brujería, más que en la ignorancia, se apoyaría en la profunda experiencia.
Mucho
más significativos —por cuanto se refieren al contexto de la reciente noticia—
son los datos ofrecidos en los libros de Bronislaw Malinowski a propósito de la
vocación femenina del fenómeno brujeril en las islas Trobriand, en la parte
oriental de Papúa Nueva Guinea. Los apuntes del polaco dejan ver que la
regularidad con que las mujeres son acusadas de recurrir a las artes maléficas
se debe a algo más que a bravuconadas machistas, y que, más bien, lo que media
es una arraigada creencia en la positiva existencia de tales criaturas, a
quienes corresponde un estatus del que no gozan los deslucidos homo sapiens de la variedad XY. En su
primera monografía memorable, Baloma. Los
espíritus de los muertos en las islas Trobriand (1916), Malinowski describe
el profundo terror que en los isleños despiertan las mulukwausi, brujas voladoras que devoran las entrañas de los
viandantes desprevenidos y de los náufragos. Nada puede compararse con su
siniestra avidez, “objeto de auténtico terror”, ni siquiera provocado por los
espíritus de los difuntos. De hecho, tampoco los brujos varones, bwaga’u, pueden comparárseles en lo que
respecta a su poder mortífero. En Los argonautas
del Pacífico occidental (1922) se sirve una estampa desgarradora —en un
sentido literal— de esa ferocidad proverbial: “Todas las enfermedades rápidas y
virulentas, en especial las que no parecen tener síntomas perceptibles, se
atribuyen a las mulukwausi, […].
Invisibles, vuelan por el aire y se posan en los árboles, los tejados de las
casas y otros lugares olvidados. Desde allí caen sobre hombres y mujeres y les
arrancan el ‘interior’, es decir, los pulmones, el corazón y las tripas, o el
cerebro y la lengua”. No es casualidad —en esa pulsada entre artífices del mal,
resuelta a favor del “sexo débil”— que los nativos en referencia se organizaran
en clanes matrilineales.
Tanto
fascinaron a Malinowski las brujas trobriandesas que, sin decidirse del todo a
denunciarlas como meras ilusiones, puso sus páginas al servicio de su
materialización. En el capítulo X de Los argonautas
del Pacífico occidental se refiere a la educación de las aprendices y a las
atrevidas aventuras de las veteranas como si se tratara de hechos positivos,
sin que medien expresiones del tipo “los nativos dicen que…”. Por tal razón son
memorables las páginas en cuestión —o por lo menos deberían serlo, y mucho más
que la ejecutiva descripción del Kula ofrecida
en el capítulo III, fotocopiado hasta el desvanecimiento en todas las academias
antropológicas—; el clímax tiene lugar cuando la magia del discurso hace que
las mulukwausi naveguen por el aire
ante los ojos del etnógrafo, ufanas y concretas como gaviotas: “Mientras la
niña crece, la madre la toma en brazos y la lleva por los aires en sus
correrías nocturnas. Llegada la doncellez, a la edad en que se le coloca a la
joven la primera falda de hierba, la futura bruja comienza a volar por sí sola”.
Era cierto, como solía decir el polaco en los solemnes colofones de sus
tratados, que si viajaba hasta los confines del mundo era solo para entender la
condición humana universal; porque, en este caso, la experiencia oceánica lo
puso en posesión de una conseja también válida en Occidente, y de la cual es
gracioso portavoz el novelista ibérico Wenceslao Fernández Flórez: “Pues el
señor cura dirá lo que quiera, pero brujas las hay”.
Con
la homilía periodística desatada contra las brujas de la Papúa Nueva Guinea del
siglo XXI se está ante otro capítulo tedioso de aquella novela gris, más larga
que Los miserables, de las cruzadas
universales de la moral y el raciocinio occidentales; novela henchida de altos
principios pero escasa de seso antropológico, de la cual son otros tantos
capítulos la fiebre ecologista, el odio contra los fumadores y el evangelio del
ejercicio físico obligatorio. La agencia EFE y Amnistía Internacional dirán lo
que quieran, pero mulukwausi las hay.
Saturno devorando a un hijo (1823). Francisco de Goya (1746-1828) |