viernes, 22 de febrero de 2013

Llevadme ante vuestro jefe


Annah la javanesa (1894). P. Gauguin (1848-1903)


Entre las fotos incluidas en los anexos de La vida sexual de los salvajes (1929) de Bronislaw Malinowski, una se ha hecho particularmente famosa: aquella en que el etnógrafo asiste a un rito trobriandés con las manos en jarra mientras adelanta una pierna —calzada con una larga bota— de modo retador. La crítica antropológica ha visto en ese gesto una prueba más de la vanidad y arrogancia de Malinowski, rasgos proverbiales del sabio polaco al punto de que Clifford Geertz, con motivo de la divulgación de su diario de campo en 1967, llegó a calificarlo de “narcisista rezongón, preocupado de sí mismo e hipocondríaco”. A pesar de todo, todavía es posible encontrar un gesto de megalomanía más significativo que aquella bota: los primeros párrafos de Nosotros los tikopia (1936), de Raymond Firth, discípulo querido de Malinowski. Por supuesto, de lo que se trata es de superar al maestro.
Llama la atención que Firth no sea más célebre de lo que es en los anales de la antropología, donde su nombre aparece como el de un actor de reparto: murió a los 100 años, es decir, hace apenas un cuarto de hora —un día como hoy: el 22 de febrero de     2002— y dejó atrás, consecuentemente, una vasta obra. Acaso el relativo olvido se explique en alguna ponderación prejuiciada de su periférica nacionalidad neozelandesa. Si es así, nada podría ser más paradójico, habida cuenta de que el centro gravitacional de la obra escrita de Firth es, precisamente, un episodio que pretende mistificar su origen cultural. Casualmente, se trata del mismo pasaje imbuido de vanagloria malinowskiana: el abrebocas de Nosotros los tikopia.
La factura literaria de los primeros párrafos de la ópera magna de Firth es tal que Mary Louisse Pratt, y luego Geertz, los han citado in extenso en sus disertaciones sobre la retórica de los antropólogos. No podía esperarse otra cosa: la narración, tras establecer la frescura del amanecer, refiere la llegada del Southern Cross a una isla coronada por un “pico salvaje y turbulento”; un isla de cuya costa se desprenden, para rodear al barco, canoas ocupadas por hombres “desnudos hasta la cintura, cubiertos con taparrabos de tela de corteza, con grandes abanicos metidos en la parte trasera de sus cinturones, aros de carey o rollos de hojas en sus orejas y tabique nasal, con barba y con los largos cabellos cayéndoles libremente sobre los hombros”. Después se refiere que los viajeros —el etnógrafo y su boy— vencen los primeros miedos a propósito de la antropofagia potencial de los anfitriones, lo cual conduce a que se intercambien roces amistosos y a que los lugareños, sonrientes, tomen a los visitantes de la mano y, tras practicar un vado sobre aguas tranquilas y escalar una playa en forma de concha, los lleven a comparecer ante su jefe. De este se cuenta que está tocado “pomposamente” y que se halla, expectante, en un estrado acomodado bajo un “copudo árbol”.
No cabe duda de que, con la noticia de la llegada de Firth a Tikopia, se está ante la enésima versión de una escena rancia y universal: aquella del embajador occidental encarado —no prosternado— ante un pintoresco rey nativo. El mismo gesto reunió a James Cook y al rey hawaiano Kalaniopu’u, poco antes de que, en razón de su indolencia ritual, el navegante británico muriera trágicamente. Igual formato de audiencia pública enfrentó     —en la época de las exploraciones victorianas al África— al explorador inglés Samuel Baker y al monarca negro Kamrasi, uno y otro dolorosamente convencidos de la hipocresía del rival que tenían enfrente. Pero que sea Raymond Firth quien ocupe el lugar del infatuado paladín de la civilización en una asamblea salvaje es, a todas luces, sorprendente. Y no solo porque ello significa la aceptación de un papel desprestigiado en el teatro de la historia, comúnmente ocupado por descubridores taimados, exploradores codiciosos y perdularios tocados con charreteras; lo es, también, porque significa, para el neozelandés, identificarse como el antagonista cultural de quien, bien miradas las cosas, era esencialmente su compatriota oceánico; su cálido vecino de las islas Salomón. Aunque Firth aprendió de Malinowski que una brecha honda separa la vida cotidiana de la formulación institucionalizada de las prácticas sociales, no tomó atenta nota de la advertencia del maestro de que, si los etnógrafos viajan hasta los confines del mundo nativo, es solo con el exclusivo propósito de “aclarar nuestra propia naturaleza”. Lejos de esa convicción, con el conjuro de sus párrafos, Firth parece invocar los espíritus furibundos de la alteridad radical.
            Por fortuna, el antídoto contra la soberbia de algunos antropólogos surge del mismo ejercicio profesional: cuando, al comprender lo que pasa por la cabeza ajena, logra verse la bota calzada o al embajador con su paje desde el otro lado. Entonces el gesto señorial se convierte en monería de circo. Algún asomo de eso tuvo el novelista boliviano Alcides Arguedas cuando, en Raza de bronce, supuso lo que un viejo aimara pensaba de un etnógrafo aficionado que se había colado en su vereda: “…ese joven flaco que siempre nos está preguntando cómo nos casamos, quiénes son nuestros abuelos, de dónde venimos, y otra cosas raras. Ha de ser algún loco”.


Atahualpa según una pintura peruana del siglo XVIII


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