jueves, 31 de enero de 2013

La tempestad


Tempestad de nieve en el mar (1842). J. W. M. Turner (1775-1851)


Los antropólogos van a campo en pos de sus datos y lo pagan caro. Semejante máxima cuenta con la bendición del antropólogo más influyente del siglo xx, Claude Lévi-Strauss, quien en sus Tristes trópicos establece que el ejercicio etnográfico, lejos de ser un privilegio reservado a sus practicantes, es un sacrificio necesario para desvelar los misterios de la cultura. Nigel Barley, mucho más elocuente que el sabio francés, ofrece una anécdota demoledora a guisa de ejemplo en las primeras páginas de El antropólogo inocente: “tenía yo un colega que afirmaba haber pasado una temporada fantástica en compañía de unos indígenas amabilísimos y sonrientes que le regalaban cestas llenas de fruta y flores. Sin embargo, la cronología detallada de su estancia se componía de frases como ‘eso sucedió después de que cogiera una intoxicación’, o ‘entonces no andaba muy bien porque la llaga de debajo de los dedos todavía me supuraba’”. Dígase lo que se diga, sigue siendo una verdad de a puño aquello de que a los felices les conviene permanecer en casa.
            Entre las infinitas cartas y hojas de diario borroneadas por los antropólogos en terreno, un episodio oceánico se erige con toda la arrogancia del caso superlativo; del caso que, por antonomasia, podría representar, en los manuales de la disciplina o en la Enciclopedia Británica, los riesgos vividos por los etnógrafos en campo. Lo protagonizó la antropóloga estadounidense Margaret Mead, cuando, a sus escasos 24 años, estudiaba la vida de los niños y adolescentes en Tau, una isla samoana. El día de Año Nuevo de 1926, un huracán barrió la isla y echó por tierra palmeras y casas grandes y chicas, humillando incluso a las potencias divinas, según se desprende de unas expresivas líneas consignadas por Mead en las cartas que solía mandar a sus familiares —y que, según ella misma revela, pasaban de mano en mano hasta ser leídas por la mitad de sus compatriotas—: “La iglesia en el otro extremo de la aldea había caído ya y aparecía en una decorosa posición de techos de paja arrodillados”. Por lo visto, mucho habían cambiado las cosas desde que, un cuarto de siglo atrás y luego de cumplir con un fatigoso viaje desde Marsella, Marcel Schwob se había tumbado en un rancho samoano hasta hincharse con kava cerveza que los lugareños preparan con moras silvestres sin más contratiempos que el ataque de los mosquitos.
            En cierto sentido, fue Mead quien precipitó la tragedia. Poco después de haberse instalado en la aldea de Luma, en el dispensario regentado por el doctor Holt y su mujer, se quejó del llanto de la pequeña Moana Holt, recién nacida: “llora bastante, pero por suerte es una adición no muy visible al grupo”. Bien se dice que a quien no quiere caldo se le dan dos tazas: además de los berridos de la neonata, la visitante tuvo que soportar los bufidos de un tifón. Aquel 1.o de enero, una madrugada nublada se convirtió en mediodía con ventisca y nubes de arena, de suerte que en la tarde las palmeras ya se sacudían con “furia punitiva” y el agua se colaba por los muchos agujeros de las casas; después, ineluctable, vino la tempestad que arrancó techos y paredes. Las expectativas farmacéuticas de los Holt y las altas miras antropológicas de Mead acabaron cediendo ante la desnuda prioridad de conservar la llama frágil de la existencia, tal cual lo consignó la norteamericana en su epistolario:          “…sólo cabía calcular cuánto tiempo más quedaría en pie nuestra casa. Lo importante era proteger al bebé”. Cuando el fin del mundo ya dejaba sentir su pavoroso ulular, los náufragos en tierra lograron acomodarse en un tanque de cemento usado ordinariamente para guardar agua, vaciado ad hoc. El cuadro resultante fue tan dramático como gracioso: en la caja de concreto se apretujaron Mead, los Holt —marido, mujer, primogénito de dos años y Moana—, un radiotelegrafista y un inspector sanitario polaco aferrado a una botella de whisky. Mientras la señora Holt cargaba a su bebita, la antropóloga sostenía el pollo asado que habían llevado como única provisión. Allí se quedaron hasta que el huracán, saciado, se perdió en el mar. En toda Luma, solo cinco casas quedaron en pie.
           Si, como cabe suponer, Mead fue una antropóloga aventajada en sus estudios, debió estar en situación de prever su suerte. Porque en los tratados etnológicos que, pocos años atrás, Bronislaw Malinowski había escrito sobre las culturas de la vecina Melanesia, ya podían encontrarse —a un lado de las descripciones de las formas rituales y el arte marinero de los pueblos de los mares del sur— noticias sobre los vendavales que ponían en aprietos a los etnógrafos: en efecto, el polaco                         —coterráneo de aquel borrachín del tanque— refiere haber navegado en medio de una “violenta borrasca” que destrozó la vela mayor de su embarcación, misma que al instante fue acechada por dos brujas invisibles. Aunque no pueda saberse a ciencia cierta si Mead tomó nota de esos antecedentes, es claro que incorporó debidamente la lección que le dejó la tempestad samoana: al año siguiente ponía, al final de sus cartas, la fórmula “Que el viento les sea propicio”. Mucho se aprende lejos de la poltrona, qué duda cabe.


La tempestad (ca. 1508). Giorgione (1477-1510)



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