domingo, 18 de noviembre de 2012

Retazos y remiendos


El circo (1918). Fernand Léger (1881-1955)


Los libros antropológicos, de tantos que se han escrito en la larga historia de la ciencia del hombre, han tenido oportunidad de coronar no pocos finales memorables. Una arbitraria serie de ejemplos basta para mostrarlo: el remate de La rama dorada (1922) de James George Frazer, henchido de un singular fervor: “¡Ave María! Su tañido llega, dulce y solemne, del pueblo distante y va amortiguándose por las extensas ciénagas de la Campania. Le roi est mort, vive le roi! ¡Ave María!”; el de El origen de las maneras de mesa (1968) de Claude Lévi-Strauss, dominado por un propósito ético tan punzante cuanto conmovedor: “…una permanencia de uno o dos millones de años sobre esta tierra, en vista de que de todas maneras tendrá fin, no podría servir de excusa a ninguna especie, así fuese la nuestra, para apropiársela como una cosa y conducirse hacia ella sin pudor ni discreción”; y aquel, sugestivo y desesperanzador, de Los no lugares (1992) de Marc Augé: “Habrá, pues, lugar mañana, hay ya quizá lugar hoy, a pesar de la contradicción aparente de los términos, para una etnología de la soledad”.
Hay pruebas de que el antropólogo estadounidense, vienés de cuna, Robert H. Lowie, hizo esfuerzos por integrar el canon de los finales rutilantes. En el último párrafo de su Historia de la etnología (1937), casi invocó las estrellas para redondear sus ideas sobre el destino de la disciplina:    “…utilizará, según las exigencias del caso, la lógica y las técnicas de la geología, astronomía histórica e historia política; y en el aspecto causal establecerá un número indefinido de correlaciones válidas, logrando así el grado de generalización que sea compatible con su propio sector del universo”. También pueden citarse las irónicas líneas penúltimas de Religiones primitivas (1952), en que Lowie se queja de la pretensión exclusivista de quienes quieren hacer de la ciencia de las religiones un programa locamente positivista: “Dejemos que aquellos para quienes lo Divino descansa en la búsqueda de la verdad demostrable sigan su camino sin ser molestados por obstáculos externos, pero evitemos que inculquen a los demás una actitud peculiar en ellos”. Sin embargo, es claro que las vetas de una jerga técnica acaban manchando, respectivamente, la sublimidad de la imagen cósmica y la frescura de la broma metodológica.
Pero si Lowie no dio con las notas de un armónico finale, no cabe duda de que sí produjo el ruido desconcertante de uno de los remates más polémicos. Se trata del párrafo de cierre de La sociedad primitiva (1919), libro en que el nacido en Viena defiende, como perro guardián, las ideas particularistas de Franz Boas. Para Lowie, las formas de asociación entre los hombres —estirpes, clanes, fratrías, sociedades secretas, etc.— no se han sucedido con arreglo a una férrea secuencia evolutiva sino obedeciendo a procesos regionales difícilmente previsibles, y en los cuales la difusión cultural ha hecho de las suyas. Esa idea de la inevitable contaminación de la cultura es la que domina en el singular final de la obra: “Quien aborde su estudio ya no podrá rendir supersticiosa pleitesía a ese desordenado revoltijo, a esa suma de retazos y remiendos que se llama civilización. Advertirá mejor que otros las dificultades que hay en atribuir un orden a ese producto amorfo, pero —al menos en teoría— no se prosternará ante él en aceptación fatalista, sino que imaginará un esquema racional que reemplace la caótica maraña”. ¿Desordenado revoltijo? ¿Retazos y remiendos? ¿Producto amorfo? ¿Caótica maraña? La escuela funcionalista británica, por entonces en la pubertad, sintió que un blasfemo pisoteaba su fe en la integración de la cultura.
Las heridas profundas dejan cicatrices y estigmas que ni el tiempo ni los ungüentos dermatológicos borran. En la década de los treinta, cuando del nido boasiano ya había salido, emplumado y maduro, el espécimen de la Escuela de Cultura y Personalidad —esto es, el funcionalismo de marca gringa—, la supuesta afrenta de Lowie todavía se recordaba en las toldas británicas. En una conferencia de 1935, A. R. Radcliffe-Brown declaró con satisfecha ironía que su credo estructural-funcionalista no era compatible con la “teoría de la cultura de los retazos y remiendos”. A su vez, mojado por su propia saliva, Lowie ripostó en la Historia de la etnología con el apunte de que Boas había sido, desde el principio de los tiempos, más funcionalista que los funcionalistas; de carambola, atacó a Bronislaw Malinowski y lo acusó por su totalitarismo místico, sus poses mesiánicas, su desdén respecto del trabajo de los colegas y —la audacia es evidente— su mirada provinciana a la hora de ejercer como etnógrafo. Cerca del fin de la década, Malinowski se refirió a esos embates confiriendo a Lowie, con evidente sarcasmo, el tratamiento de “mi amigo”. Finalmente, Radcliffe-Brown renovó sus quejas en un opúsculo de 1952, aludiendo a la “mescolanza sin plan” que, para Lowie, era la civilización.
            Poco importa que la intención antifuncionalista de La sociedad primitiva sea, en verdad, poco más que un giro retórico de último párrafo; poco importa que ese golpe de impresionismo literario sea nada en comparación con el genuino interés por la mecánica social evidenciado en el cuerpo del libro. La animosidad de los académicos —al fin y al cabo, hombres bajo su piel científica— es más sensible al color de las frases que a las prolijidades del método. Razón tenía Lévi-Strauss cuando aspiraba a expulsar las conciencias individuales de su gabinete antropológico.


Excursión al campo (1954). Fernand Léger (1881-1955)

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