sábado, 3 de noviembre de 2012

Historia de un caballo


Cabeza de caballo (1937). Pablo Picasso (1881-1973)

            
A lo largo de las últimas tres décadas, los que se interesan por los vínculos entre la antropología y la literatura han pretendido descubrir los límites —si es que alguna vez fueron trazados— entre ambos discursos. Sin embargo, el no poder decidir si lo que más interesa, en últimas, son las metáforas de los antropólogos o las estampas etnográficas de los escritores, ha hecho que todavía hoy esté pendiente la fijación de los respectivos linderos. A pesar de tal escollo, esta crónica ofrece un aporte a favor del llenado de la zanja: la idea de que la diferencia entre antropología y literatura radica en sus distintas capacidades para desentrañar los pensamientos equinos. Para mejor explicación de semejante aserto, permítasenos el recuerdo de un puñado de relatos pintorescos y una digresión que pasa por la vida de A. R. Radcliffe-Brown, acaso el más hosco de los antropólogos.
            No puede discutirse que los escritores de todas las épocas y lugares han sentido fascinación al imaginarse cómo se ve el mundo con los ojos de un caballo. Bastaría considerar un ejemplo universal y otro local —con la idea de no perder la amplitud geográfica que tanto gustaba a los antropólogos difusionistas— para probarlo: por un lado, Kholstomer: Historia de un caballo (1886), de Liev Tolstói, relato en que un jamelgo desventurado cuenta cómo lo despreciaron sus congéneres y lo castraron los hombres; por otro, la novela El Moro (1897) de nuestro compatriota José Manuel Marroquín, maestro y ex presidente, y quien se pone la máscara equina para contar las aventuras de un caballo cundiboyacense durante los turbulentos años que cerraron el siglo XIX. Pero como este asunto tiene tanto de largo como de ancho, también pueden citarse relatos situados en dos polos cronológicos: una antiquísima leyenda persa sobre un principito que se transforma en caballo para tomar parte en una guerra feroz contra Occidente, y la novela juvenil Memorias de un caballo de la Independencia (2010), con la que el bumangués Gonzalo España supo escarnecer, apenas ayer, todo el boato del Bicentenario.
            Servido el inventario libresco que precede, nada convendría más que contrastar su gracia imaginativa con la anunciada impericia de los antropólogos para ocuparse de aquello que, bien se ve, tanto disfrutan los literatos. No obstante es aquí donde, por fuerza, debe sembrarse la digresión —igualmente advertida— sobre A. R. Radcliffe-Brown. Apenas cabe a este crónica asumir el riesgo de semejante quiebre temático; quiebre que en algún grado hubiera podido paliarse si el célebre antropólogo inglés, en vez de estar tocado con una magnífica nariz afilada, una barbilla respingada y un reluciente sombrero de copa, hubiera tenido una efigie equina como la que, según es fama, tocó en suerte al poeta antioqueño Porfirio Barba-Jacob. Como quiera que sea, al final de este paréntesis podrá saberse lo que hay que saber sobre científicos de lo humano y bestias de establo.
            Si es indudable que el sociólogo francés Émile Durkheim hizo posible, con la modesta magia de su prosa yerta, todo el milagro de la antropología social moderna, todavía es menos discutible que su más rendido discípulo fue Alfred Reginald Brown —que fue como se llamó, en la partida bautismal, el científico que aquí nos interesa—. Deslumbrado por las ideas del autor de Las reglas del método sociológico, este antropólogo mudó su piel precoz de difusionista y, como Jonás en Nínive, propagó por todo Birmingham las reveladoras nociones del "hecho social" y el "alma colectiva". El maestro reconoció el gesto apostólico de su devoto en una esquela que, en cierto sentido, funda el cisma de la antropología social, a caballo entre antropología y sociología: "Ello me ha proporcionado una nueva prueba de la comprensión que reina entre nosotros sobre la concepción general de nuestra ciencia".
           Tanta afinidad entre Durkheim y Radcliffe-Brown hizo que este mirara a sus propios colegas antropólogos como a enemigos jurados. Bronislaw Malinowski, especialmente, mereció los peores ataques: Radcliffe-Brown lo tildó de irresponsable profeta funcionalista, literato baladí y mistificador de la condición humana. Pero, sobre todo, el inglés no toleró que el polaco invocara las ansiedades psíquicas del ser humano para explicar la conformación de las instituciones de la cultura. El discípulo de Durkheim, convencido de que, en la puesta en marcha de la máquina social, al alma colectiva le era dado ejercer a placer todo tipo de coacciones, desdeñó con toda impunidad las particulares ocurrencias del sentir y la conciencia individuales. Para él, la antropología social debía ser entendida como una especie de las ciencias naturales a la que, con toda objetividad, le era dado comprender los fenómenos sociales sin recurrir al emocionado punto de vista de ningún hijo de vecino. Y fue justamente al calor de esas prescripciones metodológicas que Radcliffe-Brown dijo lo que dijo a propósito de la imaginación equina.
           El quid del asunto se concentra en un chisme difundido por el antropólogo sudafricano Max Gluckman en su libro Política, derecho y ritual en la sociedad tribal. En cierta conversación íntima con Gluckman, Radcliffe-Brown se quejó de las teorías antropológicas que se basaban en audaces reconstrucciones del pensamiento de los nativos en circunstancias específicas; le parecía, al británico, que se trataba de especulaciones del tipo "si-yo-fuese-un-caballo". Ante la sorpresa de su interlocutor, Radcliffe-Brown le compartió una conseja curiosa: "es la historia de un granjero del Oriente Medio cuyo caballo se escapó del prado donde pastaba. El granjero penetró en medio del prado, masticó un puñado de hierba y se preguntó: 'Si yo fuera en este momento un caballo, ¿adónde iría?'".
            De más está decir que ese fue el primer y último gesto literario a que se entregó el peripuesto antropólogo inglés en toda su vida. Mucho más revelador resulta advertir que, desde entonces, los antropólogos tomaron atenta nota de la sugerencia metodológica: Claude Lévi-Strauss explicó las ilusiones del totemismo invocando lechuzas y murciélagos, y Eduardo Viveiros de Castro ejemplificó sus ideas sobre la visión zoomórfica del perspectivismo con jaguares y marranos de monte. El caballo, por su bien o para su mal, quedó reservado para el derby de la ficción.




En las carreras, ante las tribunas (1879). Edgar Degas (1834-1917)

2 comentarios:

  1. que bueno es leer este blog, es de un gusto exquisito,me gusta mucho leer cada entrada del blog; una pregunta como que es la ultima entrada del blog,, un abrazo.

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  2. Llegué con ánimos de responder una pregunta al leer el título de esta entrada pero creo que me quedó corta -eso o no entendí-, de todas formas quiero preguntar, y ojalá encuentre respuesta aquí o me tocará buscarlo en los pasillos de la universidad, ¿Cuales son los alcances de la antropología con respecto a la literatura?. Ojalá haya respuesta, lo agradecería, desde hace rato me está rondando esa pregunta. Buena noche.

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