El circo (1918). Fernand Léger (1881-1955) |
Los libros antropológicos, de tantos que se han escrito en
la larga historia de la ciencia del hombre, han tenido oportunidad de coronar
no pocos finales memorables. Una arbitraria serie de ejemplos basta para
mostrarlo: el remate de La rama dorada (1922)
de James George Frazer, henchido de un singular fervor: “¡Ave María! Su tañido
llega, dulce y solemne, del pueblo distante y va amortiguándose por las
extensas ciénagas de la Campania. Le roi
est mort, vive le roi! ¡Ave María!”; el de El origen de las maneras de mesa (1968) de Claude Lévi-Strauss,
dominado por un propósito ético tan punzante cuanto conmovedor: “…una
permanencia de uno o dos millones de años sobre esta tierra, en vista de que de
todas maneras tendrá fin, no podría servir de excusa a ninguna especie, así fuese
la nuestra, para apropiársela como una cosa y conducirse hacia ella sin pudor
ni discreción”; y aquel, sugestivo y desesperanzador, de Los no lugares (1992) de Marc Augé: “Habrá, pues, lugar mañana, hay
ya quizá lugar hoy, a pesar de la contradicción aparente de los términos, para
una etnología de la soledad”.
Hay pruebas de que el antropólogo
estadounidense, vienés de cuna, Robert H. Lowie, hizo esfuerzos por integrar el
canon de los finales rutilantes. En el último párrafo de su Historia de la etnología (1937), casi
invocó las estrellas para redondear sus ideas sobre el destino de la
disciplina: “…utilizará, según las exigencias del caso, la lógica y las
técnicas de la geología, astronomía histórica e historia política; y en el
aspecto causal establecerá un número indefinido de correlaciones válidas,
logrando así el grado de generalización que sea compatible con su propio sector
del universo”. También pueden citarse las irónicas líneas penúltimas de Religiones primitivas (1952), en que Lowie se queja de la pretensión
exclusivista de quienes quieren hacer de la ciencia de las religiones un
programa locamente positivista: “Dejemos que aquellos para quienes lo Divino
descansa en la búsqueda de la verdad demostrable sigan su camino sin ser
molestados por obstáculos externos, pero evitemos que inculquen a los demás una
actitud peculiar en ellos”. Sin embargo, es claro que las vetas de una jerga
técnica acaban manchando, respectivamente, la sublimidad de la imagen cósmica y
la frescura de la broma metodológica.
Pero si Lowie no dio con las notas
de un armónico finale, no cabe duda
de que sí produjo el ruido desconcertante de uno de los remates más polémicos.
Se trata del párrafo de cierre de La
sociedad primitiva (1919), libro en que el nacido en Viena defiende, como
perro guardián, las ideas particularistas de Franz Boas. Para Lowie, las formas
de asociación entre los hombres —estirpes, clanes, fratrías, sociedades
secretas, etc.— no se han sucedido con arreglo a una férrea secuencia evolutiva
sino obedeciendo a procesos regionales difícilmente previsibles, y en los
cuales la difusión cultural ha hecho de las suyas. Esa idea de la inevitable contaminación
de la cultura es la que domina en el singular final de la obra: “Quien aborde
su estudio ya no podrá rendir supersticiosa pleitesía a ese desordenado
revoltijo, a esa suma de retazos y remiendos que se llama civilización.
Advertirá mejor que otros las dificultades que hay en atribuir un orden a ese
producto amorfo, pero —al menos en teoría— no se prosternará ante él en
aceptación fatalista, sino que imaginará un esquema racional que reemplace la
caótica maraña”. ¿Desordenado revoltijo? ¿Retazos y remiendos? ¿Producto
amorfo? ¿Caótica maraña? La escuela funcionalista británica, por entonces en la
pubertad, sintió que un blasfemo pisoteaba su fe en la integración de la
cultura.
Las heridas profundas dejan
cicatrices y estigmas que ni el tiempo ni los ungüentos dermatológicos borran.
En la década de los treinta, cuando del nido boasiano ya había salido,
emplumado y maduro, el espécimen de la Escuela de Cultura y Personalidad —esto
es, el funcionalismo de marca gringa—, la supuesta afrenta de Lowie todavía se
recordaba en las toldas británicas. En una conferencia de 1935, A. R. Radcliffe-Brown
declaró con satisfecha ironía que su credo estructural-funcionalista no era
compatible con la “teoría de la
cultura de los retazos y remiendos”. A su vez, mojado por su propia saliva,
Lowie ripostó en la Historia de la
etnología con el apunte de que Boas había sido, desde el principio de los
tiempos, más funcionalista que los funcionalistas; de carambola, atacó a Bronislaw
Malinowski y lo acusó por su totalitarismo místico, sus poses mesiánicas, su
desdén respecto del trabajo de los colegas y —la audacia es evidente— su mirada
provinciana a la hora de ejercer como etnógrafo. Cerca del fin de la década,
Malinowski se refirió a esos embates confiriendo a Lowie, con evidente
sarcasmo, el tratamiento de “mi amigo”. Finalmente, Radcliffe-Brown renovó sus
quejas en un opúsculo de 1952, aludiendo a la “mescolanza sin plan” que, para
Lowie, era la civilización.
Poco importa que la intención antifuncionalista de La sociedad primitiva sea, en verdad, poco más que un giro retórico
de último párrafo; poco importa que ese golpe de impresionismo literario sea
nada en comparación con el genuino interés por la mecánica social evidenciado
en el cuerpo del libro. La animosidad de los académicos —al fin y al cabo,
hombres bajo su piel científica— es más sensible al color de las frases que a
las prolijidades del método. Razón tenía Lévi-Strauss cuando aspiraba a expulsar
las conciencias individuales de su gabinete antropológico.