viernes, 28 de septiembre de 2012

Entre el follaje


Contes Barbares (1902). Paul Gauguin (1848-1903)

Bronislaw Malinowski, el antropólogo polaco que soñaba en escribir como su paisano Joseph Conrad, tuvo que guarecerse en Melanesia mientras atronaba la Primera Guerra Mundial, sin ningún chance de regresar a la Inglaterra en que se había radicado para ejercer su carrera. La larga estadía entre los nativos de las islas Trobriand le procuró el ocio suficiente para componer miles de páginas de colorida etnografía, así como para perfeccionar, hasta la celebridad, los métodos más atrevidos del trabajo de campo.
Consta en sus diarios que, por largos momentos, Malinowski llegó a aburrirse como una ostra y, en consecuencia, fermentó en su alma un escepticismo amargo. De repente, en medio de alguna representación ritual, sentía un invencible hartazgo: “Los tañedores del tambor vuelven a hacer sonar su interrumpida música, sin duda para delicia de los danzarines pero para desesperación del etnógrafo, que ya ve ante sí una fúnebre noche blanca”. Otro día salía de su tienda con la impresión de que los trobriandeses le importaban tanto como si fueran perros, e incluso su sensibilidad llegó a atrofiarse, algún día difícil, en una aversión nerviosa hacia los objetos puntiagudos. Pero con la misma prodigalidad se daban las jornadas regocijantes, y entre ellas pocas fueron tan pintorescas como sus secretas aventuras entre el follaje con el fin de espiar la cópula nativa. De todo eso da noticia el científico polaco en el segundo de sus grandes libros: La vida sexual de los salvajes (1929).
Como si fueran los jóvenes enamorados quienes recibieran el influjo de Conrad, Malinowski observa que para sus goces furtivos eligen abigarrados recodos de la selva oceánica en que los adornos son flores aromáticas, hibiscos, pájaros, rocas esculpidas por el mar y bosquecillos de frutales dispuestos a modo de oasis. El etnógrafo, quizá buscando entrar en sintonía con la contienda carnal que se apresta a observar, refiere también la existencia de “grandes plátanos” y “cavidades y excavaciones del coral”. Después de bañarse, los jóvenes recogen bayas y flores, e inopinadamente se echan en la tierra para permanecer uno al lado del otro, enfrascados en la más entretenida charla. Cuando Malinowski pregunta a algún informante desprevenido acerca de la materia de aquellos paliques, le es ofrecida una respuesta sabia: “¡No hagas preguntas estúpidas!”. Sin embargo, el investigador pronto descubre que cada joven habla a su prometida acerca de sus “hazañas y virtudes”, y que otras veces ambos deciden esculcar el prontuario amoroso de otras parejas.
De un momento a otro, la reunión amorosa posterga su naturaleza literaria para hacerse más dinámica. Escribe Malinowski: “Cuando la pareja está segura de no ser vista, la mujer se despoja de su falda y el hombre se quita la hoja púbica. Al principio permanecerán sentados o tendidos el uno al lado del otro acariciándose recíprocamente, pasando cada uno sus manos por la piel de su compañero”. Luego se hace humo cualquier propósito de contención, y ante la mirada suspensa del etnógrafo las lenguas empiezan a ser chupadas, los dientes mascan labios y mejillas hasta el sangrado, las pestañas son arrancadas a mordiscos, las narices se pelean en frenética esgrima y las manos se hunden en las cabelleras para arrancar racimos de pelo, antes de bajar y rasguñar con técnicas felinas la espalda del amante. Jamás se ve algo parecido a un pasivo beso europeo, pues a los trobriandeses aquello les parece insípido y absurdo: “Los blancos permanecen sentados, juntan boca con boca, les gusta eso”.
El lance definitivo no puede ser postergado por más tiempo. La mujer ha terminado por yacer de espaldas, con sus piernas levantadas y las rodillas dobladas, y su amante, sin echarse sobre ella, se arrodilla contra sus nalgas. La novia, con agilidad de mantis, atrapa los brazos de su compañero con las piernas, hasta apoyarlas sobre los codos masculinos. Entonces se inicia el kubilabala, que lleva irremediablemente al ipipisi momona; en otras palabras: el “moverse horizontalmente” que desemboca en el “desbordamiento del líquido”.
En esa consumación es cuando, de repente, el decorado exótico rueda por tierra y el aparente descubrimiento de un inédito trozo de intimidad indígena se convierte en la enésima repetición de un hecho universal. La excitación verbal de una fogosa trobriandesa ya ha sido escuchada por los amantes de todas las latitudes: “¡Oh amado mío!, eso me hace muchas cosquillas..., empuja de nuevo; todo mi cuerpo se derrite de placer...; hazlo vigorosamente; sé rápido, para que el líquido brote...; empuja de nuevo, ¡mi cuerpo siente tanto placer!”. Atento, Malinowski no tiene otra opción que forjar esta preclara verdad antropológica: “Creo que, de una manera general, la mujer recurre más gustosamente a los medios de expresión brutales de la pasión”.
No sorprende que La vida sexual de los salvajes se hubiera editado tres veces cuando apenas habían pasado dos años desde su aparición. Lo que sí llama la atención es la candidez con que el antropólogo se queja del desinterés del público ante sus propósitos científicos: “Al publicar esta monografía mi objeto era demostrar el principio básico del método funcional […]. Esto, por lo que a mí respecta. En cuanto al público, sólo se ha detenido en los detalles sensacionales, maravillándose o riéndose de ellos”. Malinowski quería ser el Conrad de la antropología, pero muchos lo habrán tenido por el Henry Miller.



El abrazo (1917). Egon Schiele (1890-1918)


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