Contes Barbares (1902). Paul Gauguin (1848-1903) |
Bronislaw Malinowski, el antropólogo polaco
que soñaba en escribir como su paisano Joseph Conrad, tuvo que guarecerse en
Melanesia mientras atronaba la Primera Guerra Mundial, sin ningún chance de
regresar a la Inglaterra en que se había radicado para ejercer su carrera. La
larga estadía entre los nativos de las islas Trobriand le procuró el ocio
suficiente para componer miles de páginas de colorida etnografía, así como para
perfeccionar, hasta la celebridad, los métodos más atrevidos del trabajo de
campo.
Consta en sus diarios que, por largos momentos,
Malinowski llegó a aburrirse como una ostra y, en consecuencia, fermentó en su
alma un escepticismo amargo. De repente, en medio de alguna representación
ritual, sentía un invencible hartazgo: “Los tañedores del tambor vuelven a
hacer sonar su interrumpida música, sin duda para delicia de los danzarines
pero para desesperación del etnógrafo, que ya ve ante sí una fúnebre noche
blanca”. Otro día salía de su tienda con la impresión de que los trobriandeses
le importaban tanto como si fueran perros, e incluso su sensibilidad llegó a
atrofiarse, algún día difícil, en una aversión nerviosa hacia los objetos
puntiagudos. Pero con la misma prodigalidad se daban las jornadas regocijantes,
y entre ellas pocas fueron tan pintorescas como sus secretas aventuras entre el
follaje con el fin de espiar la cópula nativa. De todo eso da noticia el
científico polaco en el segundo de sus grandes libros: La vida sexual de los salvajes (1929).
Como si fueran los jóvenes enamorados quienes
recibieran el influjo de Conrad, Malinowski observa que para sus goces furtivos
eligen abigarrados recodos de la selva oceánica en que los adornos son flores
aromáticas, hibiscos, pájaros, rocas esculpidas por el mar y bosquecillos de
frutales dispuestos a modo de oasis. El etnógrafo, quizá buscando entrar en
sintonía con la contienda carnal que se apresta a observar, refiere también la
existencia de “grandes plátanos” y “cavidades y excavaciones del coral”.
Después de bañarse, los jóvenes recogen bayas y flores, e inopinadamente se
echan en la tierra para permanecer uno al lado del otro, enfrascados en la más
entretenida charla. Cuando Malinowski pregunta a algún informante desprevenido
acerca de la materia de aquellos paliques, le es ofrecida una respuesta sabia: “¡No
hagas preguntas estúpidas!”. Sin embargo, el investigador pronto descubre que
cada joven habla a su prometida acerca de sus “hazañas y virtudes”, y que otras
veces ambos deciden esculcar el prontuario amoroso de otras parejas.
De un momento a otro, la reunión amorosa
posterga su naturaleza literaria para hacerse más dinámica. Escribe Malinowski:
“Cuando la pareja está segura de no ser vista, la mujer se despoja de su falda
y el hombre se quita la hoja púbica. Al principio permanecerán sentados o
tendidos el uno al lado del otro acariciándose recíprocamente, pasando cada uno
sus manos por la piel de su compañero”. Luego se hace humo cualquier propósito
de contención, y ante la mirada suspensa del etnógrafo las lenguas empiezan a
ser chupadas, los dientes mascan labios y mejillas hasta el sangrado, las
pestañas son arrancadas a mordiscos, las narices se pelean en frenética esgrima
y las manos se hunden en las cabelleras para arrancar racimos de pelo, antes de
bajar y rasguñar con técnicas felinas la espalda del amante. Jamás se
ve algo parecido a un pasivo beso europeo, pues a los trobriandeses aquello les
parece insípido y absurdo: “Los blancos permanecen sentados, juntan boca con
boca, les gusta eso”.
El lance definitivo no puede ser postergado
por más tiempo. La mujer ha terminado por yacer de espaldas, con sus piernas
levantadas y las rodillas dobladas, y su amante, sin echarse sobre ella, se
arrodilla contra sus nalgas. La novia, con agilidad de mantis, atrapa los
brazos de su compañero con las piernas, hasta apoyarlas sobre los codos
masculinos. Entonces se inicia el kubilabala, que lleva
irremediablemente al ipipisi momona; en otras palabras: el “moverse horizontalmente”
que desemboca en el “desbordamiento del líquido”.
En esa consumación es cuando, de repente, el
decorado exótico rueda por tierra y el aparente descubrimiento de un inédito
trozo de intimidad indígena se convierte en la enésima repetición de un hecho
universal. La excitación verbal de una fogosa trobriandesa ya ha
sido escuchada por los amantes de todas las latitudes: “¡Oh amado mío!, eso me hace
muchas cosquillas..., empuja de nuevo; todo mi cuerpo se derrite de placer...;
hazlo vigorosamente; sé rápido, para que el líquido brote...; empuja de nuevo, ¡mi
cuerpo siente tanto placer!”. Atento, Malinowski no tiene otra opción que
forjar esta preclara verdad antropológica: “Creo que, de una manera general, la
mujer recurre más gustosamente a los medios de expresión brutales de la pasión”.
No sorprende que La vida sexual de los salvajes se hubiera
editado tres veces cuando apenas habían pasado dos años desde su aparición. Lo que sí
llama la atención es la candidez con que el antropólogo se queja del
desinterés del público ante sus propósitos científicos: “Al publicar esta
monografía mi objeto era demostrar el principio básico del método funcional […].
Esto, por lo que a mí respecta. En cuanto al público, sólo se ha detenido en
los detalles sensacionales, maravillándose o riéndose de ellos”. Malinowski
quería ser el Conrad de la antropología, pero muchos lo habrán tenido por el Henry
Miller.