Retrato de Robert Louis Stevenson (1897). John Singer Sargent (1856-1925) |
Parece que el mejor ensayo interpretativo
escrito jamás sobre la obra y vida de Bronislaw Malinowski no es, precisamente,
el más conocido, pese a que lo firma un hombre tan brillante como Carlo
Ginzburg. A propósito del etnógrafo polaco parecen ser espacialmente célebres
las reseñas que Michel Panoff hizo de sus libros, quizá solo superadas en
popularidad por el dosier de ensayos compilado por Raymond Firth, el discípulo
querido: Hombre y cultura. La obra de Bronislaw Malinowski (1957). Del
prólogo de ese libro, escrito por Firth, surge uno de los datos más reveladores
sobre las pretensiones literarias del padre del funcionalismo: aquella frase
suya, dicha a la esposa de C. G. Seligman, de que “Rivers es el Rider Haggard
de la antropología; yo seré el Conrad”. Pocos alardeos han tenido tanto eco en
la historia de la antropología.
A la megalomanía ambiciosa de aquella frase se
suma un sugestivo apunte de los diarios, consignado por Malinowski el 1.o
de agosto de 1915. Después de cinco meses sin tocar el diario melanésico, y
antes de soltarlo por más de dos años, confiesa que dos cosas lo inquietan: el
propósito de casarse con su novia de entonces —con la que nunca se casó— y una
novela de Joseph Conrad que acaba de leer y cuyo título no revela, pero que
causó en él “una impresión aún más fuerte”. Se entiende, pues, por qué tantos
intérpretes de Malinowski han gravitado en torno a su relación textual con su
paisano escritor, quien, para colmo de la coincidencia, también decidió hacerse
inglés al llegar a la vida adulta. James Clifford, a quien el asunto ha
interesado especialmente, propuso en otro ensayo célebre —al menos mucho más
que el de Ginzburg— que la personalidad fragmentada de Malinowski, neurótico
angustiado y científico contundente a un mismo tiempo, se correspondía con la
actuación doble de Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas
(1899). De acuerdo con Clifford, Marlow decide no hablar a nadie sobre la
última revelación de Kurtz —el loco rescatado en la selva congolesa que,
empero, muere de regreso a Inglaterra— con tal de mantener, a salvo, el mundo
de las formas sociales. Tanto el etnógrafo de carne y hueso, como el personaje
de tinta y papel, ocultan el derrumbe de la conciencia individual tras una
actuación pública intachable.
Ginzburg, mejor que nadie, sabe que ya ha
habido demasiado Conrad en las exégesis de la obra de Malinowski. En “Tusitala
y su lector polaco” —ensayo sobre el vínculo de Malinowski con las páginas de Robert
Louis Stevenson, incluido en Ninguna isla es una isla (2000)—, el gran historiador italiano
advierte que la famosa frase sobre el deseo de ser como Conrad ha acabado por
eclipsar cualquier otra hipótesis sobre la filiación literaria de Malinowski. De
hecho, según sugiere Ginzburg, el chisme divulgado por la señora Seligman ha
hecho pasar inadvertidas las quejas vertidas por el antropólogo, en sus
diarios, contra la décima novela de Conrad, El agente secreto (1907). La
acabó de leer en medio de una expedición a las islas Amphlett, el 6 de febrero
de 1918, y le pareció “pobre, inútil, pesada”. Pero el historiador no tiene
necesidad de degradar esa pasión —indudablemente genuina— del Malinowski
lector: su ensayo consigue ser magistral no por lo que dice sobre Conrad, sino por lo que muestra de Stevenson, de quien habría rutilantes destellos en las páginas de Los
argonautas del Pacífico occidental (1922).
Ginzburg propone la hipótesis de que Malinowski
leyó el relato “El diablo de la botella” (1891), y que gracias a eso pudo
discurrir la idea general en la que enmarcó lo que, hasta entonces, era un
arrume de datos dispersos sobre el Kula. El cuento trata sobre un hombre
de Hawaii, Keawe, a quien venden una botella mágica, habitada por un diablillo
al que puede pedirse cualquier deseo. Pesa, sin embargo, una doble condición
sobre el beneficiario: que si muere en posesión de la botella, su alma se condenará
en el infierno, y que si quiere vender el recipiente tendrá que hacerlo a un
precio menor al de la compra inicial, pues de lo contrario el objeto volverá —como
por encantamiento— a sus manos. Inicialmente, Keawe compra la botella en 50
dólares, y tras sacarle provecho se deshace de ella. Pero luego, aquejado por
un brote de lepra, no tiene más remedio que comprarla cuando esta vale un
centavo. Tendrá que recorrer los Mares del Sur hasta dar, en Tahití, con una
moneda que, por su valor y su fraccionamiento, es inferior a ese precio, y
hasta encontrar a un hombre que, por estupidez o ambición irracional, consienta
en comprarla aun a riesgo de arrostrar las penas eternas. Ese hombre —un antiguo
marinero, metido a perdulario— existe, y de ahí que Keawe y Kokua, su flamante
esposa, puedan gozar de las mieles de su idilio en la última página del cuento.
El argumento procedería del antiguo folclor germano, y Stevenson, al reescribirlo,
lo situó en el otro extremo del mundo: no solo porque lo ambientó en Hawaii y
los Mares del Sur, sino porque lo hizo traducir al samoano hacia 1892.
Hay alguna semejanza entre el título del libro
en que se incluyó posteriormente “El diablo de la botella”, Island Nights’ Entertainments
(1893) —también conocido como South Sea Tales—, y Kula: A Tale of Native Enterprise and
Adventure in the South Seas, que fue el título que, en su versión de
manuscrito, llegó a tener Los argonautas del Pacífico occidental. El
escenario, el sentido de aventura, la invocación a poner empeño y la marca del
género literario son, indudablemente, factores comunes. Pero Ginzburg va mucho
más allá de señalar esa curiosidad. Y no solo porque ofrece los documentos que
prueban que Malinowski estuvo leyendo con atención a Stevenson mientras se
hallaba en campo —en una carta escrita a Elsie Mason, su novia definitiva,
confiesa estar “fascinado” con unas páginas del escritor británico—, sino
porque invita a ver los posibles frutos del influjo textual. El etnógrafo,
quien, según se lee sus cartas, todavía en 1917 sentía que no comprendía a
fondo la institución comercial a la que se enfrentaba, acabó ofreciendo, al
final, un dibujo tan complejo y ambicioso del Kula que, de acuerdo con
su propia glosa metodológica, no estaba en la cabeza de ningún nativo, pues era
una mera construcción del investigador. De acuerdo con Ginzburg, la presunta
lectura de “El diablo de la botella” habría puesto a Malinowski frente a ideas claves
en su interpretación: como el Kula, las transacciones alrededor de la botella
mágica constituyen un intercambio no lucrativo en términos monetarios, al mismo
tiempo que, para llevarlo a cabo reglamentariamente, es necesario desplazarse
por las islas del Pacífico. Incluso, para dar más peso la idea de que toda la
descripción del Kula sea, en algún sentido, una ficción malinowskiana,
Ginzburg acude a un reproche de Edmund R. Leach, según el cual el Kula,
al existir más allá de la percepción de sus actores, tenía que ser algo
distinto de lo que Malinowski llegó a imaginar: “El Kula no existe”,
sentenció el antropólogo inglés.
Cuando hablan los sabios —cuando actúan los
verdaderos genios— se siente no el deseo de controvertirlos, sino la añoranza
de haberlos acompañado en sus gestas. De ahí que, ante la ingeniosa interpretación
de Ginzburg, solo quede agregar un par de puñados de argamasa a sus cimientos.
Por ejemplo, podría decirse que, antes que Leach, Robert H. Lowie ya había
arrojado sospechas sobre la realidad geográfica del “anillo Kula”. En
efecto, el discípulo de Franz Boas, en su Historia de la etnología (1937),
llama “provinciano” a Malinowski por no haber querido salir de las islas Trobriand
o, a lo sumo, de la parte occidental del “teatro” en que tenía lugar el complejo
intercambio, lo que le impidió tener una adecuada visión de conjunto. Pero
también podría extraerse más jugo del mismo texto de “El diablo de la botella”
y decir, por ejemplo, que el sentido de “eterno retorno” que lleva consigo la
riqueza vaygu’a intercambiada también está inscrito en los objetos del
cuento de Stevenson: no solo por el hecho de que la botella vuelve implacablemente
a manos de quien no sabe venderla, sino porque al principio de la historia, cuando
Keawe pide una prueba de los poderes del diablillo, esta consiste en que ve repuestos,
en su bolsillo, los 50 dólares que había pagado por ella. Las cosas que se van,
siempre vuelven; o como lo dice Malinowski: “una vez en el Kula, siempre
en el Kula”.
Más allá del tema central, el cuento sirve elementos que prueban cierta sabiduría antropológica en Stevenson. Cuando presenta a su protagonista, el narrador agrega que había nacido no lejos de Honaunau, “donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva”, esto es, como si necesitara ligarlo, formalmente, a un ancestro totémico. Más adelante, cuando describe la Gran Casa a la que se hizo Keawe por las artes del diablillo, tiene el cuidado de enmarcarla en un Axis mundi: “Arriba, el bosque llegaba hasta las mismas nubes de lluvia; abajo, la lava negra caía en los acantilados, donde los reyes de la antigüedad estaban enterrados”. Y, en fin, Stevenson parece saber que las costumbres matrimoniales en Hawaii obligaban al novio a pasar una noche en la casa del suegro, antes de adelantar con él la conversación de petición de la hija. En suma, puede verse —incluso— el revés del argumento general de Ginzburg: si Malinowski se lucró de las revelaciones literarias de “El diablo de la botella”, eso solo pudo suceder porque Stevenson, como escritor, había obtenido antes una revelación antropológica en el escenario del Pacífico. Si él hizo traducir el cuento al samoano y ambientó la anécdota en ese contexto cultural, era precisamente porque lo conocía bien. En Stevenson no alentaba el espíritu del misionero que traduce y difunde para conquistar lo ignoto, sino el del antropólogo experto que explica la cultura para que otros la entiendan. Y Malinowski lo hizo, de lo que resulta que Stevenson fue para él una especie de médium del ethos de aquella región del mundo.
Son pocas las obras antropológicas que, como la de Malinowski, se ofrecen de manera tan generosa para el análisis —o la especulación— intertextual. Además de lo que, en sí mismos, son los libros publicados —vigorosos frescos etnográficos, precisos en detalles al mismo tiempo que sugestivamente escritos—, las provocaciones y pistas servidas en los diarios prometen un sinfín de interpretaciones sobre lecturas, influencias y reescrituras. Los Guinzburgs del futuro ya se encargarán de examinar lo que la fama del etnógrafo polaco le debe a Rudyard Kipling, Thomas Hardy, Alexandre Dumas o, incluso, Fiódor Dostoyevski.
Haere Mai (1891). Paul Gauguin (1848-1903) |