Locomotora (s. f.). Ricardo Anwandter (1919-1993) |
De acuerdo con Claude Lévi-Strauss, el viaje
del etnógrafo no es un privilegio, ni un mérito, sino el precio que debe pagar para obtener el conocimiento anhelado. Se lee en la primera página de Tristes
trópicos (1955): “No confiere ningún galardón el que se necesiten tantos
esfuerzos y vanos dispendios para alcanzar el objetivo de nuestros estudios,
sino que ello constituye, más bien, el aspecto negativo de nuestro oficio”.
Ganado por la misma idea, Nigel Barley escribió El antropólogo inocente (1983),
esa hilarante crónica en la que logra verse, de manera fehaciente, que alardear
por haber trabajado lejos de casa suele ser, casi siempre, un modo de
justificar —o de encubrir— una aventura loca en la que se contrajo malaria y se
malogró la dentadura.
Juan Carlos Olivares y Daniel Quiroz, padres de
la antropología poética chilena, también se estremecen cuando piensan en
el viaje etnográfico. Para Quiroz, la típica idea de que se trata de una experiencia
ensoñadora corre el riesgo de disolverse en un encontronazo o en un desencuentro; en suma, en una intentona fallida al punto de que más hubiera valido no haberla emprendido nunca:
“he visto investigadores pasar literalmente de largo”, apunta el antropólogo
austral. Olivares, a su vez, ve en el viaje un desgarramiento anegado de dolor,
comprensible por medio de una potente metáfora tomada de las páginas de Joseph
Conrad: “el viaje antropológico en busca de un estilo de vida diferente,
todavía ausente, escondido entre las sombras, y ese otro viaje, ese movimiento en
la interioridad del viajero, el andar por el corazón de las tinieblas,
constituyen la esencia de la antropología”. El camino, agrega Olivares, está
lleno de obstáculos, y puede, incluso, no haber una vía de regreso.
Con todo, los colegas chilenos ven la prueba del
viaje con esperanza. Así lo deja ver Oilvares, particularmente, en El umbral
roto. Escritos en antropología poética (1995), una compilación de varios
textos suyos publicados entre 1985 y 1986, convertida, hoy en día, en un
sugestivo manifiesto de vanguardia disciplinar. Para el autor, la antropología
consiste, esencialmente, en el estudio de los estilos de vida, lo cual obliga
al investigador a abandonar el propio para instalarse en el ajeno, no sin que
antes medie un momento de soledad, tan terrible como necesario: “Entonces, un día
viene la soledad, se le otorga una bienvenida, se transforma en atributo. Es
atributo del antropólogo. Así, después de un errar lloroso, es época de encuentros.
Sin la presencia de la soledad, los encuentros no se producen”. El abandono de
su estilo de vida original hace que el antropólogo se sumerja —como un sediento
que sale del desierto— en el nuevo estilo de vida, y de modo tal que acaba fundiéndose
en él. Para Olivares, la diferencia entre sujeto y objeto desaparece, de manera
que, al hablar del otro, solo queda hacerlo como si se tratara —como efectivamente se trata—
de un par. No se puede entender un estilo de vida si no se vive, sin
reservas, en él.
Los textos de El umbral roto. Escritos en
antropología poética tanto tienen de artículos como de crónicas, pues, al
mismo tiempo que informar sobre algunas costumbres vigentes en San Juan de la
Costa y otras comunas del sur chileno, dan cuenta de un encuentro histórico entre
personas de carne y hueso. De ahí que los párrafos que deben dar noticia del
rito mapuche del lepún cuenten, también, que la madre de Olivares nació
un día en que Arcadio Yefi Melillanca —el informante costino— se encontraba en la cocina
de la misma finca; o que la presentación del caso etnobotánico del latúe —poderoso
alucinógeno— sea, también, la crónica de los paseos melancólicos del
antropólogo por la derruida estación ferroviaria de Trumag, así como la
narración del delirio en el que se sumió el mismo Olivares cuando fumó y tomó
la planta en infusión. Y no es solo que los textos muestren a personas que comparten
la cotidianidad sin estar hechizadas por la obligación de ser sujeto u objeto —al
estar sumidos en el mismo estilo de vida, todos somos igualmente “salvajes”—,
sino que el código de la escritura es uno particularmente poético. La corriente
de marras invoca la literatura porque sabe que sus recursos son los únicos que
pueden expresar, plenamente, las emociones de las personas que se encuentran en
la “situación etnográfica”. Pero no se trata apenas de lirismo: también de
formas literarias. El artículo que pretende describir el huachihue —rito propiciatorio de Huentiao, dueño mítico de los frutos del mar— inicia con un
lance caminero en el que los peregrinos se topan con un hombre armado, y ello
hace que el lector, al mismo tiempo que con beber los datos etnográficos, se
esperance con saber el desenlace de esa novela inesperada.
Olivares revela sin misterios de qué fuentes ha
bebido para concebir esa antropología tan interesada en hablar de lo que le
pasa al antropólogo. Esas fuentes son literarias, especialmente poéticas, y,
particularmente, se identifican con los trabajos de Jorge Teillier Sandoval, “cuyo
relato mágico del sur y sus estilos de vida, tan real y tan terrible” —escribe
Olivares— “se convierte en directriz estética de nuestra proposición”. Ese
poeta, nacido en Lautaro en 1935 y muerto en Viña del Mar en 1996, concibió lo
que él mismo llamó “poesía lárica”, movimiento que sitúa el horizonte ético y
estético de la poesía en la evocación de la tierra nativa y en el retorno a los
orígenes, lección, esta última, ávidamente apurada por Olivares al proponer
aquel reencuentro con el propio salvajismo. El umbral roto. Escritos en
antropología poética está, pues, lleno del tono evocativo, melancólico e incluso
elegíaco de la poesía de Teillier. Pero no es solo eso: de la imaginación del
vate proceden vigorosas imágenes viajeras que parecen alimentar la alegoría del
viaje desagarrado del etnógrafo.
En “Los trenes de la noche” (1964), Teillier cuenta la historia de un doloroso viaje de alejamiento de la ciudad —lo marca el desprecio de la amada en la Estación Central—, viaje que es soledad liminar en el transcurso —el poeta ve sombras y se siente mareado por el vino— y que, al final, es reencuentro y plena aceptación de un estilo de vida cuyas simpleza y rusticidad no lo hacen menos apreciable; canta el poeta: “Quizás debiera quedarme en este pueblo / como en una tediosa sala de espera. / En este pueblo o en cualquier pueblo / de esos cuyos nombres ya no se pueden leer en el retorcido / letrero indicador”. Fiel lector, Olivares vuelve sobre la última imagen cuando, en El hielo del relámpago. Otros escritos en antropología poética (2018) —la nueva versión de su manifiesto—, propone los viajes en tren de Teillier como equivalentes de ese viaje chamánico, transformador, que es todo viaje etnográfico: dice el antropólogo que lo que el ojo del viajero debe descubrir, más acá de lo que se antoja “apocalíptico”, es lo que permanece “en los letreros donde falta la letra H”. Lo más entrañable es, siempre, lo más sencillo.
Al regresar de la tierra de los tilos y los girasoles, surge la obligación de escribir la obra, ya sea esta poema o relato etnográfico. Daniel Quiroz, al comentar la obra de Olivares, advierte que la escritura es, propiamente, el viaje de regreso. Su colega, fungiendo de profeta titular de la antropología poética chilena, ofrece, en su libro de 2018, una visión más completa del gesto metodológico: “No pudo ser de otra manera el sortilegio: viaje, búsqueda de lo oculto, encuentro, diálogo, retorno, escritura, son los materiales permanentes con que trabaja la etnografía”. Aunque se pague un precio oneroso —como delirar en la fiebre o perder los dientes—, no es pequeño el consuelo de tener el último chance de verternos a nosotros mismos en el papel.
Paisaje con cordillera y vacunos (s. f.). Pedro Lira Rencoret (1845-1912) |
He disfrutado con la belleza de esta nota, su punto de vista, sus citas, su acercamiento a las visiones expuestas en "El umbral roto. Escritos en antropología poética". Felicitaciones.
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