Objetos que deslumbran (1994). Carlos Jacanamijoy (1964) |
En Colombia, cada vez que se habla de experiencias
con yagé en versión literaria, suele echarse mano de dos testimonios norteamericanos.
El más temprano de ellos, las Cartas del yagé (1963), reúne correspondencia
de William Burroughs y Allen Ginsberg, el primero de los cuales fue hasta el Putumayo
para beber la infusión del bejuco, cuyo efecto lo llevó a persuadirse de que cambiaba
de cuerpo y, en otro momento, a sentirse dentro de un cuadro de Van Gogh. El
otro caso son las memorias de viaje de Wade Davis en la misma zona, vertidas en
El río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (1996). En
el sexto capítulo, el antropólogo y escritor canadiense refiere su visita a la
casa de un chamán ingano, cuyo bebedizo lo hizo sentir ardores sensuales, percibir
ráfagas de colores y visualizar animales, además de sucumbir a la náusea, tal
como ocurrió con el escritor Beat.
La refulgencia de esas imágenes —a la que habría que sumar, en alguna proporción, el esnobismo de unos lectores aficionados a los apellidos no españoles— ha hecho que no se recuerde o ni siquiera se atienda a las páginas que la literatura local ha consagrado al llamado “bejuco del alma”, o, para decirlo con mayor exactitud, a la mágica bebida fabricada con zumo de Banisteriopsis caapi y otras plantas con poder alucinógeno. Las evidencias existen desde hace muchas décadas, y no precisamente en documentos extraviados en bibliotecas remotas. En la principal novela colombiana sobre la selva, La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, hay una alusión al yagé —también conocido como “telepatina”— al final de la estadía de Cova entre los guahibos. Uno de los guías, el Pipa, es descubierto por el narrador en medio de un pesado sopor, y aunque no logran aclararse los detalles de la celebración indígena en la que tomó la poderosa tisana, sí se conocen sus visiones. El guía, interrogado por Cova, dijo haber visto procesiones de reptiles, gente sumida en pantanos, flores gritonas y árboles que se quejaban del maltrato de los colonos; y a tanto llegaba el dolor de los venerables seres leñosos que habían terminado por amenazar a la especie invasora: “El Pipa les entendió sus airadas voces, según las cuales debían ocupar barbechos, llanuras y ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en urdimbre cerrada, cual en los milenios del Génesis”. Se diría, más bien, el Apocalipsis.
En la que, después de La vorágine, puede ser considerada la novela sobre la selva más importante en Colombia —nos referimos a Toá. Narraciones de caucherías (1933), del médico antioqueño César Uribe Piedrahita—, se describe una toma de yagé. Ocurre en una aldea siona, a la que han ido a parar Antonio y Nina —los protagonistas— en su fuga romántica. El brujo Chaí, tocado con una corona de plumas y un collar con dientes de mono y jaguar, arroja un conjuro sobre una olla con infusión de yagé, y luego bebe y da de beber a una concurrencia de hombres adultos. Poco después —apunta el narrador— “El terrible narcótico comenzó a obrar”: Chaí, quien había bebido sin control, “giraba los ojos y gesticulaba como un energúmeno”, y hacía esto mientras corría por su choza, se arrastraba, hacía ruidos y, al final, salía a las chagras para llamar a su tótem, el jaguar. Mientras tanto, los otros hombres vivían su propio delirio animal: “Algunos rodaron por el suelo, gruñendo y remedando el bramido del tigre, el silbido de la danta o el aullido de los monos”.
No es poca cosa que los hechos narrados en la novela
de Uribe Piedrahita tengan protagonistas sionas. En su referido libro, Wade Davis
aclara que, mucho antes de que cobrara fama el uso del yagé entre los inganos y
kamsaes del valle de Sibundoy, “los sionas eran los maestros”. Esa primacía
habría terminado cuando los chamanes, celosos unos de otros, acabaron
exterminándose, y habría sobrevivido, apenas, un recelo étnico por la manera en
que la gente de las montañas —los inganos, sobre todo— se apropió del rito,
pervirtiéndolo con la inclusión de tomas de aguardiente, “licor del hombre
blanco”. Davis, precisamente, dio en Sibundoy con un ingano que, aunque aureolado
por cierta fama como dador de yagé, parecía no tener escrúpulos en presidir los
ritos en medio de los vapores alcohólicos: “No era claro si se estaba muriendo
del guayabo o si, simplemente, se estaba muriendo”. La toma jamás tuvo lugar
porque Salvador Chindoy —el chamán— pidió por anticipado el aguardiente y se
dio a beberlo como si no quisiera hacer otra cosa en su vida.
A una toma de yagé en el valle de Sibundoy se
refiere el relato “Yagé” (2015), de Ignacio Piedrahita. El escritor medellinense,
en cumplimiento de una aventura que tiene tanto de expedición naturalista como
de peregrinación espiritual, se presenta en la casa del taita Juan —un chamán
kamsá— en la vereda Tamabioy. Piedrahita describe, sobre la cabeza del taita,
un tocado similar al de Chaí, pero prefiere dar noticias más precisas de un
escenario en el que, aunque no hay botellas de aguardiente, aparecen otros
objetos que dan cuenta del mestizaje cultural: “Cerrando la disposición en
herradura de los bancos, un altar hecho de una rebanada del tronco de un árbol,
sobre el que se apiñan frascos con raíces sumergidas en líquidos transparentes,
manojos de semillas y de yerbas, un cristo de plástico y otras imágenes
católicas”. Los padrenuestros, sin embargo, no malogran la experiencia: después
de vomitar, el explorador medellinense se instala en una visión de pirámides
conformadas por rectángulos amarillos con bordes negros; luego siente que ante
él, placenteramente, se desperdigan muchas historias, como si fueran cosas del
escenario, y después, al apurar más tragos de la infusión, cree estar vomitando
una serpiente. Con todo, el diario de viaje del escritor dispone, en su última
página, un apunte feliz: “He pasado el día con sobrada energía vital”.
El relato de Piedrahita es, apenas, una entre
varias evidencias de lo que parece ser, en la última década de nuestra narrativa,
la entronización del yagé como maná de sanación. Un par de años antes, el payanés
Juan Cárdenas había incluido, en su novela Los estratos (2013), un
pasaje en que varios personajes beben la infusión. De hecho, se trata de un momento
relevante del argumento: el protagonista, agobiado por un trauma de infancia que
no acaba de reconstruir ni comprender del todo —lo
secuestró una mujer que lo quería—, es llevado por un detective indígena hasta
un rancho enclavado en la selva, no lejos de un puerto marítimo. El mismo
nativo, adornado con un tocado de plumas, le da a beber un líquido marrón,
entre amargo y dulzón, almacenado en una botella de Coca-Cola. Al
protagonista lo acomete, primero, un ataque de risa, trocado en crisis de
llanto sin ninguna transición perceptible. Luego vomita un chorro de colores en
medio de la noche más espesa; acto seguido, se siente envuelto por el ulular de
una selva de la que alcanza a distinguir todos sus detalles, incluidos los
grumos de barro y las ramas más pequeñas, y todo eso desemboca en una
contemplación fulgurante de su propio intelecto: “Miro mis propias manos, que
alumbran desde adentro. Las palabras se trepan encima de las palabras, se
camuflan imitando la superficie de las palabras”. Finalmente, se ve siguiendo un
camino punteado que habrá de conducirlo, en la vigilia, al alivio total. Si —como
podría interpretarse— ese escenario postrero de la novela se encuentra no lejos
de la Buenaventura geográfica, ello podría tomarse como un reflejo literario de
la difusión de la práctica ritual desde su centro de origen amazónico, más allá
de la muralla andina.
El yagé se arrima significativamente a la urbe en La sombra de Orión (2021), la última novela de Pablo Montoya, el barranqueño que ganó el Rómulo Gallegos en 2015. Pedro Cadavid, el protagonista, ha querido escribir la cruenta historia de una comuna de Medellín, con la terrible secuela de sentir su cuerpo habitado por todos los muertos y desaparecidos del conflicto. Por consejo de su novia, visita en Karmata Rua a Alberto, un jaibaná embera que le da a beber yagé durante varios días. Pedro ve estimulada su sensibilidad: primero ve la lluvia y el fuego desgranados, como si fueran rosarios de pequeñas cosas muy definidas; luego ve un entramado de formas geométricas que se transforma en picos y fauces, y finalmente siente que se pierde en un nudo de laberintos superpuestos. Pero esa terapia no trae la paz que el escritor procura, y por eso, días después, decide visitar a Gerardo, un taita cofán instalado en Santa Elena, a un paso de Medellín. Pedro apura, con especial unción, un pocillo de yagé tigre, y al rato lo sacude un temblor cuyo clímax es un estallido de colores en la cabeza. El techo de la maloca se abre y deja ver, proyectada en el cielo, una ciudad de colores; después, el vidente se siente ascender hasta ponerse por encima de una imagen urbana que se le revela conocida, pero en algún momento, inopinadamente, siente que algo lo arrebata hacia el suelo, hacia una fosa como las de los muertos de su novela, y de la que, poco después, lo sacará algo así como un gran guerrero fantástico. En la náusea postrera, el personaje siente que expulsa definitivamente todo su malestar: “Entonces, de un lugar que estaba más allá de su estómago, irrumpió la materia en la que había estado sumergido. Salió tan abundante que Pedro tuvo la impresión de que no solo vomitaba aquella fosa llena de cadáveres, sino a Medellín. […] Pedro, finalmente, se vomitó a sí mismo”. Solo entonces, Medellín se le antoja a su cronista una ciudad hermosa.
La literatura, más allá de la sorna, la ilusión o la imaginación puesta por sus autores, da cuenta de un auténtico proceso cultural: la difusión y la transformación de la toma del yagé, servido por manos guahibas, sionas, cofanes, inganas, kamsaes, emberas y —quizá— zambas, y aprovechado por baquianos, naturalistas, peregrinos, pacientes psicoanalíticos, novelistas y poetas. Pareciera que, más allá de los códigos de cada tradición social, la perdurabilidad del rito estuviera garantizada por la insondable e interminable culpa de Occidente.
Hora de cosechar (2014). Carlos Jacanamijoy (1964) |