La escuela de Atenas (detalle) (h. 1512). Rafael Sanzio (1483-1520) |
Hay amores de toda la vida. En antropología, fueron pasiones de ese calado la que sintió Bronislaw Malinowski por James George Frazer y la que profesó Claude Lévi-Strauss por Franz Boas, quien, por poco —cosa de centímetros— no murió en sus brazos. Con todo, fue más fuerte el afecto del polaco por el escocés: alcanzó incluso los ribetes de la revelación milagrosa, y, al cabo de tres décadas, tuvo como última manifestación un documento dolorido en el que, como en la carta de cualquier amante auténtico, lo que mejor se expresa son el despecho y la voluntad de sacrificio.
Malinowski leyó La rama dorada (1890) en la primera década del siglo XX. En la introducción de “El mito en la psicología primitiva” (1926) cuenta que antes de doctorarse en la Universidad de Cracovia tuvo que retirarse temporalmente de sus estudios para recuperarse de cierto achaque, y que entonces aprovechó para leer aquel clásico de la etnología. Esa noticia, de tan grandilocuente y luminosa, acabó siendo tanto o más memorable que la reflexión sobre los mitos. Según Malinowski, la lectura de Frazer le reveló que la antropología era una ciencia digna de “devoción”, lo que llevó a que, sin empacho alguno, él se “convirtiera”. Su destino, entonces, habría sido similar al de Pablo de Tarso, a quien un relámpago divino derribó de su caballo, camino de Damasco (al polaco lo encandiló la luz de la rama dorada). Para Adam Kuper es clara la intención de Malinowski de construir su propia leyenda mesiánica: “Cualquiera que sea la versión, el mito presenta la clásica historia del profeta. El equivocado principio, luego la enfermedad y la conversión, seguida de la emigración; una calamidad atroz —nada menos que una guerra mundial— lleva al aislamiento en el desierto; el regreso con el mensaje; la batalla de los discípulos”.
Malinowski y Frazer se conocieron personalmente en 1910, y su trato fue tan frecuente que el discípulo llegó a conocer los secretos del hogar del maestro; supo, por ejemplo, que quien llevaba la batuta allí era Lady Frazer, la “temible compañera”. Sin embargo, tuvo más interés por husmear entre las páginas del mentor que en aquella alcoba. La primera publicación de Malinowski fue una reseña, escrita en polaco, de Totemismo y exogamia (1910), la obra frazeriana de moda. Al año siguiente, presentó una ponencia en Helsinki que habría de ser su primer escrito científico en inglés, “The Economic Aspect of the Intichiuma Ceremonies” (1912), trabajo que se afana en surtir las evidencias etnológicas de una hipótesis que Frazer había esbozado pero que no quiso o no tuvo tiempo de verificar: que los afanes rituales totémicos podrían haber significado el origen de ciertas prácticas económicas organizadas, especialmente las encaminadas a garantizar la abundancia de ciertas plantas y animales.
Cuando Malinowski se radicó en Australia y Nueva Guinea para cumplir con su ardua tarea etnográfica, intercambió cartas con Frazer. Esto significó mucho para Malinowski, a juzgar por lo que él mismo cuenta que sucedió el 27 de noviembre de 1917, durante una estadía en casa de los Saville, en Samarai —una isla situada junto a la costa suroriental de Nueva Guinea—. El anfitrión había dejado ver una actitud ambigua frente al trabajo que el polaco había dedicado a los nativos de Mailu, publicado en 1915, y Malinowski, abatido, no pensó en otra cosa que en mostrarle una carta que Frazer le había enviado días atrás. Con la misma lógica, en Kiriwina, al levantarse particularmente envalentonado la mañana del 4 de marzo de 1918, henchido del deseo de concebir una obra etnográfica que superara a la de sus colegas de época —Baldwin Spencer y Francis James Gillen, por ejemplo—, Malinowski siente la tentación de escribir cartas a Frazer y C. G. Seligman, sus protectores británicos.
Apenas llama la atención que Frazer escribiera el prefacio de Los argonautas del Pacífico occidental (1922), y es todavía menos sorprendente saber que se trata de una nota laudatoria. Las primeras líneas dejan ver la simpatía que se inspiraban los dos antropólogos: “Mi estimado amigo el doctor B. Malinowski me ha pedido que le escriba un prefacio a su libro, y gustosamente cumplo el encargo, aunque de ningún modo creo que mis palabras puedan incrementar el valor del destacado logro de investigación antropológica que él nos ha regalado con este volumen”. No cabía esperar otra cosa, habida cuenta del sesgo claramente frazeriano de la obra. Porque Malinowski, en seguimiento de las ideas evolucionistas del maestro, asume que en la sociedad trobriandesa domina la práctica mágica, frente a un desarrollo religioso apenas incipiente. Que esa es su perspectiva lo confiesa, en parte, en una nota al pie del capítulo segundo: “Utilizo las palabras religión y magia siguiendo la distinción de sir James Frazer (cf. La rama dorada, vol. I). La definición de Frazer se ajusta mejor que ninguna otra a los datos de Kiriwina”. Otra parte de la evidencia es el trabajo en sí mismo, cuya disposición discursiva es elocuente: en 500 páginas, palabras como religión, religioso o religiosa no aparecen ni siquiera 15 veces, mientras que la palabra magia —solo esa— ya ha asomado cien veces a la altura del capítulo quinto. Tampoco se pierda de vista que el único subtítulo que incluye una palabra del primer conjunto —“Los monumentos naturales y el ceremonial religioso”, en el capítulo XII— corresponde a una sección en que se describe cómo los navegantes kiriwineses dejan ofrendas junto a las rocas Atu’a’ine y Aturamo’a. En La rama dorada, Frazer había establecido que los gestos religiosos por excelencia son la ofrenda y la rogativa.
La primera gran diferencia entre maestro y discípulo se hizo evidente en uno de los ensayos teóricos más relevantes de Malinowski: “Magia, ciencia y religión” (1925). Allí, el antropólogo polaco establece una distinción funcional entre las tres instituciones: la ciencia administra el saber necesario para la explotación efectiva de la naturaleza, la magia llena al hombre de optimismo sobre el resultado de esas y otras prácticas, y la religión atiende las crisis de la existencia humana y garantiza, con sus ritos, la integración del cuerpo social. El corolario de este orden de cosas no es otro que el derrumbe la explicación evolucionista de Frazer, según la cual la magia habría precedido a la religión, pues los primeros hombres habrían creído que poseían el poder de transformar la naturaleza, el cual atribuyeron luego a las divinidades; la ciencia, a su vez, surgiría luego. De acuerdo con la prédica de Malinowski, las tres instituciones, por atender a tres funciones distintas, tendrían que ser coexistentes. Lo sorprendente es que, así tenga la sartén por el mango, el polaco evita atacar directamente al escocés, y reduce cualquier posibilidad de crítica a las inferencias del lector. Antes bien, se esfuerza por presentar a Frazer con los mejores colores: en la primera alusión, dice que su enfoque es uno de los más profundos de la “antropología moderna”, ya que logra construir como problema de investigación disciplinar las relaciones entre magia, religión y ciencia. Luego celebra que La rama dorada ponga en tela de juicio la soberbia de las tesis animistas, cuestión que de alguna manera sirve como cortina de humo de la presentación de la tesis evolucionista del maestro, la cual se ofrece de manera escueta al final del mismo párrafo, libre de juicios. De hecho, Malinowski llega a suscribirse a la idea de que la magia sea, de verdad, una “pseudo-ciencia”.
En los años que siguieron, las grandes monografías trobriandesas —La vida sexual de los salvajes (1929) y Jardines de coral y su magia (1935)— replicaron la misma lógica discursiva de Los argonautas del Pacífico occidental: concentración excluyente en el tema mágico, como si, frente a ella, la religión fuera una práctica banal o apenas balbuciente.
Frazer murió el 7 de mayo de 1941, en Cambridge, y Malinowski le dedicó un ensayo en el que hace una semblanza de su persona, y en el que, además, emprende una revisión crítica de sus trabajos e ideas más relevantes. Por primera vez, la pluma del polaco ofrece una visión más o menos descarnada de su maestro. Elogia su sabiduría pero al mismo tiempo desnuda las debilidades de su carácter: intolerante en las discusiones teóricas, timorato en la interacción con extranjeros, mediocre como orador e hipersensible a la crítica, entre otros rasgos. Y con más valor que en otros escritos, Malinowski arremete contra sus construcciones conceptuales: advierte que “Pocas de sus contribuciones propiamente teóricas pueden ser aceptadas tal como están”. Es entonces cuando hace explícito el juicio que había quedado velado en 1925: advierte que la idea de la precedencia evolutiva de la magia frente a la ciencia es “insostenible”, y, entre otras nociones, califica como errónea la diferencia que Frazer establece entre religión y magia, dirigidas a solucionar los mismos problemas según el escocés, mientras que su crítico, como se sabe, las cree abocadas a intereses diversos.
En el artículo de marras, sin embargo, Malinowski renuncia a ensañarse. Cada ataque parece sugerirle la compensación de un cumplido para Frazer, y, a la postre, su redención. Por ejemplo, cuando recién ha dicho que la reconstrucción evolucionista es inviable, sugiere que los mismos datos acopiados por su mentor demostraban la coexistencia de las tres instituciones. Para el discípulo, el maestro intuyó la disposición funcionalista de la magia, la ciencia y la religión, y no solo eso: también habría vislumbrado la base biológica de las necesidades humanas, idea básica del edificio malinowskiano. Como si fuera poco, el polaco acaba reacomodando su tesis sobre la triada conceptual, de modo que el elemento de la coexistencia tambalea y deja asomar la cabeza, una vez más, al espectro evolucionista. Solo que ahora no sería la magia el hito primigenio, sino la ciencia: esta pediría a la magia cubrir sus vacíos, y el ejercicio de los conjuros y los vaticinios sugeriría las profundas indagaciones cosmogónicas. En la última sección del ensayo, todas las reservas parecen haberse olvidado. Malinowski pregona que el “material” de Frazer “permanecerá por largo tiempo como una base digna de confianza para el etnólogo”, y que se trata de una obra “esencialmente seria y veraz”.
La evolución discursiva entre la denuncia de los ríspidos gestos de Frazer y la restitución final de su obra sugieren que la apuesta de Malinowski, en aquel escrito necrológico, no fue otra que hacer duelo por la partida de su maestro. Al zaherirlo, lo único que querría sería cobrarle su orfandad. Para su felicidad, la reconciliación total no se hizo esperar mucho tiempo: el 16 de mayo de 1942 —cuando apenas se había cumplido un año de la muerte de Frazer—, el maltrecho corazón del discípulo se detuvo para siempre.
La conversión de Pablo en el camino de Damasco (h. 1601). Caravaggio (1571-1610) |