Un machitún (1854). Pierre Fréderic Lehner (1811-1880), según boceto de Claude Gay (1800-1873) |
Para Ángela y Nacho, viajeros por el Cono Sur
En la cuarta década del siglo
XIX, un explorador francés recorrió Chile: Claude Gay (1800-1873), un
naturalista que, con el tiempo, acabó escribiendo la primera historia política
verdaderamente científica del país austral. Llegó a América a fines de 1828,
para fungir de profesor en el Colegio de Santiago, y muy pronto le fue
encargada la misión de explorar de manera exhaustiva el territorio chileno. En
1830 viajó por las provincias de Santiago, Colchagua y Valparaíso, y en 1835
fue a Valdivia, donde conoció a Charles Darwin. También allí entró en contacto
con pueblos mapuches, los que visitó de nuevo en 1838, y sobre quienes terminó —poco
antes de morir— una monografía que tardó siglo y medio en pasar por la imprenta:
Usos y costumbres de los araucanos. Incluir
un capítulo político en la historia natural chilena —engorroso trabajo en que
lo puso, en 1839, el ministro Mariano Egaña— distrajo a Gay mucho más de lo que
hubiera querido.
Amante
de las plantas, como era, y formado en historia natural, Gay resolvió a medias
con técnica y a medias con instinto su relación metodológica con los mapuches.
No se conformó apenas con ver lo que hacían los nativos, sino que dedicó muchas
horas a entrevistarse con ellos, preguntándoles sobre aquello y lo de más allá.
Sin embargo, esa buena práctica etnográfica se vio salpicada por la audacia de
desafiar los usos locales, solo por la curiosidad de ver qué pasaba. Para los
mapuches era censurable que una visita, no más llegar, entrara en sus casas sin
cumplir con el parsimonioso ceremonial de saludos y conversación que debía
mediar antes de que el anfitrión convidara a pasar al interior; pues bien, un
día, al llegar a la vivienda de un hombre que estaba ausente, Gay se coló en
ella sin más ni más, “impulsado por el espíritu de curiosidad de saber las
consecuencias”, sin atender a las recomendaciones de su guía. En otra ocasión,
empeñado en ver con sus propios ojos cómo transcurría un machitún —un rito de curación—, entró en la cabaña del enfermo
contra la voluntad de la machi —la
médica—, quien rabió en vano al ver cómo el naturalista asomaba por la
trastienda del rancho y se acomodaba junto a otros asistentes.
Gay encontraba
en su suspicacia occidental las razones para desestimar la tradición indígena y burlar los usos locales. A propósito del recelo de los indígenas por su
irrupción en el machitún, escribió:
“tal vez poseídos por su impostura, no permiten la asistencia de los chilenos
de la frontera”. Pareciera que en la cabeza del explorador se impusiera la idea
de que hay que violentar los tabúes mapuches porque hasta los indígenas saben
que encubren una farsa; que hay que pisotear su etiqueta porque, bien se ve, es
vacua e inútil. Diego Milos, el editor de Usos
y costumbres de los araucanos en 2018, no deja de admitir que en el manuscrito
hay “comentarios ‘eurocéntricos’ de Gay que podrían llegar a incomodar a
algunos lectores”. Por supuesto que lo hacen, lo cual, de todas maneras, no
alcanza a tapar el inmenso valor etnográfico del trabajo del explorador, quien
documentó con minuciosidad la vida indígena en la Araucanía. Prueba de la
riqueza del informe es que, anticipándose en mucho tiempo a los trabajos de
William Labov en Nueva York, Gay se hace preguntas por el cambio lingüístico,
incitado por influjos hispánicos y quechuas.
Un episodio
deja ver, con especial expresividad, tanto la morosidad de la descripción del
explorador como el atrevimiento de sus juicios. Se trata de la narración de la
investigación llevada a cabo por la muerte súbita de una de las esposas de
Inal, el cacique de Cholchol. Poco después de dar a luz, la mujer enfermó y murió luego de
tres días de infructuoso machitún.
Todo ocurrió tan súbitamente que los familiares decidieron llamar a un cupove —algo así como un médico legista—
para que examinara el cuerpo. El experto encontró algunos granos en la vesícula
biliar y concluyó que se había tratado de un envenenamiento, toda vez que,
según se supo, la mujer había bebido poco antes un vaso de chicha de manzana y
maíz. Hecho el diagnóstico forense, algunos despojos del cuerpo —raspaduras de
lengua, trozos de uñas y pestañas— se metieron a una vasija y se los envió a
casa del adivino Ñamquil, en el poblado de Tucapel, para que él descifrara
quién había sido el asesino. Los llevó un delegado de Inal, Nahuelhuala, a quien
acompañaron varios jefes de Cholchol.
Al llegar a
destino, Nahuelhuala se entrevistó en secreto con Ñamquil y luego, frente a los
testigos, le entregó la vasija. El adivino masticó algunas hojas de voighe (Drimys winteri), tras lo que cayó en un
pesado sopor —“catalepsia” en palabras de Gay—, aunque no tanto que no pudiera
conversar, en la sala de su casa, con las piltrafas que había en la vasija.
Entonces, estas revelaron la verdad en nombre de la muerta: “Son los criados de
la casa los que me detestan, porque pretenden que me volví rica y orgullosa, y
entonces, por envidia y celos, me dieron veneno en un vaso de chicha de maíz y
de manzana. Ocurrió durante una gran fiesta en mi casa […] fui a buscar una metama (jarra) de chicha, la entregué a
una mujer, que a su vez la entregó a su hija, para recibir de ella un vaso de
esta bebida, e hicimos un llaupyo
(salud). Ella pidió a su hija otro vaso, que me pasó para que yo le devolviera
el saludo, y ahí puso veneno. Apenas bebí me sentí envenenada”. Tras esta
declaración, la voz que salía de la vasija dijo los nombres de las implicadas.
Al regreso de
la comitiva, Inal citó a una asamblea en su casa, en la cual se decidió acusar
a la joven Yanquithral, hija de la criada de la muerta. La muchacha, sabedora
de que ese señalamiento significaba la muerte, alzó las manos al cielo y dijo
que todo era mentira. Inconmovibles, cinco hombres la agarraron, le arrancaron
la ropa y los ornamentos y le dieron tantos latigazos que “su cuerpo se puso
azul”. Cuando ya iban a darle muerte, el cacique Huentel se compadeció y quiso
escuchar si la sentenciada quería decir algo. Entonces Yanquithral acusó a su
madre, y se refirió a los hechos tal cual los había contado la vasija,
precisando que, cuando alcanzó a su madre el segundo vaso, ella “le puso algo
que tenía en la mano”. Fueron por la mujer, pero esta, “anticipando esa
posibilidad”, ya había huido. Un centenar de indios la persiguió hasta dar con
ella y matarla —la decapitaron y pusieron la cabeza sobre una lanza—, y luego
fueron a desvalijar su casa. El marido, afligido y temeroso, admitió la
culpabilidad de su compañera y accedió de buen grado a entregar a los
asaltantes todo lo que le pidieron. Así se hizo justicia.
Son fácilmente
imaginables las reservas con que Gay reconstruye la historia. A Cayulan, su
informante, lo hace ver como un hombre crédulo de modo irredimible. Los visajes
del adivino los califica como “estratagemas” e “impostura”, e incluso sospecha
que el viejo de Tucapel se haya valido de la técnica de la ventriloquía para
hacer creer a los testigos que, en efecto, eran los restos metidos en la vasija
los que hablaban. En cuanto a la confesión in
extremis de Yanquithral sobre la responsabilidad de su madre, se le antoja
de lo más indigna, y cree también que el marido admitió ese cargo y permitió el
allanamiento nada más que para “no engendrar disputas”. Apenas sorprende que
Gay, a fuer de naturalista —o mejor, de naturalista europeo—, dé por sentada la
falsedad de la teoría indígena de la adivinación. Más llamativa resulta la
explicación que esgrime para descreditar a los agoreros mapuches, casi tan
sobrenatural como la misma magia adivinatoria: la capacidad de hablar por un
objeto inanimado, sin que nadie lo note. Pero lo cierto es que ni siquiera esa
ventriloquía podría explicar cómo Ñamquil pudo saber que la bebida nefasta era
chicha de manzana y maíz —además de otros detalles—, y cómo, en su descargo,
Yanquithral dio una versión de los hechos igual a la que, en teoría, el adivino
escuchó con exclusividad mientras estaba metido en su cabaña. La salida de todos
esos enigmas parece ser la credulidad atribuida a Cayulan, cuya perspectiva,
presuntamente candorosa, es el comodín de la buena conciencia del explorador
francés.
La manera como
Gay analiza las pruebas del caso merece un comentario especial. El juicio de que
Yanquithral había acusado indignamente a su madre con tal de salvar el pellejo es —igual que cuando se metió en las casas a las que no se le había invitado— una imposición de su punto de vista. Convencido de que los mapuches no tienen
razones para hacer las cosas como las hacen, Gay parece no reparar en la
sospechosa huida de la madre en el mismo momento en que martirizaban a su hija,
ni en la nula resistencia con que el marido asumió su culpabilidad y entregó los
bienes familiares para resarcir el crimen. Atrapado en la idea de que todo acto
adivinatorio es embuste, el naturalista no acepta los resultados del juicio
mapuche. No repara —como quizá no reparen algunos lectores de Usos y costumbres de los araucanos— en
que, aun si resultaran escénicos y aparatosos los ritos de lectura de vísceras
y de entrevista con una vasija, de ahí no se sigue que el juicio y la condena hayan
sido injustos. ¿Acaso no ocurre que nuestros jueces y magistrados con toga,
armados con un martillo inútil, enfrentados a abogados tan retóricos como
personajes de teatro, formalizan con sus acartonadas actuaciones las
acusaciones y sentencias que el sentido común de muchos ciudadanos ya había
resuelto previamente y con muchos menos aspavientos? Para los mapuches de
Cholchol era evidente que entre Yanquithral y su madre —una de las dos o ambas—
habían envenenado a la mujer de Inal, y la única forma aceptada de probarlo era recurriendo, primero, al cupove;
luego, a Ñamquil, y, posteriormente, divulgando el veredicto ante las
sospechosas. Más allá de si las raspaduras de una lengua pueden hablar en
nombre de su dueña, es indudable que, en todas las culturas del mundo, los
juicios y sentencias sociales no pueden ser otra cosa que la formalización de algo que, por fuerza,
ya se sabe de otra manera. El teatro,
por teatral que sea, no deja de hablar con verdad sobre las cosas humanas; y,
si resultara embustero, de ese cargo tampoco podría salvarse el que nosotros
llevamos a cabo.
Gracias al trabajo de Diego
Milos, Usos y costumbres de los araucanos
pudo renacer, como el Fénix, de las cenizas del olvido —que en las bibliotecas
asumen la forma del polvo—. La ganancia que esto significa es por partida
doble: no solo la narración etnográfica es vigorosa y rica en detalles, sino
que la arrogancia del explorador es tal que, de carambola, favorece la
comprensión de la cultura indígena. Los vademécum metodológicos podrían
incluir, como una más de sus herramientas, tan sugestiva infatuación.
Los pinares de Nahuelbuta (1854). Pierre Fréderic Lehner (1811-1880), según boceto de Claude Gay (1800-1873) |