Mohini (s. f.). Raja Ravi Varma (1848-1906) |
En La vida sexual de los salvajes (1929), Bronislaw Malinowski admite
que, más allá de los gustos particulares de los trobriandeses por este o aquel
rasgo —un rostro redondo, unos ojos sin pestañas— las mujeres que a ellos les
parecían bellas lo eran también para él. Escribe: “Una vez acostumbrado al tipo
físico y a las maneras de los melanesios, el observador europeo no tarda en
observar que su criterio sobre el encanto personal no difiere esencialmente del
de los indígenas”. Pero no por esto cabe suponer que el polaco se hubiera
puesto en trance de enamorarse de alguna nativa. No hay que olvidar, sobre
todo, una frase más o menos célebre de la introducción de Los argonautas del Pacífico occidental (1922): aquella de que “el
indígena no es un compañero moral para el hombre blanco”, frase que, sin duda,
alude a la imposibilidad de establecer, en un escenario de diferencia cultural,
ciertas comuniones tácitas y sobreentendidos de los que se alimenta o sobre los
que se apoya el amor.
Más
que la obra de Malinowski —quien apenas se interesó por el tema—, es Maitreyi (1933), novela de Mircea Eliade,
uno de los libros que mejor ilustra los líos cosmovisionales de los amores
interculturales. Se trata de la historia del amor frustrado entre Allan y la
heroína cuyo nombre da título a la obra. Él, europeo, trabaja para el ingeniero
indio Narendra Sen, y contrae malaria tras una temporada en campo. Al ser dado
de alta, el ingeniero lo invita a vivir en su casa, en Calcuta, donde vive con
su mujer, sus dos hijas —Maitreyi, de 16 años, y Chabú, una niña— y algunos
sirvientes. Entre Allan y la muchacha, a pesar de cierta incomprensión de base
que nunca acaba de ser conjurada, se forja un fuerte vínculo afectivo que los lleva
a ennoviarse en secreto y a compartir la cama. Sin embargo, en lo más tórrido
del romance, unas palabras indiscretas de Chabú revelan la aventura a los
padres de Maitreyi, tras lo cual Allan abandona la casa y viaja a un retiro en
el Himalaya, donde, en vano, trata de olvidar a su novia india. Aun así, rehúsa tener cualquier contacto con ella, pues así se lo ha encarecido el ingeniero. Mutatis
mutandis, se trata de la versión literaria de un episodio de la vida de Eliade,
quien vivió en casa de su profesor de sánscrito, Surendranath Dasgupta, de cuya
hija —también llamada Maitreyi— se apasionó, con accidentes y consecuencias
similares a los que conforman la trama de la novela.
La
relación entre Allan y Maitreyi se ve acosada por dificultades de todo tipo. La
muchacha, en sí misma, es de un carácter proteico: la alternancia de sus
entusiasmos y reticencias la hacen parecer tanto ingenua como astuta, pura y
sensual, cercana y ajena, refinada y rústica, intelectual y apasionada; una
fluidez moral y psíquica que, incluso, Allan cree ver reflejada en su físico: “Me
preguntaba a veces […] qué tipo de alma escondería bajo aquella expresión tan cambiante
de su rostro (pues había días en que estaba más fea, y otros estaba tan guapa
que no me cansaba de mirarla)”. En seguida, en un plano mucho más banal, están las ríspidas
disputas por celos entre los enamorados, suscitados en Allan por el interés que
ve poner a Maitreyi sobre cierto danzarín, o por los masajes que ella dice
recibir esporádicamente de Khokha —uno de los criados de su casa—, o, sobre
todo, por su amistad con Rabindranath Tagore. Es particularmente singular el
tratamiento que el narrador da al venerable poeta bengalí, toda vez que se le
antoja como un viejo embustero y pervertido que, sin pudor alguno, ha sacado
provecho de una adolescente con aspiraciones de poetisa: “«¡Qué repugnante
histrión!», pensaba yo, devorado por los celos, la rabia y la impotencia. «¡Maldito
corruptor, con ese misticismo carnal, esa mezcla repelente de devoción y
mentira!»”. Muy lejos de esas sospechas, en los apuntes de diario y las crónicas
tempranas de su experiencia en la India —textos incluidos en libros como Diario íntimo de la India (1935) y La
india (1936)—, Eliade se refiere con jubiloso respeto a quien reconoce
no solo como artista y filósofo, sino también como a un sabio reformador de la
enseñanza en la India, y ello al punto de que la entrevista que sostiene con él
se trasluce en imágenes felices y expresiones de admiración, alguna tan superlativa
como decir que el poeta es “el «gran hombre» menos conocido que existe hoy en
el mundo”. Bien puede verse que la confusión no solo habita el alma de
Maitretyi: Allan, ofuscado por la pasión, ve a un hombre virtuoso como al más
pérfido de todos los vivientes.
Por supuesto, mucho antes que las veleidades del carácter y de los celos, es el choque entre perspectivas
culturales lo que afecta la relación entre la joven india y el europeo. De
hecho, el affaire de los masajes
pertenece a ese ámbito: Maitreyi prefiere que sea Khokha quien frote sus
músculos y no Allan, pues en la India es visto como poco agradable que alguien
dé friegas a otro, y entre otras cosas porque es algo que debe hacerse a cambio
de dinero. Sin embargo, ese es apenas un detalle etnográfico. Mucho más grueso es el
conflicto de las ideas de cada amante sobre la pureza: la muchacha se entrega a
Allan en el cuarto de este, cuando apenas se han jurado como novios —algo que
ella hace poniendo a la Tierra como testigo—, pues su confianza en él la lleva
a persuadirse de que el destino de la pasión de ambos será, a su debido
momento, la fructificación en otro ser; de esa manera, cree Maitreyi —como todos
sus coterráneos—, el amor no se trueca en vicio. Pero Allan, cristiano, no
puede evitar pensar en flaqueza y sensualidad facilista por parte de su amada. Él
mismo contradictorio, piensa en otro momento que lo mejor de su relación con la
muchacha es la espontaneidad y autonomía del sentimiento, mientras que desde la
expectativa de las mujeres indias —Maitreyi y su madre, por ejemplo— toda pasión debe
someterse a la forja de la tradición y las reglas. Comenta la señora Sen, casualmente
pero con irreprochable sabiduría, que el matrimonio no consiste precisamente en
“ir a coger flores juntos”.
El
episodio más contundente de la interferencia cultural en la relación de Allan y
Maitreyi tiene lugar cuando ella, con la idea de ofrecerle a él una prenda de su
sinceridad, le habla de sus amores del pasado. El protagonista se sobrecoge
cuando su novia le confiesa que, años atrás, había estado enamorada de un árbol
“siete hojas”; un árbol grande que ella encontraba tierno, al que abrazaba,
besaba y mojaba con su llanto, y del que recibía, con plena felicidad, la
caricia de sus hojas contra el rostro. Algunas noches escapó de su habitación
y, desnuda, subió al árbol, para dormir entre sus ramas hasta la madrugada, y tanto
miedo sentía de ser descubierta que, según ella, desde entonces se enfermó del
corazón. Allan, a pesar de que nunca perdió de vista la cosmovisión panteísta
de Maitreyi, no puede evitar tambalearse ante la confesión, y no porque la
sensibilidad de la muchacha se le antoje cándida o primitiva: ocurre, sobre
todo, que la siente extraña de una manera irredimible. Más que como un amante
postergado, se siente como un ser de otro mundo ante la imagen de la novia en
comunión íntima con un árbol: “Yo la oía como el que oye contar un cuento pero,
a la vez, tenía la sensación de que se alejaba de mí. ¡Qué alma tan complicada
la suya! […] Que estas personas, a quienes yo quería tanto que estaba dispuesto
a ser uno de ellos, ocultaban, todos y cada uno, una historia y una mitología
impenetrables, que tenían un alma espesa y profunda, compleja e incomprensible.
Me dolía lo que decía Maitreyi. […] Algo se había derrumbado” (si esta vivencia
procede, íntegra, de la biografía de Eliade, habrá que decir que el único
episodio que la supera en pavor es el relato de cómo escapó milagrosamente de
una oleada de sanguijuelas en las selvas de las laderas bajas del Himalaya, según
cuenta en un capítulo de La India). A su vez, Maitreyi se sorprende de que
Allan, quien dice nunca haber experimentado nada semejante, haya podido hacerse
adulto —en una palabra, vivir— sin sentir amor por algo.
En uno de sus sonetos más conocidos, Lope de Vega definió
el amor como el amasijo de 32 modos diversos de actuar o sentir, buena parte de
ellos contradictorios: ceder a la cobardía y llenarse de ánimo, sentirse muerto
y vivo, o incluso “creer que un cielo en un infierno cabe”. Pero, como quiera
que fuera, el gran poeta del Siglo de Oro no llegó a considerar la posibilidad
de que el amante se sintiera excluido del universo de su otra mitad. Estar en
él le puede provocar felicidad al mismo tiempo que rabia, pero le es inimaginable
—permítase el juego de palabras— no poderlo imaginar. Los celosos, precisamente,
son maestros consumados en ese arte.
Rey con reina (h. 1890). Raja Ravi Varma (1848-1906) |