El ratón de biblioteca (1850). Carl Spitzweg (1808-1885) |
A nadie debe sorprender que un antropólogo aparezca como personaje de
novela. A fin de cuentas, su vida azarosa de viajes, confinamiento en pueblos
remotos y degustación de viandas extravagantes no podría ser más afín con las
expectativas de la ficción, o cuando menos de la llamada literatura de aventuras. Incluso las preocupaciones de un inocuo
antropólogo de poltrona pueden ser aprovechadas por un novelista consumado:
personajes muy cercanos al erudito de biblioteca son los que soportan los
dramas de novelas como El anticuario
(1816), de Walter Scott, y La tienda de
antigüedades (1841), de Charles Dickens. Lo paradójico es que, a pesar de
lo plausible que pueda parecer todo esto, no es precisamente de los
antropólogos de papel de lo que más se habla.
Ahora bien, que los
antropólogos de la literatura no sean tan célebres como los boticarios y
maestros de la misma especie no significa que no existan: ocurre, simplemente,
que no se los conoce. Pareciera que la fronda espesa de las selvas y el grosor
de los techos pajizos de los tambos indígenas no permiten que se los vea con
claridad. Pero que los hay, los hay: la prueba corre por cuenta de Rosemary
Firth, antropóloga británica que fue esposa de Raymond Firth y quien, en 1984,
publicó una curiosa entrada en RAIN
—la revista del Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland—
sobre la presencia de antropólogos en la ficción. Solo para el ámbito
anglosajón y para el periodo que va entre 1940 y 1979, Lady Firth encontró 21
obras —casi todas novelas— en que aparece un personaje que es antropólogo o
actúa como tal. El corpus incluye un libro más o menos conocido entre los
científicos de lo humano, La isla de las
tres sirenas (1963), de Irving Wallace, así como La casa negra (1974), del celebérrimo Paul Theroux, pero también
abarca nombres del todo empolvados, como el de Honor Tracy, autora de Camino largo y estrecho (1956), y tiene
en cuenta, incluso, una obra de teatro, Salvajes
(1974), de Cristopher Hampton.
Son rasgos comunes de ese corpus que el
personaje antropólogo —quien no pocas
veces es retratado como una persona incauta, sufriente, ridícula y, en general,
caricaturesca— tenga algún tipo de experiencia etnográfica entre nativos de los
Mares del Sur, África, Medio Oriente, Suramérica, zonas rurales del Reino Unido
o países imaginarios; que se ofrezcan descripciones de ritos sangrientos,
banquetes canibalísticos, costumbres sexuales pintorescas, infanticidio y
creencias supersticiosas; y que, vista desde la sencillez de la vida indígena,
Occidente sea objeto de muchas críticas en función de sus apetitos
capitalistas. Asimismo, y a modo de gesto autorreferencial, las obras recogidas
por Firth suelen citar o aludir explícitamente a los grandes clásicos de la
antropología: al menos la tercera parte de los libros menciona a Frazer, y
también son plurales las invocaciones a Kroeber, Sapir, Malinowski, Gluckman y
Lévi-Strauss. De hecho, en La isla de las
tres sirenas hay un pasaje en el que el etnógrafo líder habla a sus
ayudantes sobre los métodos de campo, lo cual permite introducir una larga
parrafada con nombres, términos y temas especializados; la señora Firth,
particularmente, sospecha que cierta referencia al coitus
interruptus de los nativos es una alusión velada al famoso libro de su marido,
Nosotros, los tikopia (1936). Como
quiera que sea, ella no alcanza a ilusionarse con que esas ocurrencias rezumen
mucha erudición antropológica: “con una sola excepción, pronto se hizo evidente
para mí que ninguno de estos novelistas se interesaba de verdad por el trabajo
de campo etnográfico o por las dificultades del etnógrafo, sino que se servía
de este como de una especie de figura laica sobre la cual construir un romance,
un thriller o una sátira, con un
decorado muy exótico”.
Cabe preguntarse si, más allá del corpus
anglosajón de Lady Firth, los antropólogos son pintados con los mismos colores
estridentes: al fin y al cabo, la locuacidad impertinente de Monsieur Homais —el
boticario de Madame Bovary (1856), de
Gustave Flaubert— parece no tener nada en común con la actitud prudente, casi
filosófica, de los farmaceutas caribeños imaginados por Gabriel García Márquez.
Precisamente, es la literatura latinoamericana contemporánea la que provee un
caso de personaje antropólogo a la luz del cual podría resolverse la cuestión: la
novela Umami (2015), de la mexicana Laia
Jufresa. La historia no es otra cosa que un collage
de los traumas de un puñado de familias que comparten una “privada” —un
conjunto cerrado— en Ciudad de México. Uno de los narradores es Alfonso
Semitiel, un antropólogo especializado en el tema de la alimentación
prehispánica y quien, por lo demás, es el dueño del predio. Las obsesiones
académicas de Semitiel lo llevaron a poner, a cada una de las casas del
conjunto, el nombre de un sabor: Dulce,
Amargo, Salado, Ácido y Umami, este último entendido como el “quinto
sabor” según las investigaciones —no ficticias— de Kikuane Ikeda, profesor de
la Universidad Imperial de Tokio que logró aislar, en los primeros años del
siglo XX, el glutamato monosódico, principio químico de la sensación umami.
Casi sobra decir que la casa que lleva ese nombre singular es la que el antropólogo
compartía con la médica Noelia Vargas, su mujer, cuya muerte por cáncer se informa
desde las primeras páginas de la novela.
A pesar del aura de originalidad que distingue
su propiedad y de su encumbrada posición de casero ante los demás
protagonistas, y a pesar, también, de que su voz sea la que más se escucha en
la novela, Semitiel dista de ser un antropólogo destacado. Lejos de la vida
agitada de los antropólogos de las literaturas británica y estadounidense, el
colega mexicano se muestra sumido en la rutina gris de un viudo solitario, con
el agravante de que, antes de perder a su esposa, ya se conformaba con ser marido
adocenado e investigador de oficina. El memorial de agravios que Semitiel se
dirige a sí mismo es casi inacabable: se sabe cobarde, mandilón, sin hombría, insulso,
supersticioso, desmemoriado, con poca rapidez mental, de torpe motricidad, feo,
con apariencia de “hueso paliducho” y cara de “papaya caduca”. En cuanto a su
hacer académico, se reconoce con más vocación para la arquitectura que para la
antropología —se tiene por “el más burgués de los antropólogos”—, con poco
vigor para la escritura científica y poca perspicacia como observador,
ejercicio en el que la misma Noelia lo superaba, dado lo muy perspicaz que era para
establecer tipos sociales entre sus conciudadanos. La médica conocía con
precisión las limitaciones de su marido y no tenía problema en enrostrarle las
que tenía por sus tres falencias imperdonables: no saber “alburear” —o “mamar
gallo”, como habría dicho García Márquez—, ni manejar, ni nadar. No obstante, con
no poco cinismo, el casero pretende definir los gestos característicos de la antropología
con base en su menguado talento personal: “Diría que los antropólogos poseemos
una tendencia natural a la observación y una sana dosis de curiosidad por lo
humano, pero sin llegar a la sensibilidad del artista, la austeridad del
filósofo ni el sentido oportunista del abogado. Nuestra sana curiosidad está
lejos del rigor sistemático, ligeramente obsesivo del espía o del científico,
del ingenio extrapolador del sociólogo, de la disciplina del novelista. Pero
tenemos un poco de todos ellos, si se quiere ver el vaso lleno”. Pareciera que, para Semitiel, la antropología
fuera otra entre sus debilidades.
Sobra decir que el caso particular de este personaje
de Umami no deja sacar conclusiones
sólidas a propósito de lo que pueda ser típico en la conducta de los antropólogos
de la región. Sin embargo, conviene no olvidar la drástica radiografía que
acaba de presentarse, pues no deja de ser posible que un nuevo caso venga a
ratificarla. Por lo menos, eso es lo que sugiere la que sería la primera actuación
antropológica de un personaje en la literatura latinoamericana: la actuación del
estudiante de letras Alejandro Suárez, quien en Raza de bronce (1919), de Alcides Arguedas, hace preguntas sobre
parentesco y creencias religiosas a los aymaras de Kohahuyo, y al
mismo tiempo es tan pusilánime como para permitir que se mate a los indios
frente a sus narices. Tampoco se puede perder de vista que en Los hombres invisibles (2007), la novela
en que el colombiano Mario Mendoza plasma una alegoría de la vida de los
nukak-makú, la manifestación de la antropología profesional se concreta en los
diarios de Jesús Castelblanco, un profesor de esa ciencia que, a su vez, se
muestra obsesionado con las investigaciones adelantadas por un alumno suyo
entre una misteriosa tribu nómada. Tanto el maestro como el discípulo figuran
como ausentes, condenados a que Gerardo Montenegro —el narrador en primera persona—
les preste su voz, en lo que sería una nueva manifestación de algo así como la
insustancialidad de ese tipo de personaje en las letras del subcontinente.
El antropólogo, como
personaje de novela, se revela como una figura finamente demarcada en Europa y
Estados Unidos: su protagonismo no deja de hacerse evidente, así sea que se
alimente de arrojo imprudente, sufrimiento vivo o valentía cándida. Mientras
tanto, su correspondiente latinoamericano es apenas un monigote gris y mediano,
relegado a ser poco menos que actor de reparto o testigo emasculado de un acontecer
social que lo absorbe. Solo resta preguntarse —aunque quizá no convenga conocer
ninguna respuesta— por el grado de representación de la realidad que subyace,
mínimamente, a la tipificación literaria.
El lector en el parque (1850). Carl Spitzweg (1808-1850) |
He recordado una presentación en el icanh que se llamó el oficio del etnografo. Un seminario en el que se discutía de método y técnicas y anécdotas; en una parte el profesor Guillermo Páramo de la Unal decía que la antropología no es una ciencia y que esperaba el día que un estudiante de pregrado se lograra graduar con un gran poema épico, un poema que fuera su trabajo... esto pensando en la cita que hace usté en la que se dice que somos observadores, aunque no alcancemos a la sensibilidad artística...
ResponderEliminarTambién he tenido un acercamiento pero desde la vida de los arqueólogos en diferentes novelas como la novela policíaca La arqueóloga sonrió antes de morir, de Antoni Sierra, o la trilogía de Eva García Saenz El silencio de la ciudad Blanca, Los ritos del agua y Los señores del tiempo, que ante el éxito editorial procuró la creación de un guion turístico con los lugares nombrados en uno de los pueblos en los que la escritora se fundamentó para narrar su historia; George Pérec en La vida: instrucciones de uso pone, a uno de los inquilinos como arqueólogo, aunque lo pinta más como padre inicialmente, otra novela es El tesoro, de Miguel Delibes que la dedica a su hijo, probablemente arqueólogo en la que se enfrentan los científicos a una comunidad local que desconfía del trabajo de los primeros, seguiré buscando, no recuerdo las otras ahora mismo, Botero me hablaba de los textos de Agatha Cristie. Hasta pronto, Julián.
Que buen tema . Buen trabajo
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