Anciano afligido (1890). Vincent van Gogh (1853-1890) |
Hace un par de semanas, el
escritor colombiano Juan Esteban Constaín se lamentó, en su columna
hebdomadaria en El Tiempo, por la
cínica idea que buena parte de la humanidad se ha hecho frente a las cifras
de la mortalidad del covid-19: mucha gente, según Constaín, se siente aliviada
solo con saber que la mayor parte de los fallecidos han sido o serán los
viejos. Escribe con sobrada razón el columnista: “la idea de que hay que estar
tranquilos porque el ‘coronavirus’ solo mata a los viejos, que igual de algo se
iban a morir pronto o ya debían de haberlo hecho, es una infamia miserable y
peligrosa”. Luego, de manera más o menos previsible —pero no por eso menos
justa—, Constaín acusa a nuestra sociedad “moderna” por haber hecho de la
atrevida juventud un mérito, en detrimento de la experiencia de la senectud,
mientras que “las grandes culturas” siempre respetaron a los ancianos, seguras de
que eran los mejores depositarios de la memoria.
Cuando
se piensa en “grandes culturas” que tengan prácticas opuestas a la llamada
cultura o sociedad occidental —o lo que sea que corresponda a ese nosotros—, es inevitable pensar en los
pueblos de Oriente Medio y Lejano. Puede citarse un libro clásico de la antropología, El
crisantemo y la espada (1946), de Ruth Benedict, para saber que, en Japón, los
mayores tienen derecho a esperar acatamiento absoluto de los jóvenes, y que el
cabeza de familia es tratado con total deferencia, incluso si se trata de un
calzonazos dominado por su mujer. Cualquier otra pretensión de autoridad sería
vista como arbitraria. Sin embargo, para ilustrar la misma idea quizá no fuera necesario ese viaje libresco
al otro lado del mundo —pasemos por esta vez la sospecha, ya tradicional, de
que el Japón de Benedict es más estadounidense que japonés—, pues, a fin de
cuentas, los viejos en Occidente no pierden la consideración de sus
conciudadanos mientras sigan activos como productores y consumidores. Esa aclaración,
proveniente de la Antropología de la
muerte (1975), de Louis-Vincent Thomas —otro clásico de la disciplina—,
permite precisar la reflexión de Constaín de una manera tan simple como
desalentadora: la que no importa es la muerte de los ancianos pobres, pues la
de los viejos patricios es lamentada en la primera plana de El Tiempo y todos los diarios de su
especie.
El
libro de Thomas sugiere tomarse sin prisa otras ideas del columnista. Porque el
corolario de la constatación de que la sociedad moderna es desalmada con los ancianos,
esto es, que las sociedades ancestrales no lo son, no puede ser aceptado de
buenas a primeras. El antropólogo francés refiere que algunos pueblos de
economía estrecha suelen no tener muchas contemplaciones con aquellos que,
entre sus miembros, han sido devastados por la edad. Los siriono de Bolivia,
por ejemplo, abandonan a sus viejos —o al menos solían hacerlo— al emprender sus
peregrinaciones estacionales hacia tierras ricas en alimentos. Los ojibwa del
Canadá, mientras tanto, habían convertido la muerte de ciertos veteranos en
todo un rito festivo: “no sin ostentación se intercambia la pipa de la paz,
hasta que de pronto el hijo sacrifica a su padre de un golpe de tomahawk”. Entre los aranda de Australia
se trataba a los viejos con miramientos, pero más por temor que por respeto:
por estar ya cerca de los muertos, se creía que podían dañar o enfermar a los
más jóvenes. Entre los hotentote del sudoeste de África, los hombres minados
por los años eran abandonados, con un delicioso manjar, en una choza aislada,
en la que debían morir de hambre una vez acabadas las provisiones, si no era
que antes servían ellos como comida de las fieras. Los bushmen del Kalahari hacían
algo parecido: antes de peregrinar por el desierto encerraban a los viejos tras
un cerco rústico y les dejaban un poco de comida: “Si se les encuentra
rápidamente agua y caza, podrán aumentar sus reservas; de lo contrario, los
viejos serán olvidados definitivamente, y el hambre, el frío de la noche y las
hienas darán cuenta de ellos rápidamente”, transcribe Thomas de un reporte de
Isaac Schapera, y dice que él mismo observó una costumbre similar entre los
diola de Senegal.
Las
cosas, sin embargo, nunca son tan simples, como para concluir apresuradamente
que no hay sociedad que no devalúe o se deshaga de sus ancianos. Gracias a la
erudición africana de Thomas sabemos que otros pueblos, así como las “grandes
culturas” invocadas por Constaín, tienen en mucha consideración a los viejos,
pues, sobre todo, se les reconoce como educadores privilegiados. En esas “civilizaciones
de la oralidad” se desconoce el dominio pedagógico de la escritura científica y
académica, y por eso los mayores están libres de ser juzgados a propósito de la
‘actualización’ de sus conocimientos. Entre los grupos bantú, la vejez es
garantía de sabiduría. Un viejo patriarca, informa el antropólogo, es llamado
únicamente para resolver los pleitos más difíciles, y sobre todo cuando está en
jaque el interés común; y no solo eso: de entrada se asume que su juicio es
infalible. Los pahouin de Gabón, entre los atributos que reconocen a los
ancianos incluyen el muy significativo de no dejarse sorprender por la muerte:
los mayores, dicen ellos, pueden precisar la fecha de su deceso, preparar
debidamente su funeral y no perder la lucidez a costa del miedo a desaparecer.
En
la relación entre muerte y desaparición podría encontrarse la explicación
de que en el seno de la misma África —es ingenuo suponerla como un
bloque homogéneo— haya pueblos que se despreocupen de los viejos, al mismo tiempo
que otros los veneran. El quid del
asunto reside en que, según algunas cosmovisiones, cuando un hombre muere se
convierte en antepasado, y de tal manera puede seguir interviniendo en los
asuntos del grupo. No son pocas las culturas africanas en que se invoca a los
espíritus de los fallecidos para que participen en ritos o asambleas,
razón por la cual estar viejo es ser candidato a ocupar una posición superlativa.
No hace muchos años, en El oficio de antropólogo (2006), Marc Augé estableció que el fenómeno de la posesión, en
los muchos pueblos del continente negro en que se lo reconoce, es siempre, en
esencia, el retorno de un antepasado poderoso que se manifiesta en el cuerpo de
un vivo. En aquellos lugares se asume, de modo radical, la máxima de que “nada
de lo que ha sido creado desaparece”.
Una
conclusión de esta vuelta frazeriana al mundo es que al anciano se le margina
por traicionar la idea de la vitalidad —agitarse, comprar, viajar—, o se le
respeta por neutralizar a la muerte —enfrentándola, burlándola—. Ambas actitudes,
por supuesto, están alimentadas por el mismo sentimiento: el febril deseo de
permanecer a todo trance, propio de los hombres de todas las latitudes. Así las
cosas, el maligno —y falaz— alivio ante las presuntas preferencias etarias del
covid-19 no sería otra cosa que un juicio vengativo contra quienes, se cree, traicionaron
ese ideal.
Viejos comiendo sopa (1823). Francisco de Goya (1746-1828) |