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Maternidad indígena (s. f.). Roberto Holden Jara (1900-1984) |
El hecho de que casi
el 90% de los paraguayos hable la lengua guaraní, así como el carácter
mediterráneo de su país —lo rodean sabanas, matorrales, bosques y montañas
bajas—, podría sugerir a algún desprevenido la imagen de un inmenso reino primitivo
en que las maneras salvajes se imponen sobre los refinamientos civilizatorios. Por
supuesto, no cabría albergar una imagen más roma y prejuiciada sobre Paraguay, cuya
historia sociocultural es tan compleja como la de tantos lugares del orbe; algo
de lo cual habla elocuentemente el surgimiento, en aquellas tierras, del árbol
frondoso de la narrativa de Augusto Roa Bastos, uno de los más grandes
escritores de la lengua castellana. Sin embargo, el mejor argumento contra cualquier
idea sobre la rusticidad paraguaya quizá sea un zurcido de noticias sobre los modos
señoriales y la altura moral de los habitantes nativos de aquella cálida comarca.
Hacia 1780, el militar español Félix
de Azara recibió, de la Corona ibérica, el encargo de explorar la frontera con
la colonia portuguesa. En cumplimiento de esa misión, Azara viajó por tierras
paraguayas y tomó copiosas notas sobre el relieve, las especies naturales y los
pueblos; datos, esos y otros, que se divulgaron en libros como los Apuntamientos para la historia natural de
los cuadrúpedos del Paraguay y el río de la Plata (1802) y la Geografía física y esférica del Paraguay
(1904). Por desgracia, la idea que el comisionado se hizo de los indígenas los muestra cercanos a las bestias de que se ocupa el primer tratado: por ejemplo, de
los payaguás dice que habían elegido como cacique a un “bruto hediondo”, que eran
crueles y feroces al punto de que sus fechorías “no podrían contarse en resmas
de papel”, y que la lengua que hablaban era gutural e ininteligible. Sin
embargo, con todo y su mala leche, el comisionado español no puede evitar
reconocer la gallardía de la etnia mbayá: destaca la manera férrea como, desde
1756, estos nativos habían respetado la paz acordada con los colonos españoles,
y a propósito de las mujeres y niños caaguá que capturaban en sus avanzadas por
los montes —eso sí, será mejor no preguntar por los reos adultos— Azara informa
que les respetaban la vida y les prodigaban buen trato. Escribe, finalmente,
que los mbayá se expresaban con gestos y movimientos despejados, sin duda producto
de su vanidosa convicción de “ser hombres de palabra y los más nobles de toda
la América”.
A juzgar por el testimonio del
antropólogo más influyente del siglo XX —Claude Lévi-Strauss—, Azara no estaba
lejos de la verdad. Al asomarse a la historia de los mbayá en el vigésimo
capítulo de Tristes trópicos (1955),
el antropólogo estructuralista se refiere a la obsesión de la etnia por las
buenas maneras y la formalidad, e incluso llega a comparar a sus hombres y
mujeres con las figuras rígidas y simétricamente decoradas del naipe francés. De
acuerdo con el autor, estos indios eran tan altivos que incluso los colonizadores
españoles y portugueses les conferían el tratamiento de “don” o “doña”, y las
nativas no mostraban ningún interés por conocer a la esposa del virrey,
convencidas de que solo la Reina de Portugal estaba a su altura. Lévi-Strauss refiere
una anécdota ilustrativa de ese orgullo nobiliario: “hubo una, doncella aún,
conocida por el nombre de doña Catarina, que declinó una invitación a Cuiabá
del gobernador de Mato Grosso; como ya estaba en edad de casarse, pensaba que
ese señor la pediría en matrimonio, y ella no podía malcasarse ni tampoco
ofenderlo con su rechazo”. Más allá de que la joven no considerara digno de
ella al señor gobernador, llama la atención el cuidado puesto en no desairarlo;
una consideración social afín con el respeto con que eran tratados las mujeres
y los niños capturados en la guerra, según cuenta Azara y ratifica el
antropólogo, quien apunta que las prisioneras no interesaban al apetito nobiliario
de sus captores. Los niños, con mayor razón, podían sentirse a salvo, pues los mbayá
veían con repugnancia la procreación y preferían asumir como propios a los
hijos de sus rivales étnicos. Claramente se ve que esos otros no eran, para los mbayá, brutos hediondos.
Puede ser que la versión
levistraussiana de la ética mbayá sugiera en ese pueblo un carácter quisquilloso
antes que actitud bondadosa, orgullo antes que altruismo. Sin embargo, una
historia relatada por el antropólogo paraguayo León Cadogan disipa cualquier
duda sobre la probidad de la etnia. En sus notas autobiográficas —rescatadas
parcialmente por Roa Bastos en la compilación Las culturas condenadas (1979)—, Cadogan cuenta que una mañana de
1921, en un yerbal situado no lejos de Caaguazú, se topó con un hombre mbayá que
iba ataviado con el típico taparrabos, bandas en brazos y piernas y un adorno
ritual masculino, además de llevar encima sus armas personales y una varilla de
mando. Había acabado de matar y enterrar a un colono que había ultrajado a su
mujer, y tenía la firme intención de entregarse a las autoridades para que cualquier
venganza futura se ejerciera únicamente sobre él y no sobre su pueblo; le dijo
al antropólogo: “No es justo que esto ocurra. La cuenta debe saldarse: ekovia va’erä teko awy, debe purgar el
error (cumplir la ley del talión), lo sé. Pero el que mató al paraguayo soy yo,
y vengo para que me lleves junto al jefe de los paraguayos para que se cumpla
en mí su ley y mi gente no sea perseguida”. Cadogan hizo lo que el otro le
pedía, pero el jefe civil de Caaguazú dejó en libertad al mbayá tras averiguar
que el muerto era un perdulario que venía asolando la región desde tiempo
atrás. Sin embargo, Emilio —tal era el nombre del nativo justiciero— no podía
saber eso ni tener una idea aproximada de cómo sumaba y restaba la justicia
estatal, y si decidió ir voluntariamente a la ciudad fue solo porque así se lo
pidió su conciencia. Él es, en versión paraguaya, aquel reo árabe que en “El
huésped” —uno de los cuentos reunidos por Albert Camus en El exilio y el reino (1957)— marcha a la prisión por su propia
cuenta, obediente a la consigna de un custodio que elige quedarse a medio
camino. Se adivina que ambos, mbayá y árabe, llevaban la frente en alto.
Los
curiosos de muchas épocas y lugares han querido ver la grandeza de espíritu de
las naciones nativas de América en las ruinas esplendorosas de sus palacios. De
modo vicioso, olvidan que las mejores pruebas no están en la monumentalidad o
la simetría de lugares como Teotihuacán, Machu Picchu o Tiwanaku, sino en la capacidad
de los hombres de establecer entre sí relaciones ecuánimes, y sobre todo entre
aquellos que se perciben como radicalmente distintos; y, como bien se sabe, se trata de un proyecto que
puede prosperar incluso en un matorral pantanoso y escondido del mundo.
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Parejhara (1942). Roberto Holden Jara (1900-1984) |
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