La muerte de Marat (1793). Jacques-Louis David (1748-1825) |
Es legítimo suponer que muchos estudiantes de antropología se han
hecho de Curt Unkel —etnólogo nacido en Jena, Alemania, en 1883, y muerto en
Santa Rita do Weil, Brasil, en 1945— una imagen acorde a los simpáticos datos
que de él deja entrever Claude Lévi-Strauss: que se trataba de un apasionado
mitógrafo de los pueblos de lengua guaraní tantas veces citados en Mitológicas; que había sido rebautizado
por los indios como “Nimuendajú” —El que
consigue para sí un lugar—; y que fue protagonista de, al menos, una
anécdota graciosa. Esa historia es la que Lévi-Strauss revisa a vuelo de pájaro
en uno de los ensayos de La mirada
distante (1983), donde consigna que, al regresar Unkel a una aldea
selvática tras una larga estadía en tierras civilizadas, los indios lloraron a
raudales con solo imaginar los sufrimientos que su amigo blanco habría
arrostrado en el mundo inhóspito.
Lo cierto, sin embargo,
es que en torno de la figura de Nimuendajú se cuajan las sombras más oscuras.
Era parco hasta la médula —a alguien que le pidió una biografía se la resumió
en 40 palabras— y no le gustaba retratarse, a tal punto que de él se conocen
dos o tres fotos, entre las cuales la más difundida lo muestra con un gesto
avinagrado de perro apaleado, con el labio inferior prominente y el vértice de
las cejas sobre la raíz de la nariz. Con todo, esos rasgos poco significan
frente a los hechos turbios que rodearon su muerte. Bastará decir que, a casi
75 años del fallecimiento de Unkel —se vació en una hemorragia feroz al anochecer del 10 de diciembre de 1945, en la maloca
del indio tikuna Nino Ataíde—, cualquier explicación de los hechos se confunde
en una vorágine de hipótesis. Roque de Barros Laraia, historiador y antropólogo,
resume ese capítulo misterioso de la “mitología” brasileña en cuatro versiones:
1. Nimuendajú fue envenenado con curare por los mismos tikuna, en represalia
por haberse propasado con mujeres de la comunidad; 2. Nimuendajú bebió un café
envenenado en el rancho de un colono, quien se sentía perjudicado por su
actuación indigenista; 3. Nimuendajú fue envenenado por un grupo de indios que
querían robar sus pertenencias; 4. Nimuendajú falleció de muerte natural,
minado por la malaria. Aunque esta última hipótesis es la menos plausible, no
está de más tener en cuenta que Robert Lowie, mecenas del trabajo científico de Unkel, vio
con malos ojos su proyecto de radicarse entre los tikunas, pues le pareció que
un hombre de su edad podría pagarlo caro; le escribió en una carta, fechada el
18 de noviembre de 1940: “Debe considerar también su estado de salud. Yo
sentiría mucho remordimiento si un viaje de investigación emprendido por usted,
por iniciativa mía, le granjeara consecuencias funestas. Si no me engaño, usted
y yo somos exactamente de la misma edad (cumpliré 58 años en junio), y aunque
no tenga motivos para quejarme, no me juzgo tan capacitado como hace 8 años”.
La versión preferida
por los antropólogos es la de la vendetta
india contra el etnólogo lujurioso. Pero no se crea que se trata de una
fascinación de los iniciados por las historias truculentas de tinte
malinowskiano: por el contrario, se trata de la inferencia sugerida por un conjunto
de pruebas recogidas, juiciosamente, tras las declaraciones de varios informantes.
Por lo menos, eso es lo que deja ver una investigación adelantada por Elena
Welper, Doctora en Antropología, en la última década. De acuerdo con la
pesquisa documental y etnográfica de esta autora, Manuel Nunes Pereira —amigo
de Nimuendajú y uno de sus primeros biógrafos— habría testimoniado, tres
décadas después del crimen, que el etnólogo era “pansexual”; que había
desflorado a una hija y a una sobrina de Nino, y que había prometido, en
vano, casarse con ellas. Nunes Pereira, es verdad, se refirió a esos hechos con
alguna confusión, pues los ligó al odio que algunos colonos blancos, vecinos al
igarapé da Rita —el lugar exacto en que tuvo lugar el desenlace—,
albergaban contra Unkel, quien, en virtud de sus consejos, hacía que los
tikunas abandonaran su trabajo en los barracones caucheros de los blancos; en efecto, de
acuerdo con el declarante, “casi todos los civilizados que vivían en aquel
lugar malquerían al profesor, pues él era un gran defensor de los derechos de
los indios”. Sin embargo, el móvil de la inapropiada conducta sexual de
Nimuendajú cobra relieve a la luz de otros indicios. Uno de ellos es una carta
del 15 de abril de 1944, enviada por el etnólogo a Nino, y en la que, al mismo
tiempo que anuncia su regreso al igarapé, le pide al tikuna descartar la idea
de internar a sus hijas en un convento, pero no tiene empacho en sugerirle el confinamiento de su hijo Miguel en el claustro.
Más allá de la suspicacia que pueda leerse en
los consejos vertidos en aquella carta, la prueba reina del interés de
Nimuendajú por las jóvenes indígenas sería su “diario erótico”, compuesto al
calor de supuestos estudios sobre “sexología” tikuna y el cual, tras ser
extraído de las pertenencias que el muerto dejó en la casa de Nino, habría
pasado por varias manos hasta desaparecer. Henrique Geissler, alemán
residenciado en Santa Rita do Weil, declaró en 1946 que tenía el diario en su
poder y que había puesto a buen recaudo copias fotostáticas de sus páginas,
henchidas estas de “rudezas morales”, y
que él prefería no publicarlas para proteger el prestigio de Unkel y, de paso, el de toda la antropología hecha en Brasil. Un testimonio aportado recientemente
—en 2014— por el señor Nicanor de Almeida confirma que Geissler sí había tenido
ese botín entre manos, y que se trataba de un documento que lo avergonzaba,
pues el etnólogo “todo lo que hacía con las indiecitas lo anotaba, todo ese negocio
de citas, todas esas cosas… aquellos cabellitos bonitos, esas cosas”. De hecho,
parece que no solo había referencias escritas a la pilosidad de las tikunas,
sino que entre las páginas del diario se habrían guardado, puestos entre hojas
dobladas, algunos de sus vellos púbicos; al menos eso era lo que contaba
Ricardo Geissler, hijo de Henrique. Apenas sorprende que Nino Ataíde,
abrumado por la flagrante falta de Nimuendajú a los códigos de la honra
indígena, le hubiera proporcionado el veneno en su misma maloca. Algunos
tikunas dijeron que el etnólogo tomó pororoca,
una bebida fabricada con banana madura.
Llama la atención que el affaire Nimuendajú no haya
tenido tanta resonancia como las inocentes rijosidades de Malinowski. Además de
que el antropólogo polaco jamás desfloró a ninguna doncella trobriandesa —todo
parece indicar que se contentó con registrar, en su famoso diario, el deseo de
follar con todas las nativas de Kiriwina—, su vida jamás corrió peligro, y el
único crimen relacionado con su actuación fue, acaso, la misteriosa
desaparición de un amigo suyo: el comerciante de perlas Billy Hancock, cuyo
rastro se perdió para siempre mientras esperaba, enfermo, una embarcación que
debía recogerlo en la factoría de Samarai, al este de Nueva Guinea. Quizá deba
decirse que, cuando murió Curt Unkel, las aventuras antropológicas en las
selvas brasileñas no interesaban a la opinión profesional y pública de la época
—Lévi-Strauss todavía no descubría Sudamérica con Tristes trópicos (1955)—; o, quizá, que el valor de temeridad atribuido
a los diarios de Malinowski no fue otra cosa que un correlato obligado de un
prestigio ya consolidado como aventurero etnográfico e, incluso, como novelista
disimulado. En cualquiera de los dos casos, cabe preguntarse por los otros
dramas —dramas como el de Nimuendajú y su vaso de veneno— que se esconden en los dobleces de las páginas históricas de la etnografía.
La muerte de Sócrates (1787). Jacques-Louis David (1748-1825) |