miércoles, 25 de septiembre de 2019

Crimen y castigo



La muerte de Marat (1793). Jacques-Louis David (1748-1825)



Es legítimo suponer que muchos estudiantes de antropología se han hecho de Curt Unkel —etnólogo nacido en Jena, Alemania, en 1883, y muerto en Santa Rita do Weil, Brasil, en 1945— una imagen acorde a los simpáticos datos que de él deja entrever Claude Lévi-Strauss: que se trataba de un apasionado mitógrafo de los pueblos de lengua guaraní tantas veces citados en Mitológicas; que había sido rebautizado por los indios como “Nimuendajú” —El que consigue para sí un lugar—; y que fue protagonista de, al menos, una anécdota graciosa. Esa historia es la que Lévi-Strauss revisa a vuelo de pájaro en uno de los ensayos de La mirada distante (1983), donde consigna que, al regresar Unkel a una aldea selvática tras una larga estadía en tierras civilizadas, los indios lloraron a raudales con solo imaginar los sufrimientos que su amigo blanco habría arrostrado en el mundo inhóspito.
         Lo cierto, sin embargo, es que en torno de la figura de Nimuendajú se cuajan las sombras más oscuras. Era parco hasta la médula —a alguien que le pidió una biografía se la resumió en 40 palabras— y no le gustaba retratarse, a tal punto que de él se conocen dos o tres fotos, entre las cuales la más difundida lo muestra con un gesto avinagrado de perro apaleado, con el labio inferior prominente y el vértice de las cejas sobre la raíz de la nariz. Con todo, esos rasgos poco significan frente a los hechos turbios que rodearon su muerte. Bastará decir que, a casi 75 años del fallecimiento de Unkel —se vació en una hemorragia feroz al anochecer del 10 de diciembre de 1945, en la maloca del indio tikuna Nino Ataíde—, cualquier explicación de los hechos se confunde en una vorágine de hipótesis. Roque de Barros Laraia, historiador y antropólogo, resume ese capítulo misterioso de la “mitología” brasileña en cuatro versiones: 1. Nimuendajú fue envenenado con curare por los mismos tikuna, en represalia por haberse propasado con mujeres de la comunidad; 2. Nimuendajú bebió un café envenenado en el rancho de un colono, quien se sentía perjudicado por su actuación indigenista; 3. Nimuendajú fue envenenado por un grupo de indios que querían robar sus pertenencias; 4. Nimuendajú falleció de muerte natural, minado por la malaria. Aunque esta última hipótesis es la menos plausible, no está de más tener en cuenta que Robert Lowie, mecenas del trabajo científico de Unkel, vio con malos ojos su proyecto de radicarse entre los tikunas, pues le pareció que un hombre de su edad podría pagarlo caro; le escribió en una carta, fechada el 18 de noviembre de 1940: “Debe considerar también su estado de salud. Yo sentiría mucho remordimiento si un viaje de investigación emprendido por usted, por iniciativa mía, le granjeara consecuencias funestas. Si no me engaño, usted y yo somos exactamente de la misma edad (cumpliré 58 años en junio), y aunque no tenga motivos para quejarme, no me juzgo tan capacitado como hace 8 años”.
           La versión preferida por los antropólogos es la de la vendetta india contra el etnólogo lujurioso. Pero no se crea que se trata de una fascinación de los iniciados por las historias truculentas de tinte malinowskiano: por el contrario, se trata de la inferencia sugerida por un conjunto de pruebas recogidas, juiciosamente, tras las declaraciones de varios informantes. Por lo menos, eso es lo que deja ver una investigación adelantada por Elena Welper, Doctora en Antropología, en la última década. De acuerdo con la pesquisa documental y etnográfica de esta autora, Manuel Nunes Pereira —amigo de Nimuendajú y uno de sus primeros biógrafos— habría testimoniado, tres décadas después del crimen, que el etnólogo era “pansexual”; que había desflorado a una hija y a una sobrina de Nino, y que había prometido, en vano, casarse con ellas. Nunes Pereira, es verdad, se refirió a esos hechos con alguna confusión, pues los ligó al odio que algunos colonos blancos, vecinos al igarapé da Rita —el lugar exacto en que tuvo lugar el desenlace—, albergaban contra Unkel, quien, en virtud de sus consejos, hacía que los tikunas abandonaran su trabajo en los barracones caucheros de los blancos; en efecto, de acuerdo con el declarante, “casi todos los civilizados que vivían en aquel lugar malquerían al profesor, pues él era un gran defensor de los derechos de los indios”. Sin embargo, el móvil de la inapropiada conducta sexual de Nimuendajú cobra relieve a la luz de otros indicios. Uno de ellos es una carta del 15 de abril de 1944, enviada por el etnólogo a Nino, y en la que, al mismo tiempo que anuncia su regreso al igarapé, le pide al tikuna descartar la idea de internar a sus hijas en un convento, pero no tiene empacho en sugerirle el confinamiento de su hijo Miguel en el claustro.
 Más allá de la suspicacia que pueda leerse en los consejos vertidos en aquella carta, la prueba reina del interés de Nimuendajú por las jóvenes indígenas sería su “diario erótico”, compuesto al calor de supuestos estudios sobre “sexología” tikuna y el cual, tras ser extraído de las pertenencias que el muerto dejó en la casa de Nino, habría pasado por varias manos hasta desaparecer. Henrique Geissler, alemán residenciado en Santa Rita do Weil, declaró en 1946 que tenía el diario en su poder y que había puesto a buen recaudo copias fotostáticas de sus páginas, henchidas estas de “rudezas  morales”, y que él prefería no publicarlas para proteger el prestigio de Unkel y, de paso, el de toda la antropología hecha en Brasil. Un testimonio aportado recientemente —en 2014— por el señor Nicanor de Almeida confirma que Geissler sí había tenido ese botín entre manos, y que se trataba de un documento que lo avergonzaba, pues el etnólogo “todo lo que hacía con las indiecitas lo anotaba, todo ese negocio de citas, todas esas cosas… aquellos cabellitos bonitos, esas cosas”. De hecho, parece que no solo había referencias escritas a la pilosidad de las tikunas, sino que entre las páginas del diario se habrían guardado, puestos entre hojas dobladas, algunos de sus vellos púbicos; al menos eso era lo que contaba Ricardo Geissler, hijo de Henrique. Apenas sorprende que Nino Ataíde, abrumado por la flagrante falta de Nimuendajú a los códigos de la honra indígena, le hubiera proporcionado el veneno en su misma maloca. Algunos tikunas dijeron que el etnólogo tomó pororoca, una bebida fabricada con banana madura.
         Llama la atención que el affaire Nimuendajú no haya tenido tanta resonancia como las inocentes rijosidades de Malinowski. Además de que el antropólogo polaco jamás desfloró a ninguna doncella trobriandesa —todo parece indicar que se contentó con registrar, en su famoso diario, el deseo de follar con todas las nativas de Kiriwina—, su vida jamás corrió peligro, y el único crimen relacionado con su actuación fue, acaso, la misteriosa desaparición de un amigo suyo: el comerciante de perlas Billy Hancock, cuyo rastro se perdió para siempre mientras esperaba, enfermo, una embarcación que debía recogerlo en la factoría de Samarai, al este de Nueva Guinea. Quizá deba decirse que, cuando murió Curt Unkel, las aventuras antropológicas en las selvas brasileñas no interesaban a la opinión profesional y pública de la época —Lévi-Strauss todavía no descubría Sudamérica con Tristes trópicos (1955)—; o, quizá, que el valor de temeridad atribuido a los diarios de Malinowski no fue otra cosa que un correlato obligado de un prestigio ya consolidado como aventurero etnográfico e, incluso, como novelista disimulado. En cualquiera de los dos casos, cabe preguntarse por los otros dramas —dramas como el de Nimuendajú y su vaso de veneno— que se esconden en los dobleces de las páginas históricas de la etnografía.


La muerte de Sócrates (1787). Jacques-Louis David (1748-1825)

miércoles, 4 de septiembre de 2019

La frente en alto



Maternidad indígena (s. f.). Roberto Holden Jara (1900-1984)



El hecho de que casi el 90% de los paraguayos hable la lengua guaraní, así como el carácter mediterráneo de su país —lo rodean sabanas, matorrales, bosques y montañas bajas—, podría sugerir a algún desprevenido la imagen de un inmenso reino primitivo en que las maneras salvajes se imponen sobre los refinamientos civilizatorios. Por supuesto, no cabría albergar una imagen más roma y prejuiciada sobre Paraguay, cuya historia sociocultural es tan compleja como la de tantos lugares del orbe; algo de lo cual habla elocuentemente el surgimiento, en aquellas tierras, del árbol frondoso de la narrativa de Augusto Roa Bastos, uno de los más grandes escritores de la lengua castellana. Sin embargo, el mejor argumento contra cualquier idea sobre la rusticidad paraguaya quizá sea un zurcido de noticias sobre los modos señoriales y la altura moral de los habitantes nativos de aquella cálida comarca.
            Hacia 1780, el militar español Félix de Azara recibió, de la Corona ibérica, el encargo de explorar la frontera con la colonia portuguesa. En cumplimiento de esa misión, Azara viajó por tierras paraguayas y tomó copiosas notas sobre el relieve, las especies naturales y los pueblos; datos, esos y otros, que se divulgaron en libros como los Apuntamientos para la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y el río de la Plata (1802) y la Geografía física y esférica del Paraguay (1904). Por desgracia, la idea que el comisionado se hizo de los indígenas los muestra cercanos a las bestias de que se ocupa el primer tratado: por ejemplo, de los payaguás dice que habían elegido como cacique a un “bruto hediondo”, que eran crueles y feroces al punto de que sus fechorías “no podrían contarse en resmas de papel”, y que la lengua que hablaban era gutural e ininteligible. Sin embargo, con todo y su mala leche, el comisionado español no puede evitar reconocer la gallardía de la etnia mbayá: destaca la manera férrea como, desde 1756, estos nativos habían respetado la paz acordada con los colonos españoles, y a propósito de las mujeres y niños caaguá que capturaban en sus avanzadas por los montes —eso sí, será mejor no preguntar por los reos adultos— Azara informa que les respetaban la vida y les prodigaban buen trato. Escribe, finalmente, que los mbayá se expresaban con gestos y movimientos despejados, sin duda producto de su vanidosa convicción de “ser hombres de palabra y los más nobles de toda la América”.
            A juzgar por el testimonio del antropólogo más influyente del siglo XX —Claude Lévi-Strauss—, Azara no estaba lejos de la verdad. Al asomarse a la historia de los mbayá en el vigésimo capítulo de Tristes trópicos (1955), el antropólogo estructuralista se refiere a la obsesión de la etnia por las buenas maneras y la formalidad, e incluso llega a comparar a sus hombres y mujeres con las figuras rígidas y simétricamente decoradas del naipe francés. De acuerdo con el autor, estos indios eran tan altivos que incluso los colonizadores españoles y portugueses les conferían el tratamiento de “don” o “doña”, y las nativas no mostraban ningún interés por conocer a la esposa del virrey, convencidas de que solo la Reina de Portugal estaba a su altura. Lévi-Strauss refiere una anécdota ilustrativa de ese orgullo nobiliario: “hubo una, doncella aún, conocida por el nombre de doña Catarina, que declinó una invitación a Cuiabá del gobernador de Mato Grosso; como ya estaba en edad de casarse, pensaba que ese señor la pediría en matrimonio, y ella no podía malcasarse ni tampoco ofenderlo con su rechazo”. Más allá de que la joven no considerara digno de ella al señor gobernador, llama la atención el cuidado puesto en no desairarlo; una consideración social afín con el respeto con que eran tratados las mujeres y los niños capturados en la guerra, según cuenta Azara y ratifica el antropólogo, quien apunta que las prisioneras no interesaban al apetito nobiliario de sus captores. Los niños, con mayor razón, podían sentirse a salvo, pues los mbayá veían con repugnancia la procreación y preferían asumir como propios a los hijos de sus rivales étnicos. Claramente se ve que esos otros no eran, para los mbayá, brutos hediondos.
            Puede ser que la versión levistraussiana de la ética mbayá sugiera en ese pueblo un carácter quisquilloso antes que actitud bondadosa, orgullo antes que altruismo. Sin embargo, una historia relatada por el antropólogo paraguayo León Cadogan disipa cualquier duda sobre la probidad de la etnia. En sus notas autobiográficas —rescatadas parcialmente por Roa Bastos en la compilación Las culturas condenadas (1979)—, Cadogan cuenta que una mañana de 1921, en un yerbal situado no lejos de Caaguazú, se topó con un hombre mbayá que iba ataviado con el típico taparrabos, bandas en brazos y piernas y un adorno ritual masculino, además de llevar encima sus armas personales y una varilla de mando. Había acabado de matar y enterrar a un colono que había ultrajado a su mujer, y tenía la firme intención de entregarse a las autoridades para que cualquier venganza futura se ejerciera únicamente sobre él y no sobre su pueblo; le dijo al antropólogo: “No es justo que esto ocurra. La cuenta debe saldarse: ekovia va’erä teko awy, debe purgar el error (cumplir la ley del talión), lo sé. Pero el que mató al paraguayo soy yo, y vengo para que me lleves junto al jefe de los paraguayos para que se cumpla en mí su ley y mi gente no sea perseguida”. Cadogan hizo lo que el otro le pedía, pero el jefe civil de Caaguazú dejó en libertad al mbayá tras averiguar que el muerto era un perdulario que venía asolando la región desde tiempo atrás. Sin embargo, Emilio —tal era el nombre del nativo justiciero— no podía saber eso ni tener una idea aproximada de cómo sumaba y restaba la justicia estatal, y si decidió ir voluntariamente a la ciudad fue solo porque así se lo pidió su conciencia. Él es, en versión paraguaya, aquel reo árabe que en “El huésped” —uno de los cuentos reunidos por Albert Camus en El exilio y el reino (1957)— marcha a la prisión por su propia cuenta, obediente a la consigna de un custodio que elige quedarse a medio camino. Se adivina que ambos, mbayá y árabe, llevaban la frente en alto.
            Los curiosos de muchas épocas y lugares han querido ver la grandeza de espíritu de las naciones nativas de América en las ruinas esplendorosas de sus palacios. De modo vicioso, olvidan que las mejores pruebas no están en la monumentalidad o la simetría de lugares como Teotihuacán, Machu Picchu o Tiwanaku, sino en la capacidad de los hombres de establecer entre sí relaciones ecuánimes, y sobre todo entre aquellos que se perciben como radicalmente distintos; y, como bien se sabe, se trata de un proyecto que puede prosperar incluso en un matorral pantanoso y escondido del mundo.



Parejhara (1942). Roberto Holden Jara (1900-1984)


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