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Paisaje de San Bernardino (1892). Arturo Michelena (1863-1898) |
En su libro Mito y archivo. Una
teoría de la narrativa latinoamericana (1990), Roberto González Echevarría
propone la tesis de que los escritores del subcontinente han imitado, en
diversos momentos de la historia, el discurso más prestigioso entre los que
pretendían establecer el origen de las cosas americanas. Es así como —según explica
el crítico cubano— en el siglo XVI se siguió el ejemplo de las actas notariales
sobre fundación de ciudades y repartición de privilegios, prueba de lo cual sería
la Historia general del Perú (1617) de
Inca Garcilaso de la Vega, toda una autobiografía disfrazada de declaración
judicial; y, por obra del mismo impulso, en el siglo XIX se tomaron como modelo
las descripciones de los naturalistas, razón por la cual los protagonistas de Facundo (1845), de Domingo Faustino
Sarmiento, y Los sertones (1902), de
Euclides da Cunha, se nos aparecen como bichos muy bien aclimatados en su
ambiente social. Finalmente, los escritores del siglo XX habrían preferido
echar mano de la retórica y datos de la antropología, apoteosis de lo cual
sería Los pasos perdidos (1953), de
Alejo Carpentier, una novela que es viaje a la semilla de la cultura al mismo
tiempo que reescritura de un mito.
Con independencia del
magisterio de Carpentier, es necesario aclarar —la galantería corre por cuenta
del mismo González Echevarría— que uno de los primeros novelistas en recurrir a
las páginas antropológicas fue Rómulo Gallegos. La canónica Doña Bárbara (1929), por ejemplo, no
estaría inspirada únicamente en las correrías del autor por los llanos
apureños, sino también en su provechosa lectura de obras etnográficas como Escenas rústicas en Suramérica o la vida en
los llanos de Venezuela (1862), de Ramón Páez —hijo del mismísimo “León de
Apure”—, y El llanero venezolano (Estudio
de sociología venezolana) (1922), de Daniel Mendoza. Esas fuentes se reflejan
en el convincente retrato de las costumbres llaneras que ofrece la novela, así
como en la riqueza filológica con que se registran las coplas y los giros y
metáforas del habla cotidiana, e incluso en algún chisme sobre la vida de los
yaruros del Arauca. Junto a esos datos se expresaría la pericia antropológica
del mismo Gallegos, límpidamente manifiesta en esta caracterización del hombre
del Apure: “el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor,
indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el superior,
indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer,
voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. En sus conversaciones,
malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en todo caso, alegre y
melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pie, y soberbio a caballo.
Todo a la vez y sin estorbarse, como están los defectos y las virtudes en las
almas nuevas”. Un cuadro de actitudes tan complejo habría provocado un pasmo de
admiración en Ruth Benedict, quien a un lustro de publicada Doña Bárbara se posó en la cima de la
celebridad antropológica con un dibujo mucho más sencillo de los patrones culturales.
Lo antropológico, sin
embargo, tiene una manifestación más sugestiva en la obra de Rómulo Gallegos.
Porque, bien vistas las cosas, que las obras literarias ofrezcan datos
etnográficos dista de ser un hecho singular; de hecho, la novela Canaima (1935) podría resultar más ilustrativa de la inspiración antropológica
del escritor venezolano, habida cuenta que su tema es el autoexilio de Marcos
Vargas en una aldea guaraúna. Mucho menos común es que en las novelas aparezca
un personaje antropólogo, o al menos un personaje que, por tener alguna
formación académica y un interés explícito por las cosas de la cultura, funja
como antropólogo. Ese rol es precisamente el que, en Cantaclaro (1934), corresponde al estudiante universitario Martín
Salcedo, a quien los vaqueros llaman “El Caraqueño”, y quien ha ido a los
llanos en busca de un caudillo que lidere un proyecto de rebelión que él y
algunos de sus compañeros acarician. Poco importa que Salcedo estudie
ingeniería: se interesa por las costumbres de los baquianos de la llanura,
concediendo especial atención a su pensamiento y modos de expresión, y ello al
punto de detectar y expresar, con sus propias palabras, la contradicción entre
positivismo y superstición que el narrador de Doña Bárbara conocía nada más que por obra de su mágica
omnisciencia; en efecto, esto pregunta El Caraqueño a dos rústicos campesinos
en la mitad de un matorral: “¿Cómo pueden ustedes darse, simultáneamente, las
dos explicaciones contrapuestas sobre la verdad y a la vez creer lo absurdo respecto
a un hecho cualquiera?”. Él mismo, al parecer influido por esa mixta visión del
orden cósmico, acaba planteando una teoría sociolingüística con visos de
revelación metafísica: que los fantasmas no son otra cosa que las palabras
frustradas que no han sabido llegar al “interlocutor necesario”. No se exagera
si se liga la ocurrencia con las que, por entonces, eran las reflexiones
pioneras de Bronislaw Malinowski sobre la posibilidad de entender el hecho
lingüístico como una actuación.
La figura de un
científico social propiamente dicho aparecerá mucho más definida en el
personaje de Cecilio Alcorta, el joven aristócrata de provincia que padece de
lepra —y muere por ese mal— en Pobre
negro (1937). Su padre quería que él fuera un hombre público, y por eso lo envió
a estudiar a Caracas, donde, según el narrador, Cecilio se sometió a “metódicos
estudios de humanidades”. Logra saberse que su vida en la capital transcurrió
entre bibliotecas y tertulias literarias, y que aprendió mucha “ciencia
política”. Pero, al regresar a la casa paterna y, más tarde, a la hacienda
familiar, lo que se revela en el joven es una perspectiva en que, virtualmente,
se descubren intereses de sociólogo, antropólogo y etnógrafo. Una y otra vez
expresa el deseo —propio de un científico social místico— de ayudar a los hombres
a solucionar sus problemas. Mientras tanto, en la mesa entretiene al padre y a las
hermanas con relatos sobre sus viajes, en los que, “con precisión de observador
perspicaz”, “describe las ciudades donde ha vivido durante los años de su
ausencia y los países que ha recorrido, sus panoramas, sus gentes, sus
costumbres”. Cuando la enfermedad horrible lo obliga a alejarse, Cecilio se
consuela al saber que podrá ver de cerca la vida particular de los negros de la
hacienda cacaotera del padre, y no es escaso el ánimo que le insufla el
proyecto de escribir un libro sobre la estructura social y económica de su país. A este humanista podría vérselo como a todo un Radcliffe-Brown de la Zona Tórrida si no fuera por su muerte prematura al abrazo pútrido de la lepra.
Hoy, a medio siglo de la muerte de Rómulo Gallegos —ocurrida
en Caracas, el 5 de abril de 1969—, los abúlicos lectores del mundo poco se
interesan por sus novelas, al mismo tiempo que se vislumbra borroso el dato de
que, entre febrero y noviembre de 1948, el escritor fue Presidente de los
Estados Unidos de Venezuela. Qué podría decirse, entonces, de su interés por la
etnografía llanera: al público común le parecerá nada más que un hecho
pintoresco —y banal— de su biografía. Los antropólogos latinoamericanos, sin
embargo, no deberían ignorar que el autor de Doña Bárbara fue uno de los creyentes más tempranos y acreditados en la disciplina.
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Paisaje del Paraíso (1890). Arturo Michelena (1863-1898) |
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