jueves, 4 de abril de 2019

Un humanista



Paisaje de San Bernardino (1892). Arturo Michelena (1863-1898)



En su libro Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana (1990), Roberto González Echevarría propone la tesis de que los escritores del subcontinente han imitado, en diversos momentos de la historia, el discurso más prestigioso entre los que pretendían establecer el origen de las cosas americanas. Es así como —según explica el crítico cubano— en el siglo XVI se siguió el ejemplo de las actas notariales sobre fundación de ciudades y repartición de privilegios, prueba de lo cual sería la Historia general del Perú (1617) de Inca Garcilaso de la Vega, toda una autobiografía disfrazada de declaración judicial; y, por obra del mismo impulso, en el siglo XIX se tomaron como modelo las descripciones de los naturalistas, razón por la cual los protagonistas de Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, y Los sertones (1902), de Euclides da Cunha, se nos aparecen como bichos muy bien aclimatados en su ambiente social. Finalmente, los escritores del siglo XX habrían preferido echar mano de la retórica y datos de la antropología, apoteosis de lo cual sería Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, una novela que es viaje a la semilla de la cultura al mismo tiempo que reescritura de un mito.
            Con independencia del magisterio de Carpentier, es necesario aclarar —la galantería corre por cuenta del mismo González Echevarría— que uno de los primeros novelistas en recurrir a las páginas antropológicas fue Rómulo Gallegos. La canónica Doña Bárbara (1929), por ejemplo, no estaría inspirada únicamente en las correrías del autor por los llanos apureños, sino también en su provechosa lectura de obras etnográficas como Escenas rústicas en Suramérica o la vida en los llanos de Venezuela (1862), de Ramón Páez —hijo del mismísimo “León de Apure”—, y El llanero venezolano (Estudio de sociología venezolana) (1922), de Daniel Mendoza. Esas fuentes se reflejan en el convincente retrato de las costumbres llaneras que ofrece la novela, así como en la riqueza filológica con que se registran las coplas y los giros y metáforas del habla cotidiana, e incluso en algún chisme sobre la vida de los yaruros del Arauca. Junto a esos datos se expresaría la pericia antropológica del mismo Gallegos, límpidamente manifiesta en esta caracterización del hombre del Apure: “el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer, voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. En sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en todo caso, alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pie, y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como están los defectos y las virtudes en las almas nuevas”. Un cuadro de actitudes tan complejo habría provocado un pasmo de admiración en Ruth Benedict, quien a un lustro de publicada Doña Bárbara se posó en la cima de la celebridad antropológica con un dibujo mucho más sencillo de los patrones culturales.
            Lo antropológico, sin embargo, tiene una manifestación más sugestiva en la obra de Rómulo Gallegos. Porque, bien vistas las cosas, que las obras literarias ofrezcan datos etnográficos dista de ser un hecho singular; de hecho, la novela Canaima (1935) podría resultar más ilustrativa de la inspiración antropológica del escritor venezolano, habida cuenta que su tema es el autoexilio de Marcos Vargas en una aldea guaraúna. Mucho menos común es que en las novelas aparezca un personaje antropólogo, o al menos un personaje que, por tener alguna formación académica y un interés explícito por las cosas de la cultura, funja como antropólogo. Ese rol es precisamente el que, en Cantaclaro (1934), corresponde al estudiante universitario Martín Salcedo, a quien los vaqueros llaman “El Caraqueño”, y quien ha ido a los llanos en busca de un caudillo que lidere un proyecto de rebelión que él y algunos de sus compañeros acarician. Poco importa que Salcedo estudie ingeniería: se interesa por las costumbres de los baquianos de la llanura, concediendo especial atención a su pensamiento y modos de expresión, y ello al punto de detectar y expresar, con sus propias palabras, la contradicción entre positivismo y superstición que el narrador de Doña Bárbara conocía nada más que por obra de su mágica omnisciencia; en efecto, esto pregunta El Caraqueño a dos rústicos campesinos en la mitad de un matorral: “¿Cómo pueden ustedes darse, simultáneamente, las dos explicaciones contrapuestas sobre la verdad y a la vez creer lo absurdo respecto a un hecho cualquiera?”. Él mismo, al parecer influido por esa mixta visión del orden cósmico, acaba planteando una teoría sociolingüística con visos de revelación metafísica: que los fantasmas no son otra cosa que las palabras frustradas que no han sabido llegar al “interlocutor necesario”. No se exagera si se liga la ocurrencia con las que, por entonces, eran las reflexiones pioneras de Bronislaw Malinowski sobre la posibilidad de entender el hecho lingüístico como una actuación.
            La figura de un científico social propiamente dicho aparecerá mucho más definida en el personaje de Cecilio Alcorta, el joven aristócrata de provincia que padece de lepra —y muere por ese mal— en Pobre negro (1937). Su padre quería que él fuera un hombre público, y por eso lo envió a estudiar a Caracas, donde, según el narrador, Cecilio se sometió a “metódicos estudios de humanidades”. Logra saberse que su vida en la capital transcurrió entre bibliotecas y tertulias literarias, y que aprendió mucha “ciencia política”. Pero, al regresar a la casa paterna y, más tarde, a la hacienda familiar, lo que se revela en el joven es una perspectiva en que, virtualmente, se descubren intereses de sociólogo, antropólogo y etnógrafo. Una y otra vez expresa el deseo —propio de un científico social místico— de ayudar a los hombres a solucionar sus problemas. Mientras tanto, en la mesa entretiene al padre y a las hermanas con relatos sobre sus viajes, en los que, “con precisión de observador perspicaz”, “describe las ciudades donde ha vivido durante los años de su ausencia y los países que ha recorrido, sus panoramas, sus gentes, sus costumbres”. Cuando la enfermedad horrible lo obliga a alejarse, Cecilio se consuela al saber que podrá ver de cerca la vida particular de los negros de la hacienda cacaotera del padre, y no es escaso el ánimo que le insufla el proyecto de escribir un libro sobre la estructura social y económica de su país. A este humanista podría vérselo como a todo un Radcliffe-Brown de la Zona Tórrida si no fuera por su muerte prematura al abrazo pútrido de la lepra.
          Hoy, a medio siglo de la muerte de Rómulo Gallegos —ocurrida en Caracas, el 5 de abril de 1969—, los abúlicos lectores del mundo poco se interesan por sus novelas, al mismo tiempo que se vislumbra borroso el dato de que, entre febrero y noviembre de 1948, el escritor fue Presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Qué podría decirse, entonces, de su interés por la etnografía llanera: al público común le parecerá nada más que un hecho pintoresco —y banal— de su biografía. Los antropólogos latinoamericanos, sin embargo, no deberían ignorar que el autor de Doña Bárbara fue uno de los creyentes más tempranos y acreditados en la disciplina.


Paisaje del Paraíso (1890). Arturo Michelena (1863-1898)


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