La rendición de Breda (1634). Diego Velásquez (1599-1660) |
Los lectores de la obra de Claude Lévi-Strauss, sin importar qué tanto puedan sacar en limpio de las audaces ecuaciones que minan esas páginas —ecuaciones cuyos términos suelen ser un hombre que busca a su hermana raptada, un trozo de carne podrida o la retención anal del perezoso—, sin duda se han percatado de la mucha animadversión que el antropólogo francés experimentó hacia las reflexiones de Bronislaw Malinowski. Se trata de una inquina evidente ya desde una lectura a vuelo de pájaro: se vislumbra allí una desafección tan exacta y previsible que sin duda podría planteársela con una fórmula más limpia e inteligible que aquellas con las cuales Lévi-Strauss quiso describir la variabilidad de las versiones míticas o la conformación del átomo básico del parentesco. Cualquiera sabe que, cuando en un párrafo de la exposición estructuralista relumbra el apellido Malinowski, no demora en sonar el trueno.
Una prueba incontrovertible del desencuentro
entre los dos gurús de la antropología social es el lapidario aforismo que
Lévi-Strauss dejó caer sobre su colega polaco en un artículo de 1952, “La
noción de estructura en etnología”, posteriormente incluido en la bíblica Antropología estructural (1958): “Un
funcionalista puede ser todo lo contrario de un estructuralista, y ahí está el
ejemplo de Malinowski para convencernos de ello”. Es igualmente punzante un
comentario que, en el escenario particular del análisis totémico, dirigió el
fiscal contra su acusado en El pensamiento
salvaje (1962); y todo porque el inocente Malinowski —hacía ya 20 años que
sus huesos descansaban bajo la lápida— había dicho que los ritos totémicos se
explicaban en la necesidad humana de controlar las especies naturales de las cuales dependía la sobrevivencia. El
padre del estructuralismo escribió, con rezumante ironía, que el profeta del
funcionalismo se había equivocado de cabo a rabo al pretender “que el interés
por las plantas y los animales totémicos no se lo inspiraban a los primitivos
más que las quejas de su estómago”. La prueba fehaciente de que Lévi-Strauss no
hacía concesiones a Malinowski es que incluso se permitió mortificarlo a
propósito de un tema en que los discípulos del polaco hubieran querido que se
lo tratara con total consideración: el magisterio etnográfico. En efecto, en el
ensayo “Historia y etnología” (1949), el francés escribió que si Malinowski
había hecho buena —incluso “admirable”— etnografía, ello, que había ocurrido
“sobre todo” al comienzo de su carrera, no había significado otra cosa que el
cumplimiento de una recomendación hecha por Franz Boas desde 1895. Lévi-Strauss
se permitió ser particularmente insidioso en esas páginas: “los funcionalistas
pretenden hallar en su ascetismo la salvación y, haciendo lo que todo buen
etnógrafo debe hacer y hace —con la sola condición suplementaria de cerrar
resueltamente los ojos a toda información histórica relativa a la sociedad
considerada y a todo dato comparativo tomado de sociedades vecinas o alejadas—,
intentan alcanzar de un solo golpe, replegados en su interioridad, por un
milagro inusitado, esas verdades generales cuya posibilidad Boas nunca había
negado”. Como se sabe, era en el altar del santo germano-estadounidense donde ardían
las velas del estructuralista.
Sin embargo, detrás de tanta mala sangre se
erigen fortísimos puntos de acuerdo cuya omisión deja muy mal parado —lo hace
parecer solapado— al crítico Lévi-Strauss. Se trata, en esencia, de dos
encuentros teóricos tan luminosos como el atardecer del séptimo capítulo de Tristes trópicos (1955). De esas dos
banderas blancas, la que más se antoja al alcance de la mano es la comunión entre
el famoso ensayo levistraussiano de “La eficacia simbólica” (1949) y las
reflexiones de Malinowski sobre el objeto de estudio de la corriente
funcionalista, vertidas en un gárrulo artículo de 1939. En ese trabajo,
escrito con precedencia, el polaco había llegado a la conclusión de que el
funcionalismo es una teoría a la cual le corresponde reconocer la sujeción de
las necesidades orgánicas a los imperativos culturales. Para el autor, lo que
vale la pena estudiar es el proceso transformador que hace de un mero impulso
biológico primario —por decir algo, la necesidad de alimentarse— una necesidad
simbólica derivada: la necesidad de comer algo que se considere saludable,
nutritivo y delicioso. Llegada su hora, el antropólogo francés logró mostrar
cómo la fisiología humana acaba siendo receptiva al consumo simbólico: tal es
la moraleja de aquella anécdota memorable de la mujer cuna cuyo trabajo de
parto se ha interrumpido, hasta que la recitación de un relato alegórico sobre
la concepción y el parto, por parte de un chamán, regresa a la gestante a la normalidad
obstétrica para que ella, sin tropiezos, pueda abrazar a su hijo. Cabría
preguntarle a Lévi-Strauss si las narrativas tradicionales cunas se han
originado en las quejas del vientre.
La otra correspondencia entre los antropólogos remite
al plano de la semiótica. En el trascendental “suplemento” en que Malinowski
hizo glosa del trabajo lingüístico de Charles Kay Ogden e Ivor Armstrong
Richards, El significado del significado (1923),
el antropólogo sentó las bases de aquello que, andando el tiempo, Roman
Jakobson habría de reconocer como la “función fática” del lenguaje. Explica
Malinowski que, con frecuencia, una comunidad no usa el lenguaje para informar
nada ni para expresar ninguna idea, pues solo se trata de que, al tocarse con
las palabras —cualesquiera sean estas—, las personas se sientan cercanas. Por
esa razón, los saludos, aunque suelen consistir en un intercambio de preguntas
que no se responden —“¿Qué tal?”, “¿Cómo estás?”—, son plenamente
eficientes a la hora de transmitir calor social. Lo realmente temible, sugiere
Malinowski, es el silencio: “para un hombre de la naturaleza, el silencio de
otro hombre no es factor de tranquilidad, sino, por el contrario, algo
alarmante y peligroso. El extranjero que no puede hablar el idioma de una
tribu, es para todos los salvajes de esta un enemigo natural”. Con todo y el
sesgo decimonónico del autor —su fijación con una presunta humanidad salvaje—,
logra dibujar con nitidez una teoría de la reciprocidad social en clave
lingüística; y es tan precisa su fórmula que fácilmente se colige qué términos
hay que cambiar para que en ella encaje la reflexión levistraussiana: basta
poner a las mujeres en el lugar de las palabras. En el capítulo quinto de Las estructuras elementales del parentesco
(1949), el antropólogo francés plantea el dilema de que, ante el extraño, solo
queda la alternativa de hacerle la guerra o proponerle un intercambio de
regalos, el más expedito de los cuales son las mujeres. Y aun si se alegara que
este razonamiento no es lo suficientemente afín con el de Malinowski —pero
evidentemente lo es—, bastaría con considerar aquel artículo, ya mencionado, de “La noción de
estructura en etnología”, en el que Lévi-Strauss redondea su argumento
al establecer que el parentesco no es más que un sistema de comunicación de
mujeres. Ellas son los mensajes que los hombres intercambian para no espantarse
con el silencio.
Las oposiciones totales
quizá solo existen en las alegorías literarias, las tendencias impresionistas
de la escritura histórica y —por supuesto— las ecuaciones levistraussianas
sobre los astros y los animales. Difícilmente pueden resumirse en esas
aversiones —en su imagen de agua y aceite repelidos— las relaciones entre los
hombres de carne y hueso, y con mayor —o menor— razón en el caso de los
antropólogos, a quienes, más allá de las elecciones dogmáticas, une el deseo
ferviente y quimérico de comprender a la criatura humana. Pero quién niega que
fingir la rivalidad de dos científicos —imaginar que son como la zorra y el
cuervo de las fábulas— es una de las estrategias más felices a la hora de
cautivar a los estudiantes universitarios.
Niños comiendo uvas y melón (h. 1650). Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) |