San Sebastián (1610-1614). El Greco (1541-1614) |
El 16 de noviembre de 2018, el joven misionero estadounidense John Allen
Chau desembarcó clandestinamente en la isla Sentinel del Norte, en el
archipiélago de las islas Andamán y Nicobar, en pleno golfo de Bengala.
Obsesionado con la idea de charlar sobre Cristo con los huraños nativos, Chau
no solo violó una prohibición de las autoridades indias que busca preservar a
la vulnerable población sentinelesa del contagio de las enfermedades
occidentales; sobre todo, retó la proverbial hostilidad de un pueblo que, sin
que haga falta preguntar las razones, desde hace siglos decidió mantenerse
aislado del resto del mundo. El misionero pagó cara su osadía, pues, como San
Sebastián en Roma, fue asaeteado sin piedad. Su cuerpo, según informó BBC News, fue abandonado en la playa.
Apenas sorprende que la
noticia, al rodar por el mundo con la velocidad y estridencia con que este tipo
de sucesos son anunciados por las redes sociales, no haya incluido alguna
referencia antropológica particular. Para decirlo con las palabras justas: como
no sea a los antropólogos nostálgicos, a nadie ha llamado la atención que en la
necrológica del misionero no se incluyan alusiones a Los isleños de Andamán (1922), la única monografía propiamente etnográfica
de A. R. Radcliffe-Brown. Difícilmente podría ser de otra manera, pues ni
siquiera cuando se publicó —hace poco menos de un siglo— esa obra descolló
entre los lectores especializados. En parte, ocurrió que el brío de la
experiencia en campo se apagó durante los seis años en que se dilató la
escritura del informe; asimismo, terció la fatalidad de que, una vez terminada
la monografía en 1914, la Primera Guerra Mundial obligó al cierre de las
imprentas; pero, sobre todo, debe tenerse en cuenta que, cuando el libro por
fin pudo ver la luz en 1922, era otra obra antropológica la que copaba el
espacio en las vitrinas de las librerías: Los
argonautas del Pacífico occidental, el tratado capital de Bronislaw
Malinowski, considerado por no pocos críticos de la ciencia del hombre como el
rival, por excelencia, de Radcliffe-Brown. Para colmo, el etnógrafo de Andamán
firmó el libro con su nombre civil, que años después alteró por parecerle un
homenaje exagerado a un padre que apenas conoció: “A. R. Brown”. Quizá no haga
falta mencionar la queja de Adam Kuper a
propósito del intenso tufillo difusionista que se percibe en la monografía.
Los isleños de Andamán, empero, bien puede
ser considerada —más allá de toda suspicacia crítica— como un franco aporte a la
naciente teoría funcionalista. A pesar de que, cuando llegó a Andamán en 1906, Radcliffe-Brown
albergaba el proyecto de reconstruir la historia cultural de las comunidades
negrito, en algún momento optó por un estudio durkheimiano sobre las costumbres,
de las cuales quiso conocer sus finalidades últimas. Con esa idea, el
antropólogo inglés clasificó los hábitos de los nativos en tres grupos: técnicas, reglas de comportamiento y costumbres
ceremoniales. Esta última categoría fue la que más le interesó, pues, al
entender que las actuaciones públicas permiten expresar y fijar las emociones y
sentimientos más útiles para el mantenimiento del orden social, pudo trazar las
primeras líneas de un dibujo teórico en cuyo pulimento se empeñó hasta el final
de sus días. La epifanía etnológica corrió por cuenta de las comunidades del
grupo de islas de Gran Andamán, en la parte norte del archipiélago, que fue
donde Radcliffe-Brown se radicó durante varios meses. Así como al proyecto de
la reconstrucción histórica, el investigador se vio obligado a renunciar a la
idea de hacer etnografía en la isla de Pequeño Andamán, sembrada mucho más al
sur, no lejos de la isla Sentinel del Norte. Según confiesa en la introducción
de la monografía, lo habrían persuadido razones de índole lingüística: “Habría querido
concentrarme casi exclusivamente en los nativos de Pequeño Andamán, de los
cuales se sabe tan poco. Sin embargo encontré que, en el tiempo que tenía
disponible, no podía trabajar satisfactoriamente con ellos debido a la
dificultad del lenguaje. Los nativos de Pequeño Andamán no conocen un idioma
que no sea el suyo, el cual apenas se relaciona con los idiomas de Gran Andamán”.
Radcliffe-Brown calculó que habría tardado hasta 3 años en aprender la lengua
local a un nivel que le permitiera hacer preguntas comprensibles y, sobre todo,
entender las respuestas de los isleños.
Cabe
suponer que el desconocimiento de cómo hablaba la gente de esa parte del
archipiélago no obedecía, apenas, a un descuido venial de los antropólogos. Radcliffe-Brown
apunta que la etnia jarawa, radicada
en la parte sur, se mostraba abiertamente hostil por los días de su estadía
etnográfica; y cuenta también que en 1870 habían atacado con ferocidad a los
presidiarios indios y birmanos de la colonia de Port Blair, así como a algunos
cortadores de árboles que tenían sus campamentos junto a la playa. De hecho, siglos
atrás, el escenario de Andamán ya había suscitado el recelo occidental. Marco
Polo, por ejemplo, escribió: “Los habitantes son idólatras, y son una raza
brutal y salvaje; tienen cabezas, ojos y dientes que se parecen a los de las
especies caninas. Sus disposiciones son crueles, y a toda persona que no sea de
su nación le pueden echar mano para matarla y comerla”. Cesar Friederike, quien
pasó por Nicobar en 1556, advirtió que la fama de caníbales de los andamaneses
se debía, posiblemente, nada más que a la mutua desconfianza que reinaba entre las
diversas etnias, pero aún así no descartó que, eventualmente, alguien que se
extraviara por aquellas costas pudiera ser incluido en el menú del día: “Si por
casualidad algún barco se pierde en esas islas, como ha ocurrido con muchos, ninguno
de sus tripulantes se escapará de ser comido o, al menos, de encontrar la
muerte”. Eso sí, el navegante advirtió que, en todo caso, los isleños preferían
pasar inadvertidos por vecinos y forasteros: “Estas personas no tienen ninguna
relación con otras, ni practican el comercio con nadie, pues viven nada más que
de los frutos que producen estas islas”. A este cuadro de apatía Radcliffe-Brown
agrega el dato de los expedicionarios chinos y malayos que, en diversos
momentos, llegaron a esa parte de Andamán en busca de nidos y aves comestibles,
y que fracasaron a la hora de establecer “relaciones amistosas” con los nativos.
Es
muy poco lo que Los isleños de Andamán
deja conocer a propósito de la vida que, en la primera década del siglo XX, se
llevaba en Sentinel del Norte, la isla en que murió John Allen Chau. Que los
nativos solían construir grandes campamentos de cacería en los que podían
alojarse hasta 12 familias y que labraban toscas canoas en los troncos de
árboles curvados lo supo Radcliffe-Brown gracias a Gilbert Rogers, un
aventurero que visitó la isla en 1903 y que, por lo visto, volvió para
contarlo. Pero los informes más detallados fueron levantados entre las
frías paredes del British Museum, donde reposan algunos objetos
procedentes de Sentinel del Norte. Lo curioso —o lo siniestro— es que esas
piezas de vitrina quizá sean las que más se parezcan a los instrumentos con que
los isleños del siglo XXI dieron muerte al misionero: un arco y una flecha para
pescar. A propósito del primero, escribe el antropólogo: “Está hecho de un tipo
de madera diferente al utilizado en Pequeño Andamán. La longitud es de 155,5
cm, y la anchura en el centro es de 4,3. La parte del medio es ligeramente
diferente a la del arco promedio de Pequeño Andamán, pero tiene la misma
característica de mayor convexidad en el exterior y menos convexidad en el
lateral […] No está adornado con un patrón pintado o inciso”. El buen tamaño, la
forma aerodinámica y la sobriedad ornamental se antojan como los más adecuados
para albergar y expulsar una flecha diseñada para ser letal, “con cuatro puntas
atadas a un eje de madera, y donde cada púa está afilada por una pieza de
madera desprendida al final”. El tecnicismo de la descripción no hace otra cosa
que, prospectivamente, intensificar el dramatismo del episodio acaecido el 16
de noviembre último.
Un
lanchero anónimo se acerca a la costa de Sentinel del Norte y deja a un
misionero en el agua, con el mar chocando contra sus muslos. Este hombre, casi
como Jesucristo en el lago Tiberiades, avanza entre las aguas mientras recita
un versículo fervoroso. Sobre la playa, un puñado de nativos con los arcos de
pesca en ristre apenas se interesa por la letanía, y, sin perder el tiempo en
advertencias, dispara contra el inopinado visitante. Este,
vestido de púas como un erizo, sigue su camino hacia el grupo de sus hermanos infieles,
y antes de llegar se desploma. Los pescadores enlazan el cuerpo y lo arrastran
hasta la playa, y acto seguido desaparecen entre la fronda costera. Aunque cabe la posibilidad de que todo eso no haya sido más que la
celebración de un rito, cualquier idea concluyente sobre sus finalidades solo podría vislumbrarse bajo la
luz de las teorías de Radcliffe-Brown.
El martirio de San Sebastián (1577-1578). El Greco (1541-1614) |