Indio (s. f.). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988) |
El ideal del mestizaje flamea en la bandera venezolana. Muy
temprano, cuando otras naciones americanas se ahogaban en cruzadas del más
fanático higienismo racial, Rómulo Gallegos —a la fecha, el más ilustre
escritor de la tierra bolivariana— hacía de la protagonista de Doña Bárbara (1929) el símbolo de una
integración étnica que, a su juicio, era el único porvenir plausible para su
país. Bárbara, cerril como sugiere su nombre, acaba doblando la cerviz bajo el
código civilizatorio, materializado este en la explosión del tierno amor filial
con que renuncia a su poderío en favor de Marisela, su único vástago. El
crítico cubano Roberto González Echevarría se ha referido a esa alegoría que
une tierra salvaje y ciudad sublimada como una “fábula maestra”, y no tiene
duda de que su principal alimento fue el saber antropológico de la época.
El exegeta caribeño pone el énfasis en que los novelistas
latinoamericanos del siglo XX, además de meter las narices en los asuntos del
folclor y tomar nota de ellos como etnógrafos aficionados, se dejaron llevar
por la fuerte corriente discursiva que manaba de los tratados de los antropólogos
propiamente dichos. El primer gesto, en el caso de Rómulo Gallegos, queda
documentado en las notas del viaje que hizo en 1927 por el llano venezolano.
Menos claro es el segundo elemento, esto es, las lecturas antropológicas que
pudieron inspirar al novelista en su apoteosis mestiza. Pero entre esa niebla
puede aventurarse la hipótesis de que el alimento proviniera de la obra de un
pionero de la etnología venezolana: Lisandro Alvarado, el médico y humanista
tocuyano que murió, precisamente, en el mismo 1929 en que el país fue sacudido por
las pisadas furiosas del hato de Doña
Bárbara. Alvarado publicó, en vida, el artículo “Etnografía patria” (1907)
y los libros Observaciones sobre el
caribe hablado en los llanos de Venezuela (1919) y Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921), y póstumamente se
conocieron sus Datos etnográficos de
Venezuela (1945). No hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para suponer que
esas páginas, particularmente interesadas por temas lingüísticos, filológicos y
folclóricos, llamaron la atención de un novelista desvelado por las voces
populares y las tradiciones copleras de su país.
Alvarado da cuenta de los temas antropológicos con una
ecuanimidad que deja ver su simpatía por el
proceso del mestizaje. El etnólogo no se obsesiona con las imágenes rutilantes
de una cultura grandiosa a cuya sombra sean olvidadas las demás —como sí
ocurrió en Colombia por cuenta del delirio muisca en que se ahogaron las
cabezas pensantes del siglo XIX—: en sus párrafos aparecen referencias a
pueblos de todo el territorio venezolano, sin importar en qué tronco
lingüístico hubieran retoñado o que su cultura material fuera fastuosa o precaria.
De hecho, las prácticas occidentales asoman ocasionalmente en el fresco, y antes
que ser tratadas como rutilantes noticias de un paraíso cultural se las asume
como otros tantos datos etnográficos, tan pintorescos o tan dramáticos como los
asuntos indígenas; así, por ejemplo, Alvarado se muestra convencido de que las
perforaciones de nuestras orejas no van a la zaga de las mutilaciones
corporales de los pueblos selváticos, y que el infanticidio al que se
encuentran suscritas varias etnias aborígenes es una ocurrencia demográfica
mucho menos incisiva que las guerras europeas. Por lo demás, hay en la prosa
del tocuyano una estética frazeriana que junta manotadas de referencias disímiles
en el mismo párrafo —de una frase a otra se viaja entre las áridas tierras de
los guajiros y las selvas del Roraima, pasando por los museos de Caracas— y que
acaba haciendo relativas las grandes diferencias culturales. Se trata de una
prosa mestiza en que se incuba, saludablemente, la noción plural del hombre
venezolano.
Lo más interesante de todo es que ese discurso abigarrado de
noticias étnicas no es, apenas, un calco de los célebres tratados de los
antropólogos de poltrona oficiales —con todo y que podría probarse la riesgosa
aproximación de Alvarado a las tozudas páginas de John Lubbock—. Uno de los
trabajos etnohistóricos más tempranos de la América emancipada, el “Resumen de
la historia de Venezuela” (1810) de Andrés Bello, ofrece un frenético cuadro de
las avanzadas españolas por la costa norte de Suramérica y lo adereza con
noticias de la existencia de incontables naciones indias —cumanagotos,
corianas, jirajaras, caracas, tacariguas, cuicas, timotes, teques, arbacos,
caramaicas, mariches, guaiqueríes, quiriquires, tomuzas—, las cuales aparecen y
desaparecen del escenario como pájaros entre la fronda. Difícilmente puede
tenerse una visión de conjunto en aquel inventario cultural, al mismo tiempo
que no se la tiene de las muchas avanzadas de los conquistadores, de tal suerte
que, al cabo de las cuarenta páginas que conforman el documento de Bello,
prevalece la imagen del territorio venezolano como un solo organismo
palpitante, abierto en la riqueza de vísceras de diversas formas y colores.
Pareciera como si desde entonces se hubiera establecido la idea de que el país lo
conforma, inobjetablemente, un complejo vitral humano.
No es gratuito el símil que asocia indígenas y aves. La idea
de la vivaz multiplicidad de los pueblos humanos se manifiesta en el lenguaje
literario, por refracción, bajo la forma de un mosaico ornitológico. Basta
volver a las páginas de Rómulo Gallegos para comprobarlo: en Canaima (1935), el arribo de Marcos
Vargas a las selvas de los guaraúnos y guaiqueríes se ve marcado por la
contemplación de un cuadro singular: una colorida reunión de todas las aves del
Orinoco —pericos verdes, guacamayos pintados como banderas, moriches negros y
dorados, turpiales bullosos, arrendajos, curañatás, gonzalitos y muchos más—
cruza el cielo al paso de la canoa que lleva al protagonista. De hecho, una
década antes y no muchos kilómetros al oeste, en la vecina selva colombiana, el
Arturo Cova de La vorágine (1924) se
había topado con el mismo cuadro apenas al pisar las tierras de los guahíbos:
un estero arbolado en que habían hecho sus nidos el garzón soldado, las
cercetas, las corocoras y los patos, y por el que solo sabían adentrarse los
indios cuando querían cosechar las plumas de sus tocados.
Suele tomarse como
una afrenta la verdad científica que recuerda el carácter animal de la especie
humana. Sin embargo, no cabe duda de que esa perspectiva logra relativizar las
diferencias que creemos más inconciliables, y al punto de aceptar que todos podemos
habitar en el mismo árbol.Quetzalcohualt (1931). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988) |