Mi tío y mis primas (1898). Ignacio Zuloaga (1870-1945) |
Para Chalo, Tavo, Kiko y ―sobre todo― Pereque
Roald Dahl, el escritor galés que alcanzó fama mundial con
sus historias para niños y jóvenes ―bastará
recordar a Charlie y la fábrica de
chocolate (1964) ―,
publicó en 1979 una novela del todo audaz: Mi
tío Oswald, crónica de las andanzas de un fornicador profesional que viaja
al África en busca de una sustancia que permite tener la vara enhiesta durante
ocho horas seguidas; exótico Don Juan que, más adelante, se une a una pícara
mujerzuela con el oscuro fin de robar el semen a los hombres más geniales de su
época. El narrador de tan grandilocuente historia es un sobrino de Oswald,
ocurrencia que deja ver, con toda claridad, la agudeza del novelista; porque es
a los sobrinos, particularmente, a quienes les está dado tratar a sus tíos con
el mayor desenfado: los antropólogos lo saben mejor que nadie.
La celebridad del etnólogo inglés
A. R. Radcliffe-Brown se debe en buena parte a un brillante artículo de sello funcionalista, “El hermano
de la madre en África del Sur” (1924), ensayo que rubricó la importancia
antropológica del tío materno, eje de las sesudas explicaciones
estructuralistas del parentesco. Sin embargo, de eso se ocuparía Claude Lévi-Strauss
un cuarto de siglo más tarde; en la tercera década del siglo XX,
Radcliffe-Brown se conformó con señalar ―con la contundencia y claridad
pedagógica que no tuvo en su voluminosa monografía sobre las islas Andamán― que
el tío materno, para los hombres de varias tribus del oriente y sur de África,
era un pariente particularmente entrañable, y al menos por dos razones: porque
hasta él llegaba el afecto superlativo que se sentía por la madre (principio de
la “extensión afectiva”), y porque él, en tanto varón, podía usar con sus
sobrinos varones una especial complicidad (principio de la “familiaridad entre
las personas del mismo sexo”). El tío materno resultaba ser, en consecuencia,
una madre perfecta. El flemático etnólogo sugirió que así había de ser en
muchas comunidades del mundo y aportó, al respecto, el dato sugestivo de que en
la remota Tonga se le llamaba fa’e tangata a
ese personaje, esto es, “madre masculina”.
Por supuesto, no hace falta que el curioso lector occidental
ponga los ojos en las antípodas de su cómoda poltrona: basta que revise las
tiras cómicas del periódico local o que se sumerja en sus recuerdos de infancia
para que encuentre los mejores ejemplos de la cálida y confianzuda relación
entre un tío y su sobrino. Por erudición o casualidad, Walt Disney sacó partido
de esa institución y pudo crear los divertidos hogares del pato Donald y el
ratón Mickey, cada uno agobiado por sobrinos díscolos y desobedientes, y a
pesar de ello derretidos de amor por su respectivo tío; se entiende que, de
otra manera, habría sido imposible llevar a cabo una tira cómica de aventuras.
Por las mismas razones, mutatis mutandis, en Calvin y Hobbes priman la amargura existencialista y el delirio
autista del pequeño protagonista: al fin y al cabo, allí se vive con los padres,
malos y monstruosos como hace tantas décadas supo señalarlo Sigmund Freud.
También es un buen ejemplo inverso de la teoría de Radcliffe-Brown lo que
sucede en El Rey León, donde el
malvado Scar mata a su hermano Mufasa y atenta contra su sobrino Simba: del
hermano del padre no hay que esperar el cariño sin reservas que mana del
corazón del tío materno.
En América del Sur se ha hecho célebre el mismo argumento (incluso se conoce una versión indigenista de Mi tío Oswald: Mi tío Atahualpa, del brasileño Paulo de Carvalho-Neto).
Una de las mejores expresiones de la figura del buen tío es, quién podría dudarlo, la
historieta chilena Condorito. El
popular cóndor vive con Coné, su sobrino, en una casucha de la ciudad de
Pelotillehue, en lo que quizá sea ―con inclusión de un perro y un loro― la
familia más férreamente unida de todo el continente. Con todo, las miles de
páginas que Pepo y sus herederos pintaron sobre esos personajes no arrojan
ninguna luz sobre la génesis de ese hogar, esto es, por qué el atorrante
pajarraco tuvo que hacerse cargo de su sobrino, réplica de sí mismo en todas
sus ingenuidades y marrullerías. Sin embargo, las luces proyectadas por Radcliffe-Brown
alcanzan para sospechar que Coné es hijo de una hermana de Condorito, muerta o
desaparecida quién sabe en qué triste circunstancia; de otro modo, no podría
entenderse que el sobrino tome el pelo del tío a toda hora y por cualquier
causa; que le mienta, lo desoiga o se burle de él in extremis, y ello sin abjurar
del infinito afecto que los une. En contraste, la historieta pone hijos, en vez
de sobrinos, en aquellas casas en que, por algún bache insalvable, las
relaciones entre chicos y adultos no pueden ser tan dúctiles como en el rancho
de los pajarracos: piénsese, si no, en las contaminadas relaciones, con sus
hijos, del borrachín Garganta de Lata y del imbécil Ungenio González; no hay,
en esas tristes figuras, el halo maternal que baña a Condorito.
Apenas hace falta decir que las cosas no son distintas en
Colombia, específicamente en Antioquia, donde se escriben estas crónicas
apolilladas. “Uno es de la casa de la mamá”, se dice comúnmente en esta tierra
para indicar la predilección por los tíos de ese linaje, y con eso se zanja una
cuestión a propósito de la cual podrían aducirse argumentos más audaces, como
aquel de que el hermano de la madre es, en casa de esta, un hermano más,
mientras que el hermano del padre no deja de ser un seductor en potencia. De
modo que, si las aventuras del tío materno pueden inspirar una novela
picaresca, las ocurrencias del hermano del padre parecen invocar la tragedia;
ahí está, para probarlo, el libro clásico que, según se dice, habría inspirado
el argumento de El Rey león: Hamlet, del universal Shakespeare. La cuestión
es esa.
Hamlet y Horacio en el cementerio (1839).
Eugène Delacroix (1798-1863)
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Muy bueno.
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