Gitana dormida (1897). Henri Rousseau (1844-1910) |
Hay quien dice que las culturas dan vida a sus mitos de la
misma manera que los individuos forjan sus sueños. Tal analogía, aunque
sugestiva, entraña un riesgo de error al cuadrado: equipara dos fenómenos de
distinta naturaleza ―el
recuerdo de los mitos se afianza en el tiempo mientras que los sueños, apenas
soñados, se desvanecen en el aire―
e insinúa que los asuntos de la cultura van por un lado y los oníricos por
otro, resultado de lo cual vendría a ser, en algún sentido, que los sueños no
son de la competencia del antropólogo. Se verá, sin embargo, que ese tema es
tan viejo y ha sido tan abordado por nuestros colegas como el parentesco.
Fue precisamente Edward Burnett Tylor ―poco menos que el inventor del concepto de cultura en las ciencias sociales― el primer antropólogo que se interesó por los sueños. En efecto, en su muy canónico Cultura primitiva (1871) propuso que las nociones de ánima y espíritu habrían sido sugeridas por la experiencia onírica de los hombres, en la cual algo que no era sus congéneres de carne hueso y que al mismo tiempo era esencialmente ellos se presentaba ante sus narices. Es evidente que a Tylor le interesaba particularmente la interpretación que los despiertos podían hacer de sus visiones nocturnas, pues esas lucubraciones hacían parte, por fuerza, de los primeros discursos religiosos. No puede perderse de vista que, de esa manera, el antropólogo inglés le quitó al sueño puro el estatus de objeto etnográfico ―bien se ve que este no aparece en su prolijo inventario de las cosas que conforman la cultura― y desplazó la atención sobre las explicaciones de la vigilia; más que el sueño, lo que existe en la cultura es lo que se dice de él.
El gran teórico de los sueños en las ciencias de lo humano, Sigmund Freud, se vistió con piel de antropólogo en un ensayo que escribió en compañía del psicólogo austríaco David Ernst Oppenheim, “Los sueños en el folclor” (escrito en 1911 pero solo publicado en 1958). Allí, los autores asumen el punto de vista de Tylor y realzan la importancia de los comentarios y escenas risibles con que, en los cuentos populares alemanes, suelen escarnecerse los sueños de los personajes ―por lo demás, a Freud le parecía que los psicoanalistas hacían lo mismo―; escriben: “la interpretación se añade manifiestamente al símbolo”. Algunos críticos del médico de Viena han señalado que, por entonces, a pesar de una afirmación tan relativista, él creía en significaciones universales más de lo conveniente; y que incluso cuando fraguó su teoría de que el valor de los signos del sueño depende de las asociaciones particulares del inconsciente, estaba atrapado en la obsesión de encontrar lo oral y lo anal detrás de todos los velos simbólicos. Dicho de modo burdo: Freud pensaba que el oro y los excrementos se ligan invariablemente en ciertas pesadillas más o menos recurrentes.
No mucho tiempo después, en 1916, Bronislaw Malinowski se interesó por conocer algunos sueños de los nativos de la aldea de Omarakana, en las islas Trobriand, y, por supuesto, también dio a las interpretaciones nativas toda la preeminencia. Para ilustrar cómo algunos nativos llegaban a convencerse positivamente de la existencia de los espíritus de los muertos y de su convivencia parcial con los vivos, refiere un sueño que bien podría ser incluido en una antología victoriana de cuentos de terror; lo tuvo un muchacho que andaba de viaje en la bahía de Milne: “Una noche Kalogusa soñó que [la madre de Gumigalawa’ia], una anciana que vivía ahora en Omarakana […], se le aparecía y le comunicaba que había muerto. El chico estuvo muy triste y parece que mostró su pesar con sollozos […]. Todos los demás advirtieron que ‘algo debía haber ocurrido en Omarakana’. Cuando, al volver a sus hogares, supieron que la madre de Gumigalawa’ia había fallecido no se sorprendieron en absoluto y hallaron en ello la explicación del sueño de Kalogusa”. A Malinowski poco o nada le importa que ese sueño sugiera una manifestación inaudita de lo sobrenatural ―ya se trate de ubicuidad del durmiente o de adivinación del futuro inmediato―: todo su interés se concentra en el uso que los nativos, del todo despabilados, hacen del sueño para justificar sus creencias. Sir E. E. Evans-Pritchard, quien con la misma lógica llegó a decir que a los antropólogos debía tenerlos sin cuidado si existían o no las brujas, se interesó por inventariar los “malos sueños” de los azande ―ser perseguido por fieras, ser acosado por hombres con cabeza de animal, caer desde una altura infinita― solo porque ellos los tenían como pruebas irrefutables de la brujería y, así, cuando hablaban de esas visiones creaban ocasiones para repasar el mapa social de los odios y las inquinas.
El clímax de las reflexiones antropológicas en torno de los sueños y las interpretaciones nativas lo representan, acaso, los escritos de Claude Lévi-Strauss; en concreto, un libro de madurez ―aunque casi todos los suyos lo son―: La alfarera celosa (1985). La obra presenta, en su inicio, un mito jíbaro en que se relacionan el sol, la luna, el chotacabras, el perezoso, la arcilla, el tejido, los excrementos y la contención, y todo con el fin aparente de mostrar ―por parte del etnólogo― que esos y otros elementos pueden conformar códigos de significación paralelos en que uno no es más expresivo o importante que otro a la hora de intentar colegir el “mensaje” del mito (porque, como se sabe, lo único que puede conocerse son los intercambios estructurales de las categorías del pensamiento, en sí mismas vacías de sentido). De repente, en la homilía del cierre, el discurso levistraussiano ―henchido de plantas y animales de modo acogedor― verifica un giro inesperado y arremete contra Freud y su modelo de explicación de los sueños. Advierte el antropólogo francés que el planteamiento binario de lo oral y lo anal ya estaba en los mitos americanos más primitivos, de suerte que el psicoanálisis, al encontrarlo en los contenidos oníricos, no hace otra cosa que coincidir en una de las muchas operaciones posibles del intelecto humano; y que, por más que se pretenda establecer el carácter esencial del campo asociado a ese nivel semántico, él no ilumina los sueños con mayor contundencia que otros niveles de signos subyacentes en ellos. En otras palabras, Lévi-Strauss acusa a Freud de interpretar los sueños con exclusivo arreglo a las obsesiones occidentales por la fisiología y la sexualidad, y de vender todo el discurso resultante como explicación universal; lo acusa, en fin, de creer que en los sueños hay algún contenido cuando, en verdad, solo hay formas. El sueño no es deseo sino pura gramática, y Freud, obcecado en su interpretación, ocupa en la óptica de su detractor el lugar que, en los tratados de otros, ocuparon el nativo trobriandés o zande. Sin duda, nunca antes los sueños y su interpretación habían sido considerados, de modo tan punzante, como objeto etnográfico.
Alguien dirá que las explicaciones estructuralistas sobre lo onírico merecen tanta desconfianza como las freudianas. La objeción encuentra lugar, sin duda: poco debía saber del sueño alguien que, como Claude Lévi-Strauss, pasó un siglo en vela, excitado con sus sofisticados ejercicios mentales.
Fue precisamente Edward Burnett Tylor ―poco menos que el inventor del concepto de cultura en las ciencias sociales― el primer antropólogo que se interesó por los sueños. En efecto, en su muy canónico Cultura primitiva (1871) propuso que las nociones de ánima y espíritu habrían sido sugeridas por la experiencia onírica de los hombres, en la cual algo que no era sus congéneres de carne hueso y que al mismo tiempo era esencialmente ellos se presentaba ante sus narices. Es evidente que a Tylor le interesaba particularmente la interpretación que los despiertos podían hacer de sus visiones nocturnas, pues esas lucubraciones hacían parte, por fuerza, de los primeros discursos religiosos. No puede perderse de vista que, de esa manera, el antropólogo inglés le quitó al sueño puro el estatus de objeto etnográfico ―bien se ve que este no aparece en su prolijo inventario de las cosas que conforman la cultura― y desplazó la atención sobre las explicaciones de la vigilia; más que el sueño, lo que existe en la cultura es lo que se dice de él.
El gran teórico de los sueños en las ciencias de lo humano, Sigmund Freud, se vistió con piel de antropólogo en un ensayo que escribió en compañía del psicólogo austríaco David Ernst Oppenheim, “Los sueños en el folclor” (escrito en 1911 pero solo publicado en 1958). Allí, los autores asumen el punto de vista de Tylor y realzan la importancia de los comentarios y escenas risibles con que, en los cuentos populares alemanes, suelen escarnecerse los sueños de los personajes ―por lo demás, a Freud le parecía que los psicoanalistas hacían lo mismo―; escriben: “la interpretación se añade manifiestamente al símbolo”. Algunos críticos del médico de Viena han señalado que, por entonces, a pesar de una afirmación tan relativista, él creía en significaciones universales más de lo conveniente; y que incluso cuando fraguó su teoría de que el valor de los signos del sueño depende de las asociaciones particulares del inconsciente, estaba atrapado en la obsesión de encontrar lo oral y lo anal detrás de todos los velos simbólicos. Dicho de modo burdo: Freud pensaba que el oro y los excrementos se ligan invariablemente en ciertas pesadillas más o menos recurrentes.
No mucho tiempo después, en 1916, Bronislaw Malinowski se interesó por conocer algunos sueños de los nativos de la aldea de Omarakana, en las islas Trobriand, y, por supuesto, también dio a las interpretaciones nativas toda la preeminencia. Para ilustrar cómo algunos nativos llegaban a convencerse positivamente de la existencia de los espíritus de los muertos y de su convivencia parcial con los vivos, refiere un sueño que bien podría ser incluido en una antología victoriana de cuentos de terror; lo tuvo un muchacho que andaba de viaje en la bahía de Milne: “Una noche Kalogusa soñó que [la madre de Gumigalawa’ia], una anciana que vivía ahora en Omarakana […], se le aparecía y le comunicaba que había muerto. El chico estuvo muy triste y parece que mostró su pesar con sollozos […]. Todos los demás advirtieron que ‘algo debía haber ocurrido en Omarakana’. Cuando, al volver a sus hogares, supieron que la madre de Gumigalawa’ia había fallecido no se sorprendieron en absoluto y hallaron en ello la explicación del sueño de Kalogusa”. A Malinowski poco o nada le importa que ese sueño sugiera una manifestación inaudita de lo sobrenatural ―ya se trate de ubicuidad del durmiente o de adivinación del futuro inmediato―: todo su interés se concentra en el uso que los nativos, del todo despabilados, hacen del sueño para justificar sus creencias. Sir E. E. Evans-Pritchard, quien con la misma lógica llegó a decir que a los antropólogos debía tenerlos sin cuidado si existían o no las brujas, se interesó por inventariar los “malos sueños” de los azande ―ser perseguido por fieras, ser acosado por hombres con cabeza de animal, caer desde una altura infinita― solo porque ellos los tenían como pruebas irrefutables de la brujería y, así, cuando hablaban de esas visiones creaban ocasiones para repasar el mapa social de los odios y las inquinas.
El clímax de las reflexiones antropológicas en torno de los sueños y las interpretaciones nativas lo representan, acaso, los escritos de Claude Lévi-Strauss; en concreto, un libro de madurez ―aunque casi todos los suyos lo son―: La alfarera celosa (1985). La obra presenta, en su inicio, un mito jíbaro en que se relacionan el sol, la luna, el chotacabras, el perezoso, la arcilla, el tejido, los excrementos y la contención, y todo con el fin aparente de mostrar ―por parte del etnólogo― que esos y otros elementos pueden conformar códigos de significación paralelos en que uno no es más expresivo o importante que otro a la hora de intentar colegir el “mensaje” del mito (porque, como se sabe, lo único que puede conocerse son los intercambios estructurales de las categorías del pensamiento, en sí mismas vacías de sentido). De repente, en la homilía del cierre, el discurso levistraussiano ―henchido de plantas y animales de modo acogedor― verifica un giro inesperado y arremete contra Freud y su modelo de explicación de los sueños. Advierte el antropólogo francés que el planteamiento binario de lo oral y lo anal ya estaba en los mitos americanos más primitivos, de suerte que el psicoanálisis, al encontrarlo en los contenidos oníricos, no hace otra cosa que coincidir en una de las muchas operaciones posibles del intelecto humano; y que, por más que se pretenda establecer el carácter esencial del campo asociado a ese nivel semántico, él no ilumina los sueños con mayor contundencia que otros niveles de signos subyacentes en ellos. En otras palabras, Lévi-Strauss acusa a Freud de interpretar los sueños con exclusivo arreglo a las obsesiones occidentales por la fisiología y la sexualidad, y de vender todo el discurso resultante como explicación universal; lo acusa, en fin, de creer que en los sueños hay algún contenido cuando, en verdad, solo hay formas. El sueño no es deseo sino pura gramática, y Freud, obcecado en su interpretación, ocupa en la óptica de su detractor el lugar que, en los tratados de otros, ocuparon el nativo trobriandés o zande. Sin duda, nunca antes los sueños y su interpretación habían sido considerados, de modo tan punzante, como objeto etnográfico.
Alguien dirá que las explicaciones estructuralistas sobre lo onírico merecen tanta desconfianza como las freudianas. La objeción encuentra lugar, sin duda: poco debía saber del sueño alguien que, como Claude Lévi-Strauss, pasó un siglo en vela, excitado con sus sofisticados ejercicios mentales.
El sueño (1932). Pablo Picasso (1881-1973) |