martes, 24 de febrero de 2015

Antropología onírica



Gitana dormida (1897). Henri Rousseau (1844-1910)



Hay quien dice que las culturas dan vida a sus mitos de la misma manera que los individuos forjan sus sueños. Tal analogía, aunque sugestiva, entraña un riesgo de error al cuadrado: equipara dos fenómenos de distinta naturaleza ―el recuerdo de los mitos se afianza en el tiempo mientras que los sueños, apenas soñados, se desvanecen en el aire― e insinúa que los asuntos de la cultura van por un lado y los oníricos por otro, resultado de lo cual vendría a ser, en algún sentido, que los sueños no son de la competencia del antropólogo. Se verá, sin embargo, que ese tema es tan viejo y ha sido tan abordado por nuestros colegas como el parentesco.
        Fue precisamente Edward Burnett Tylor ―poco menos que el inventor del concepto de cultura en las ciencias sociales― el primer antropólogo que se interesó por los sueños. En efecto, en su muy canónico Cultura primitiva (1871) propuso que las nociones de ánima y espíritu habrían sido sugeridas por la experiencia onírica de los hombres, en la cual algo que no era sus congéneres de carne hueso y que al mismo tiempo era esencialmente ellos se presentaba ante sus narices. Es evidente que a Tylor le interesaba particularmente la interpretación que los despiertos podían hacer de sus visiones nocturnas, pues esas lucubraciones hacían parte, por fuerza, de los primeros discursos religiosos. No puede perderse de vista que, de esa manera, el antropólogo inglés le quitó al sueño puro el estatus de objeto etnográfico ―bien se ve que este no aparece en su prolijo inventario de las cosas que conforman la cultura― y desplazó la atención sobre las explicaciones de la vigilia; más que el sueño, lo que existe en la cultura es lo que se dice de él.
        El gran teórico de los sueños en las ciencias de lo humano, Sigmund Freud, se vistió con piel de antropólogo en un ensayo que escribió en compañía del psicólogo austríaco David Ernst Oppenheim, “Los sueños en el folclor” (escrito en 1911 pero solo publicado en 1958). Allí, los autores asumen el punto de vista de Tylor y realzan la importancia de los comentarios y escenas risibles con que, en los cuentos populares alemanes, suelen escarnecerse los sueños de los personajes ―por lo demás, a Freud le parecía que los psicoanalistas hacían lo mismo―; escriben: “la interpretación se añade manifiestamente al símbolo”. Algunos críticos del médico de Viena han señalado que, por entonces, a pesar de una afirmación tan relativista, él creía en significaciones universales más de lo conveniente; y que incluso cuando fraguó su teoría de que el valor de los signos del sueño depende de las asociaciones particulares del inconsciente, estaba atrapado en la obsesión de encontrar lo oral y lo anal detrás de todos los velos simbólicos. Dicho de modo burdo: Freud pensaba que el oro y los excrementos se ligan invariablemente en ciertas pesadillas más o menos recurrentes.
        No mucho tiempo después, en 1916, Bronislaw Malinowski se interesó por conocer algunos sueños de los nativos de la aldea de Omarakana, en las islas Trobriand, y, por supuesto, también dio a las interpretaciones nativas toda la preeminencia. Para ilustrar cómo algunos nativos llegaban a convencerse positivamente de la existencia de los espíritus de los muertos y de su convivencia parcial con los vivos, refiere un sueño que bien podría ser incluido en una antología victoriana de cuentos de terror; lo tuvo un muchacho que andaba de viaje en la bahía de Milne: “Una noche Kalogusa soñó que [la madre de Gumigalawa’ia], una anciana que vivía ahora en Omarakana […], se le aparecía y le comunicaba que había muerto. El chico estuvo muy triste y parece que mostró su pesar con sollozos […]. Todos los demás advirtieron que ‘algo debía haber ocurrido en Omarakana’. Cuando, al volver a sus hogares, supieron que la madre de Gumigalawa’ia había fallecido no se sorprendieron en absoluto y hallaron en ello la explicación del sueño de Kalogusa”. A Malinowski poco o nada le importa que ese sueño sugiera una manifestación inaudita de lo sobrenatural ―ya se trate de ubicuidad del durmiente o de adivinación del futuro inmediato―: todo su interés se concentra en el uso que los nativos, del todo despabilados, hacen del sueño para justificar sus creencias. Sir E. E. Evans-Pritchard, quien con la misma lógica llegó a decir que a los antropólogos debía tenerlos sin cuidado si existían o no las brujas, se interesó por inventariar los “malos sueños” de los azande ―ser perseguido por fieras, ser acosado por hombres con cabeza de animal, caer desde una altura infinita― solo porque ellos los tenían como pruebas irrefutables de la brujería y, así, cuando hablaban de esas visiones creaban ocasiones para repasar el mapa social de los odios y las inquinas.
       El clímax de las reflexiones antropológicas en torno de los sueños y las interpretaciones nativas lo representan, acaso, los escritos de Claude Lévi-Strauss; en concreto, un libro de madurez ―aunque casi todos los suyos lo son―: La alfarera celosa (1985). La obra presenta, en su inicio, un mito jíbaro en que se relacionan el sol, la luna, el chotacabras, el perezoso, la arcilla, el tejido, los excrementos y la contención, y todo con el fin aparente de mostrar ―por parte del etnólogo― que esos y otros elementos pueden conformar códigos de significación paralelos en que uno no es más expresivo o importante que otro a la hora de intentar colegir el “mensaje” del mito (porque, como se sabe, lo único que puede conocerse son los intercambios estructurales de las categorías del pensamiento, en sí mismas vacías de sentido). De repente, en la homilía del cierre, el discurso levistraussiano ―henchido de plantas y animales de modo acogedor― verifica un giro inesperado y arremete contra Freud y su modelo de explicación de los sueños. Advierte el antropólogo francés que el planteamiento binario de lo oral y lo anal ya estaba en los mitos americanos más primitivos, de suerte que el psicoanálisis, al encontrarlo en los contenidos oníricos, no hace otra cosa que coincidir en una de las muchas operaciones posibles del intelecto humano; y que, por más que se pretenda establecer el carácter esencial del campo asociado a ese nivel semántico, él no ilumina los sueños con mayor contundencia que otros niveles de signos subyacentes en ellos. En otras palabras, Lévi-Strauss acusa a Freud de interpretar los sueños con exclusivo arreglo a las obsesiones occidentales por la fisiología y la sexualidad, y de vender todo el discurso resultante como explicación universal; lo acusa, en fin, de creer que en los sueños hay algún contenido cuando, en verdad, solo hay formas. El sueño no es deseo sino pura gramática, y Freud, obcecado en su interpretación, ocupa en la óptica de su detractor el lugar que, en los tratados de otros, ocuparon el nativo trobriandés o zande. Sin duda, nunca antes los sueños y su interpretación habían sido considerados, de modo tan punzante, como objeto etnográfico.
       Alguien dirá que las explicaciones estructuralistas sobre lo onírico merecen tanta desconfianza como las freudianas. La objeción encuentra lugar, sin duda: poco debía saber del sueño alguien que, como Claude Lévi-Strauss, pasó un siglo en vela, excitado con sus sofisticados ejercicios mentales.


El sueño (1932). Pablo Picasso (1881-1973)

lunes, 2 de febrero de 2015

El hermano de la madre en América del Sur



Mi tío y mis primas (1898). Ignacio Zuloaga (1870-1945)


Para Chalo, Tavo, Kiko y ―sobre todo― Pereque

Roald Dahl, el escritor galés que alcanzó fama mundial con sus historias para niños y jóvenes ―bastará recordar a Charlie y la fábrica de chocolate (1964) ―, publicó en 1979 una novela del todo audaz: Mi tío Oswald, crónica de las andanzas de un fornicador profesional que viaja al África en busca de una sustancia que permite tener la vara enhiesta durante ocho horas seguidas; exótico Don Juan que, más adelante, se une a una pícara mujerzuela con el oscuro fin de robar el semen a los hombres más geniales de su época. El narrador de tan grandilocuente historia es un sobrino de Oswald, ocurrencia que deja ver, con toda claridad, la agudeza del novelista; porque es a los sobrinos, particularmente, a quienes les está dado tratar a sus tíos con el mayor desenfado: los antropólogos lo saben mejor que nadie.
        La celebridad del etnólogo inglés A. R. Radcliffe-Brown se debe en buena parte a un brillante artículo de sello funcionalista, “El hermano de la madre en África del Sur” (1924), ensayo que rubricó la importancia antropológica del tío materno, eje de las sesudas explicaciones estructuralistas del parentesco. Sin embargo, de eso se ocuparía Claude Lévi-Strauss un cuarto de siglo más tarde; en la tercera década del siglo XX, Radcliffe-Brown se conformó con señalar ―con la contundencia y claridad pedagógica que no tuvo en su voluminosa monografía sobre las islas Andamán― que el tío materno, para los hombres de varias tribus del oriente y sur de África, era un pariente particularmente entrañable, y al menos por dos razones: porque hasta él llegaba el afecto superlativo que se sentía por la madre (principio de la “extensión afectiva”), y porque él, en tanto varón, podía usar con sus sobrinos varones una especial complicidad (principio de la “familiaridad entre las personas del mismo sexo”). El tío materno resultaba ser, en consecuencia, una madre perfecta. El flemático etnólogo sugirió que así había de ser en muchas comunidades del mundo y aportó, al respecto, el dato sugestivo de que en la remota Tonga se le llamaba fa’e tangata a ese personaje, esto es, “madre masculina”.
        Por supuesto, no hace falta que el curioso lector occidental ponga los ojos en las antípodas de su cómoda poltrona: basta que revise las tiras cómicas del periódico local o que se sumerja en sus recuerdos de infancia para que encuentre los mejores ejemplos de la cálida y confianzuda relación entre un tío y su sobrino. Por erudición o casualidad, Walt Disney sacó partido de esa institución y pudo crear los divertidos hogares del pato Donald y el ratón Mickey, cada uno agobiado por sobrinos díscolos y desobedientes, y a pesar de ello derretidos de amor por su respectivo tío; se entiende que, de otra manera, habría sido imposible llevar a cabo una tira cómica de aventuras. Por las mismas razones, mutatis mutandis, en Calvin y Hobbes priman la amargura existencialista y el delirio autista del pequeño protagonista: al fin y al cabo, allí se vive con los padres, malos y monstruosos como hace tantas décadas supo señalarlo Sigmund Freud. También es un buen ejemplo inverso de la teoría de Radcliffe-Brown lo que sucede en El Rey León, donde el malvado Scar mata a su hermano Mufasa y atenta contra su sobrino Simba: del hermano del padre no hay que esperar el cariño sin reservas que mana del corazón del tío materno.
        En América del Sur se ha hecho célebre el mismo argumento (incluso se conoce una versión indigenista de Mi tío Oswald: Mi tío Atahualpa, del brasileño Paulo de Carvalho-Neto).  Una de las mejores expresiones de la figura del buen tío es, quién podría dudarlo, la historieta chilena Condorito. El popular cóndor vive con Coné, su sobrino, en una casucha de la ciudad de Pelotillehue, en lo que quizá sea ―con inclusión de un perro y un loro― la familia más férreamente unida de todo el continente. Con todo, las miles de páginas que Pepo y sus herederos pintaron sobre esos personajes no arrojan ninguna luz sobre la génesis de ese hogar, esto es, por qué el atorrante pajarraco tuvo que hacerse cargo de su sobrino, réplica de sí mismo en todas sus ingenuidades y marrullerías. Sin embargo, las luces proyectadas por Radcliffe-Brown alcanzan para sospechar que Coné es hijo de una hermana de Condorito, muerta o desaparecida quién sabe en qué triste circunstancia; de otro modo, no podría entenderse que el sobrino tome el pelo del tío a toda hora y por cualquier causa; que le mienta, lo desoiga o se burle de él in extremis, y ello sin abjurar del infinito afecto que los une. En contraste, la historieta pone hijos, en vez de sobrinos, en aquellas casas en que, por algún bache insalvable, las relaciones entre chicos y adultos no pueden ser tan dúctiles como en el rancho de los pajarracos: piénsese, si no, en las contaminadas relaciones, con sus hijos, del borrachín Garganta de Lata y del imbécil Ungenio González; no hay, en esas tristes figuras, el halo maternal que baña a Condorito.
        Apenas hace falta decir que las cosas no son distintas en Colombia, específicamente en Antioquia, donde se escriben estas crónicas apolilladas. “Uno es de la casa de la mamá”, se dice comúnmente en esta tierra para indicar la predilección por los tíos de ese linaje, y con eso se zanja una cuestión a propósito de la cual podrían aducirse argumentos más audaces, como aquel de que el hermano de la madre es, en casa de esta, un hermano más, mientras que el hermano del padre no deja de ser un seductor en potencia. De modo que, si las aventuras del tío materno pueden inspirar una novela picaresca, las ocurrencias del hermano del padre parecen invocar la tragedia; ahí está, para probarlo, el libro clásico que, según se dice, habría inspirado el argumento de El Rey león: Hamlet, del universal Shakespeare. La cuestión es esa.


Hamlet y Horacio en el cementerio (1839).
                 Eugène Delacroix (1798-1863)                

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...