lunes, 6 de octubre de 2014

¡Al infierno la historia!



La Libertad guiando al pueblo (1830). Eugène Delacroix (1798-1863)



Una zanja enorme separa a estructuralistas y existencialistas. El estudio de los mitos en cada una de las trincheras hace particularmente notorios los elementos del disenso: Claude Lévi-Strauss está convencido de que la exégesis de los mitos debe ser, necesariamente, el examen objetivo de unos rasgos culturales que siempre ―por fortuna― son concretos; Albert Camus, mientras tanto, extrae una lección filosófica del mito de Sísifo con base en la muy subjetiva suposición de que el aguerrido personaje, tras ver rodar su piedra, emprende feliz el descenso de la montaña.
        Mucho más tensas fueron las relaciones entre Lévi-Strauss y Jean-Paul Sartre. En su Crítica de la razón dialéctica (1960), el filósofo existencialista se muestra persuadido de que la historia, forzosamente entendida como una construcción de los hombres, es inteligible al punto de revelar una finalidad. La historia, manifestación por excelencia de la humanidad, traduciría un sentido de continuidad del todo acorde con las predicciones marxistas sobre la lucha de clases. A Lévi-Strauss, por el contrario, lo espanta tanto optimismo a propósito de la bella obra colectiva que sería, en consecuencia, la historia; con su erudito escepticismo, en un capítulo contestatario de El pensamiento salvaje (1962) escribe sobre la necesidad de “recusar la equivalencia entre la noción de historia y la de humanidad, que se nos pretende imponer con el fin inconfesado de hacer, de la historicidad, el último refugio de un humanismo trascendental: como si, a condición de renunciar a yos demasiado desprovistos de consistencia, los hombres pudiesen recuperar, en el plano del nosotros, la ilusión de la libertad”; y agrega: “De hecho, la historia no está ligada al hombre, ni a ningún objeto particular”. En la década anterior, en las páginas finales de su memorable Tristes trópicos (1955), el antropólogo se había permitido ser más trágico al respecto con su canónica advertencia de que “El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”.
        Sartre resulta demasiado místico en su valoración de la historia a juicio de Lévi-Strauss, quien con toda decisión apuesta por la interpretación mítica. En efecto, el padre del estructuralismo antropológico cree que la historia es un relato de la misma naturaleza que, por ejemplo, el mito de “Los guacamayos y su nido” con que echa a rodar su monumental obra de las Mitológicas (1964-1971). Si los nativos del mundo seleccionan arbitrariamente los rasgos de las especies con las que conviven ―el pico del chotacabras, el ano del perezoso o las hojas de la acacia― para hacerlos signos y, con ellos, forman mitos que promueven valores fundamentales para la vida social, en Occidente se eligen de modo igualmente caprichoso los elementos con los cuales se forja el relato histórico. Escribe Lévi-Strauss: “Pues, por hipótesis, el hecho histórico, es lo que ha pasado realmente; pero, ¿dónde ha pasado algo? Cada episodio de una revolución o de una guerra se resuelve en una multitud de movimientos psíquicos e individuales; cada uno de esos movimientos traduce evoluciones inconscientes, y éstas se resuelven en fenómenos cerebrales, hormonales, nerviosos, cuyas referencias son de orden físico o químico… Por consiguiente, el hecho histórico no es más dado que los otros; es el historiador, o el agente del devenir histórico, el que lo construye por abstracción”. Y ya que Sartre ha puesto la Revolución Francesa en el clímax de su reflexión sobre la finalidad de la historia, Lévi-Strauss sugiere, del modo más provocador, que esa gran gesta “tal como se la conoce, no ha existido”.
        Las objeciones del antropólogo al filósofo no terminan con la reflexión consignada en El pensamiento salvaje. En el remate de Mitológicas III: El origen de las maneras de mesa (1968), un mordaz Lévi-Strauss invoca un posible punto de acuerdo con Sartre para convertirlo, tras un decidido giro de tuerca, en una nueva diferencia. Una de las más celebradas piezas teatrales de Sartre, A puerta cerrada (1944), había centrado su tesis en que “el infierno son los demás”. En esa obra, dos mujeres y un hombre nada inocentes van al infierno y deben compartir eternamente una habitación cerrada, y sucede ―he ahí lo infernal― que el carácter de cada uno es lo que más irrita a los otros. Pues bien, Lévi-Strauss retoma esa idea para contrastarla con su conclusión sobre lo que proponen los mitos amerindios, en los que, a diferencia de lo que ocurre en los relatos occidentales, el infierno es uno mismo; es palpable un dejo irónico en la alusión a la máxima sartriana: “una fórmula que ha corrido con tanta suerte entre nosotros ―‘el infierno son los demás’― no constituye una proposición filosófica sino un testimonio etnográfico sobre una civilización”. Así que Sartre, cuestionado como filósofo, habría descubierto, apenas, un rasgo de la cultura en Occidente; un terreno del saber en el que, como resultará indudable, es el autor de Mitológicas quien lleva la sartén por el mango.
        Tanta saña, además de los dolores de cabeza que las explicaciones estructuralistas han producido en la mayor parte de los estudiantes de antropología ―y, sin duda, entre casi todos los antropólogos titulados―, debe haber arrastrado a Claude Lévi-Strauss hasta el infierno al término de su larga y fáustica existencia. Allá estará, confinado a puerta cerrada junto con el inconstante Jean-Paul Sartre.



Autorretrato en el Infierno (1895).
Edvard Munch (1863-1944)

2 comentarios:

  1. También podría afirmarse, en la línea lógica de la canónica —e histórica— advertencia de Lévi-Strauss (“El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él), que "El mundo comenzó sin el estructuralismo y terminará sin él".




















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  2. Interesante entrada. Pocos historiadores se han interesado por contemplar las apreciaciones de don Claudio en un debate tan seminal (y vigente) para la historia como disciplina. Las nociones y conceptos sobre lo que es y no es un "hecho histórico", siguen preocupando a encumbrados catedráticos y marxistas furibundos. El joven Fukuyama, segura y posiblemente, no está de acuerdo ni con don Claudio ni con Sartre. Porque los hechos históricos están determinados ―según rezan la copla y la teoría― por las realidades documentales y demás registros que pueden demostrar y controvertir cualquier consenso escolar.

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