Día y noche (1938). M. C. Escher (1898-1972) |
Aquí y allá se dice que el 31 de octubre es el día del
antropólogo. Sin embargo, se trata apenas de un chisme callejero: cuesta creer
que los iniciados en la ciencia del hombre, por naturaleza escépticos frente a
la visión de mundo casera ―desarraigados
de su cultura más que de cualquier otra―, estén muy interesados en
participar de las fiestas gremiales, con almuerzo y regalos incluidos, en que
tanto se solazan las secretarias, los maestros de escuela y los fonoaudiólogos.
Más temprano
que tarde, sin embargo, será necesario acordar un día para las celebraciones
antropológicas. El mundo se despeña en la estandarización de ideas y costumbres
con una velocidad de vértigo; basta pensar en que las universidades ya se administran
con la misma mentalidad con que se manejan las empresas financieras, que los
uniformes tradicionales de las selecciones nacionales de fútbol han cedido su
lugar a las combinaciones sugeridas por los efectos televisivos y que los
latinoamericanos piden bacon cuando
quieren tocineta en su hamburguesa. Algún día, pues, algún canciller académico creerá
obligatorio acomodar la antropología al lado de las profesiones y oficios que
precisan el festejo social, y marcará un día del calendario con la tinta indeleble
del dogma; entonces será necesario que los antropólogos del mundo se reúnan en
torno de un banquete y se agoten en patéticos discursos autocomplacientes. Lo
que queda claro es que el 31 de octubre, día de aquelarres y disfraces, es el
menos adecuado de todos: el ejercicio antropológico solo puede hacerse en la
clara conciencia de no ser el otro, y todas aquellas monerías con que se juega
al nativo ―mascar mambe en
la cafetería de la universidad o llevar los collares a los que solo da derecho
un rito iniciático― deben quedar relegadas para los estudiantes de primer semestre.
La corrección en el calendario es, sin
embargo, mínima: si no el 31, es indudable que el 30 de octubre sí podría ser
elegido para día del antropólogo. Casi bastaría considerar que ese día, en
2009, fue en el que murió Claude Lévi-Strauss. El francés nacido en Bélgica
representa, si bien se lo mira, el resumen de toda la antropología moderna: su
convicción de que todo en la cultura es objetivo y de que sus estructuras
fundamentales pueden encontrarse, con todo orden y limpieza, en el fondo del
pensamiento humano, es el punto de llegada de los esfuerzos de los
evolucionistas (fieles a la idea de que la mecánica del pensamiento humano es
universal), los particularistas (convencidos de que no hay emoción individual
que no esté amarrada a una partitura cultural) y los funcionalistas (apóstoles
de la idea de que la vida humana solo puede ser posible en el ámbito de una
estructura social conformada como red de reciprocidad). Como si fuera poco, el
maestro murió envuelto en un halo misterioso similar al que acompañó el deceso
de célebres congéneres como Cervantes y Molière, de los que no se conoce la
fecha exacta de su última respiración: los familiares del antropólogo
anunciaron su muerte solo tres días después, de modo que la prensa, por algunos
días, no tuvo otro remedio que recurrir a rumores y especulaciones sobre el
momento exacto ―día, hora, minuto― en que había expirado el sabio.
Menos memoria
se tiene frente a un segundo hecho ocurrido un 30 de octubre; hecho que, en
verdad, viene a ser el primero: la muerte, en 2006, del antropólogo estadounidense
Clifford Geertz. Su nombre es uno de los más visibles del santoral de la
antropología posestructuralista. Para Geertz, si bien hay una trama de
significados sobre la que tiene lugar la actividad humana, el sentido último de
las cosas depende de la interpretación que cada sujeto haga de la circunstancia
específica en que se encuentra y, de tal manera, las interacciones no están
gobernadas por las reglas de un sistema externo sino que dependen de las
negociaciones que tengan lugar entre subjetividades particulares. De ahí que,
para el norteamericano, en el estudio de la cultura no haya que perder de vista
quién lo lleva a cabo, con qué mirada y desde qué posición. Lévi-Strauss,
némesis de Geertz, padeció no pocas rabietas frente a semejante pretensión,
pues siempre creyó que era un despropósito que la antropología tuviera que
concentrarse no en observar la cultura sino en observar al observador. En una
entrevista de 1989, habiéndosele preguntado sobre lo que pensaba de las ideas
consignadas en La interpretación de las
culturas (1973), el francés no pudo evitar una respuesta henchida de
despecho: “Lo siento, pero no sé nada al respecto”.
Difícilmente podría elegirse
un día más adecuado que el 30 de octubre para celebrar ―con toda la
infatuación y frivolidad del caso― el día del antropólogo. En esa fecha, por
las conmemoraciones que trae amarradas, caben el yin y el yang de la
ciencia del hombre. Lo que no se sabe es si la coincidencia de las dos muertes
supone la manifestación de una estructura de signos exquisitamente equilibrada
o una conversación entre fantasmas empeñados en poner a punto su código de
entendimiento. Los discursos que deban ser leídos ese día podrían ocuparse del
asunto.Manos dibujando (1948). M. C. Escher (1898-1972) |