domingo, 24 de agosto de 2014

Pensar en negro



Dos negros jóvenes (1656). Rembrandt (1606-1669)


En el ya clásico Brujería, magia y oráculos entre los azande (1937), Sir Edwar Evan Evans-Pritchard escribió: “Los brujos, tal como los conciben los azande, no pueden existir”. La tesis es poco menos que audaz y sin duda se apoya en toda la flema inglesa del autor, pues es una verdad de a puño que no es tarea del antropólogo salir en busca de fantasmas para denunciarlos a la luz de la razón; el mismo Evans-Pritchard lo sugiere en una reflexión sobre las creencias religiosas, consignada en alguno de sus ensayos: “Según como yo lo entiendo, [un antropólogo] no tiene posibilidad de saber si los seres espirituales de las religiones primitivas o cualquier otra tienen o no cualquier tipo de existencia, y, por consiguiente, no puede tomar en consideración el problema”.
        A pesar de tanto pudor metodológico, Evans-Pritchard establece sin ningún escrúpulo la imposibilidad de la existencia de los brujos azande. Lo cierto, sin embargo, es que no es fácil estar en desacuerdo: la brujería zande, a primera vista, es en extremo pintoresca. Un hombre, necesariamente hijo de otro brujo, alberga la “materia de brujería” en el intestino delgado, y, por obra de su malquerencia respecto de algún vecino, desde su vientre emana una fuerza que daña alguna de las posesiones o proyectos del otro, o que lo enferma o, incluso, lo mata. Cuando alguno de los oráculos tradicionales revela el nombre del brujo, este puede arrepentirse sinceramente y dejar en paz a su víctima, si no es que finge la contrición y, con toda la malevolencia posible, se empeña en seguir adelante con sus artes nefastas. Cuando, con autorización del príncipe local, se autoriza la venganza contra los brujos homicidas, un mago oficial activa medicinas que producen la muerte instantánea del nigromante. En eso creyeron los referidos nativos del Sudán a lo largo de los siglos, y lo siguieron haciendo frente a las narices del descreído etnógrafo.
        Con patética perspicacia occidental uno podría decir que los azande debían ocupar lo mejor de sus vidas en acusarse de brujos los unos a otros, toda vez que, en virtud de los elementos expuestos arriba, nadie podría encontrarse alguna vez frente a la evidencia científica de su poder oscuro; por lo menos a Evans-Pritchard le sucedió así, de acuerdo con una línea reveladora de su famoso libro: “Por eso, quizá nada tenga de extraordinario que yo nunca haya oído ninguna confesión de brujería”. Por fuerza, los brujos deben ser los demás. Pero eso no significa que la creencia se revele absurda a ojos de los nativos. ¿El oráculo denuncia como brujo al hijo de alguien que no lo era? Ha de ser que el padre tenía “fría” la materia de brujería o, peor aún, que el hijo es un bastardo. ¿El oráculo señala como brujo a alguien que está seguro de no haber dirigido su malevolencia contra nadie? Se puede ser brujo sin saberlo, y nada más digno de agradecimiento que enterarse a tiempo. ¿Y si el brujo se arrepiente de corazón y, aun así, las desgracias de la víctima crecen como la espuma? Ha de ser que un segundo brujo lo ha tomado como blanco. ¿Y si la autopsia de un hombre acusado de brujo por el oráculo muestra que en él no había ninguna materia de brujería? El falso veredicto se debe entonces a que el mismo oráculo ha sido embrujado, o a que lo ha consultado alguien que no había observado los tabúes de rigor. Una creencia se articula sistemáticamente con otras, de modo que la convicción brujeril se erige redonda, blindada y dominante en las cabezas nativas. Si se es zande, es forzoso creer en brujos.
        Realmente, también se puede creer en brujos si se es inglés; basta haber vivido por un tiempo en Zandeland y haber ocupado un lugar definido en el complejo escenario de las relaciones sociales. El primero en saberlo es Evans-Pritchard, amén de su frase provocadora y lapidaria sobre la presunta inexistencia de los brujos; él, en el primer capítulo de Brujería, magia y oráculos entre los azande, confiesa haber visto una emanación de la materia de brujería surcando la noche: “Sólo una vez he visto la brujería de camino […]. Caminaba por el huerto a espaldas de mi choza, entre plátanos, cuando noté una luz brillante que pasaba por detrás de las chozas de mis sirvientes hacia el caserío de un hombre llamado Tupoi”. Y no hay, más allá de estas líneas, otras que pretendan explicar el chorro luminoso en términos de la lógica científica. De hecho, páginas más adelante, el antropólogo refiere cómo fue introduciéndose, casi sin notarlo, en la lógica zande: “Al principio encontré extraño vivir entre los azande y escuchar las ingenuas explicaciones de las desgracias que, a nuestro parecer, tienen causas evidentes, pero al cabo de algún tiempo aprendí el lenguaje de sus pensamientos y aplicaba nociones de brujería tan espontáneamente como ellos a las situaciones en que tales conceptos eran pertinentes”. El clímax de esta comunión cosmovisional no puede ser otro que la confesión satisfecha de Evans-Pritchard de que, a la postre, consiguió “pensar en negro” y “sentir en negro”. No podía ser de otra manera: tres lustros atrás, en Los argonautas del Pacífico Occidental (1922), Bronisalw Malinowski ya había advertido que las creencias, por fuerza, proyectan su propia realidad. En las décadas que siguieron, muchos antropólogos lo ratificaron de diversas maneras; incluso Clifford Geertz, cuando remasterizó a Max Weber y dijo que la cultura no era más que un entramado de significaciones.
            Porque se piensa en brujos, existen los brujos, y no viceversa. He ahí uno de los más preciados artículos de fe de la ciencia del hombre; fuera de su ámbito, los antropólogos no pueden existir.


Dos mujeres africanas (1950). 
Emmanuel Mané-Katz (1894-1962)


domingo, 3 de agosto de 2014

Antropología a pie



Buenos días, señor Courbet (1854). Gustave Courbet (1819-1877)


Entre los antropólogos colombianos hay poca discusión sobre el hecho que formalizó la existencia de la ciencia del hombre en el país: la fundación en 1935, en Bogotá, de la Escuela Normal Superior. En sus aulas se formaron los primeros licenciados en ciencias sociales, que fue como por entonces se dio en llamar a esos etnólogos consumados. También es un lugar común que, como hitos prehistóricos de ese estreno académico, se aluda al arduo Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena (1884) de Jorge Isaacs ―prueba de que los fluidos días de María habían quedado atrás― y a las excavaciones que dirigió Konrad Theodor Preuss en San Agustín, en 1913. Nadie tiene en cuenta, sin embargo, una curiosa manifestación antropológica ocurrida en vísperas del surgimiento de la academia bogotana.
        En diciembre de 1928, el abogado antioqueño Fernando González y su compadre Benjamín Correa partieron desde Envigado hacia el sur de Colombia, en cumplimiento de un viaje “trascendental” en que esperaban reflexionar con hondura y aclarar lo que había en ellos de “esencial” al cabo de varios años de incisiva educación jesuita. La conclusión a que llegaron los filósofos de provincia es a todas luces frustrante, de acuerdo con la humillada devoción que se manifiesta en las últimas páginas del Viaje a pie (1929) en que Fernando González vertió las impresiones de la aventura: “Confesamos, SEÑOR, que somos el animal que suda y se hunde en la tierra cuando tu voz le llega, así como la lombriz cuando se levanta del cespedón”. Por fortuna, tanta fe no empañó el seso antropológico del escritor, a juzgar por otros pasajes del libro en que desfilan ideas en boga y curiosos anticipos de lo que años después se consignaría en los tratados sobre el hombre y la cultura.
        Dios permite que Fernando González crea con firmeza en la evolución humana. En su libro, el filósofo de Envigado presenta una sugestiva imagen prehistórica, seguro de que ya no corrían los mismos tiempos en que Miguel Antonio Caro condenó públicamente a Jorge Isaacs en razón de su “darwinismo”: hace cuarenta mil años vivía un extraño animal con cerebro pequeño y mandíbulas monstruosas, con labios “horribles” para besar a su amada,  aficionado a la vida arbórea y bípedo solo por necesidad, cuando el acecho del enemigo le obligaba a pararse para otear el horizonte. Después, esa criatura habría de convertirse en un asesino carnívoro, ducho en la manipulación de cuchillos, y llegaría a alcanzar una destreza tal con sus manos que, gracias a ellas, su cultura alcanzó un grado de desarrollo insospechado; incluso, en las tareas más sensuales: “¡La mano! ¡Qué universo tan inmenso de consecuencias fue el invento de la mano! El hacha, el gancho, el cuchillo, el bastón, la palanca…, todo es una prolongación de la mano. Las yemas de los dedos calculan la resistencia, el calor, las curvas… y antes de ellas el amor no era el amor: era un momentáneo acto de fieras”. Un paleoantropólogo de nuestros días no opondría mayores reparos a estas consideraciones.
        Como podría suponerse, también hay atavismos teóricos en las filosofías de Fernando González. Por ejemplo, en su cabeza todavía queda algo de las tesis decimonónicas de John McLennan sobre la escasez de alimentos y el rapto de mujeres entre las sociedades más primitivas: “Allá, en el clan o en la tribu, cuando el hombre estaba dominado principalmente por el hambre, el amor de la mujer era para el luchador fuerte, para el guerrero adornado de plumas”. El antioqueño también se muestra fascinado por la noción del tótem, igualmente acuñada por McLennan y cubierta con una pátina de siniestra solemnidad por James George Frazer en sus lucubraciones evolucionistas; se lee en Viaje a pie: “Era una divinidad monstruosa. Allí estaban el Dios y el Diablo, que aún no se habían especializado en la figura benéfica y venerable del uno y en la atormentada y maligna del otro. Dios y el Diablo eran una sola persona, eran el Tótem de los clanes. Este Tótem causaba las muertes y las guerras; hacía productiva la caza, vencía al enemigo, alejaba la desgracia”. De hecho, un largo párrafo de la crónica filosófica de Fernando González imita el estilo de miscelánea geográfica que es característico en La rama dorada (1890) de Frazer, pues trata de demostrar la relación causal entre el hambre y las conquistas con un largo zurcido de referencias eruditas en que, como en la lente de un calidoscopio, se apiñan Roma, la Acrópolis, Laconia, Esparta, Inglaterra y el estado de Ohio, a su vez escenario de gestas y aventuras de dioses, agricultores, judíos, marineros, aventureros y asesinos.
        Otra cosa sucede de cara al desarrollo de la moderna antropología social, respecto del cual Fernando González muestra algunas dotes de visionario. De una parte, anticipa el “decálogo” malinowskiano de las necesidades humanas básicas al insinuar que el hambre, el amor y el miedo fueron los sentimientos que llevaron al hombre a edificar la cultura; poco importa que el sabio polaco hubiera hablado de “metabolismo” en vez de “hambre”, de “reproducción” en vez de “amor” y de “seguridad” en vez de “miedo”. De otro lado, el filósofo de Envigado anticipó un par de ocurrencias canónicas de Claude Lévi-Strauss, la primera de ellas aquel pretencioso proyecto estructuralista de describir un atardecer como si se tratara de un objeto definido, con partes e interrelaciones explícitas. Lo que el antropólogo francés plasmó en el capítulo séptimo de Tristes trópicos se antoja, apenas, como una ampliación aspaventosa de estas líneas de Fernando González: “vimos hundirse el sol […] como globo de oro, inmenso. Nubes plomizas lo surcaban […]. Apenas hundido allá en nuestro monstruo deseado, el gran Pacífico, principió la gran fiesta dionisiaca de sus colores en las nubes de tierra fría, unas bajas y otras altas. A cada minuto cambiaban los colores. Por donde murió había una ceja de oro, lejana; encima, nubes plomizas, ocre, y una abertura de plata en el cielo”. Apenas faltó agregar que la noche llegaba como por superchería.
        El segundo anticipo levistraussiano no es más que un fina humorada. En un artículo de 1945, el padre del estructuralismo rebatió la popularísima idea de A. R. Radcliffe-Brown de que la “familia elemental” estaba compuesta por los padres y los hijos; según Lévi-Strauss, era necesario que, por la prohibición del incesto, un hombre renunciara a casarse con su hermana, y de ahí que el átomo básico del parentesco también debiera incluir al tío materno. Tres lustros atrás, Fernando González ya había intuido que en cada familia debía incluirse un elemento que explicara el amarre de un grupo con otro; solo que, lejos de pensar en el tío materno, el filósofo pensó en el amante: “Estos franceses ingeniosos comprendieron que el matrimonio, la unión de dos, era un absurdo, como lo es una mesa de dos patas. Entonces inventaron el matrimonio de tres: el marido que paga, la mujer y el amigo […]. ¡Pero el marido es el amigo de otro ménage à trois!”. La fórmula se cumple en no pocas sociedades contemporáneas.
        Con razón se defiende a brazo partido ―a pesar del reposo que tanto gusta a los antropólogos de poltrona― que los etnógrafos vayan hasta los últimos rincones del mundo a informarse sobre la condición humana: según se ve, el ejercicio del viaje estimula las mejores ocurrencias.


El caminante sobre el mar de nubes (1817-1818).
Caspar David Friedrich (1774-1840)


Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...