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Buenos días, señor Courbet (1854). Gustave Courbet (1819-1877) |
Entre los antropólogos colombianos hay poca discusión sobre el
hecho que formalizó la existencia de la ciencia del hombre en el país: la
fundación en 1935, en Bogotá, de la Escuela Normal Superior. En sus aulas se
formaron los primeros licenciados en ciencias sociales, que fue como por
entonces se dio en llamar a esos etnólogos consumados. También es un lugar
común que, como hitos prehistóricos de ese estreno académico, se aluda al arduo
Estudio sobre las tribus indígenas del
Magdalena (1884) de Jorge Isaacs ―prueba
de que los fluidos días de María
habían quedado atrás― y a
las excavaciones que dirigió Konrad Theodor Preuss en San Agustín, en 1913. Nadie
tiene en cuenta, sin embargo, una curiosa manifestación antropológica ocurrida
en vísperas del surgimiento de la academia bogotana.
En diciembre de 1928, el abogado antioqueño
Fernando González y su compadre Benjamín Correa partieron desde Envigado hacia
el sur de Colombia, en cumplimiento de un viaje “trascendental” en que
esperaban reflexionar con hondura y aclarar lo que había en ellos de “esencial”
al cabo de varios años de incisiva educación jesuita. La conclusión a que llegaron
los filósofos de provincia es a todas luces frustrante, de acuerdo con la humillada
devoción que se manifiesta en las últimas páginas del Viaje a pie (1929) en que Fernando González vertió las impresiones
de la aventura: “Confesamos, SEÑOR, que somos el animal que suda y se hunde en
la tierra cuando tu voz le llega, así como la lombriz cuando se levanta del
cespedón”. Por fortuna, tanta fe no empañó el seso antropológico del escritor,
a juzgar por otros pasajes del libro en que desfilan ideas en boga y curiosos
anticipos de lo que años después se consignaría en los tratados sobre el hombre
y la cultura.
Dios permite que Fernando González crea
con firmeza en la evolución humana. En su libro, el filósofo de Envigado presenta una sugestiva imagen prehistórica, seguro de que ya no corrían los
mismos tiempos en que Miguel Antonio Caro condenó públicamente a Jorge Isaacs en
razón de su “darwinismo”: hace cuarenta mil años vivía un extraño animal con
cerebro pequeño y mandíbulas monstruosas, con labios “horribles” para besar a
su amada, aficionado a la vida arbórea y
bípedo solo por necesidad, cuando el acecho del enemigo le obligaba a pararse
para otear el horizonte. Después, esa criatura habría de convertirse en un
asesino carnívoro, ducho en la manipulación de cuchillos, y llegaría a alcanzar
una destreza tal con sus manos que, gracias a ellas, su cultura alcanzó un
grado de desarrollo insospechado; incluso, en las tareas más sensuales: “¡La
mano! ¡Qué universo tan inmenso de consecuencias fue el invento de la mano! El
hacha, el gancho, el cuchillo, el bastón, la palanca…, todo es una prolongación
de la mano. Las yemas de los dedos calculan la resistencia, el calor, las
curvas… y antes de ellas el amor no era el amor: era un momentáneo acto de
fieras”. Un paleoantropólogo de nuestros días no opondría mayores reparos a
estas consideraciones.
Como podría suponerse, también hay
atavismos teóricos en las filosofías de Fernando González. Por ejemplo, en su
cabeza todavía queda algo de las tesis decimonónicas de John McLennan sobre la
escasez de alimentos y el rapto de mujeres entre las sociedades más primitivas:
“Allá, en el clan o en la tribu, cuando el hombre estaba dominado
principalmente por el hambre, el amor de la mujer era para el luchador fuerte,
para el guerrero adornado de plumas”. El antioqueño también se muestra
fascinado por la noción del tótem,
igualmente acuñada por McLennan y cubierta con una pátina de siniestra
solemnidad por James George Frazer en sus lucubraciones evolucionistas; se lee
en Viaje a pie: “Era una divinidad
monstruosa. Allí estaban el Dios y el Diablo, que aún no se habían
especializado en la figura benéfica y venerable del uno y en la atormentada y
maligna del otro. Dios y el Diablo eran una sola persona, eran el Tótem de los clanes. Este Tótem causaba las muertes y las
guerras; hacía productiva la caza, vencía al enemigo, alejaba la desgracia”. De
hecho, un largo párrafo de la crónica filosófica de Fernando González imita el
estilo de miscelánea geográfica que es característico en La rama dorada (1890) de Frazer, pues
trata de demostrar la relación causal entre el hambre y las conquistas con un
largo zurcido de referencias eruditas en que, como en la lente de un
calidoscopio, se apiñan Roma, la Acrópolis, Laconia, Esparta, Inglaterra y el
estado de Ohio, a su vez escenario de gestas y aventuras de dioses,
agricultores, judíos, marineros, aventureros y asesinos.
Otra cosa sucede de cara al desarrollo
de la moderna antropología social, respecto del cual Fernando González muestra
algunas dotes de visionario. De una parte, anticipa el “decálogo” malinowskiano
de las necesidades humanas básicas al insinuar que el hambre, el amor y el
miedo fueron los sentimientos que llevaron al hombre a edificar la cultura;
poco importa que el sabio polaco hubiera hablado de “metabolismo” en vez de
“hambre”, de “reproducción” en vez de “amor” y de “seguridad” en vez de “miedo”.
De otro lado, el filósofo de Envigado anticipó un par de ocurrencias canónicas
de Claude Lévi-Strauss, la primera de ellas aquel pretencioso proyecto
estructuralista de describir un atardecer como si se tratara de un objeto
definido, con partes e interrelaciones explícitas. Lo que el antropólogo francés
plasmó en el capítulo séptimo de Tristes
trópicos se antoja, apenas, como una ampliación aspaventosa de estas líneas
de Fernando González: “vimos hundirse el sol […] como globo de oro, inmenso.
Nubes plomizas lo surcaban […]. Apenas hundido allá en nuestro monstruo
deseado, el gran Pacífico, principió la gran fiesta dionisiaca de sus colores
en las nubes de tierra fría, unas bajas y otras altas. A cada minuto cambiaban
los colores. Por donde murió había una ceja de oro, lejana; encima, nubes
plomizas, ocre, y una abertura de plata en el cielo”. Apenas faltó agregar que
la noche llegaba como por superchería.
El segundo anticipo levistraussiano no es más que un fina
humorada. En un artículo de 1945, el padre del estructuralismo rebatió la
popularísima idea de A. R. Radcliffe-Brown de que la “familia elemental” estaba
compuesta por los padres y los hijos; según Lévi-Strauss, era necesario que,
por la prohibición del incesto, un hombre renunciara a casarse con su hermana,
y de ahí que el átomo básico del parentesco también debiera incluir al tío
materno. Tres lustros atrás, Fernando González ya había intuido que en cada
familia debía incluirse un elemento que explicara el amarre de un grupo con
otro; solo que, lejos de pensar en el tío materno, el filósofo pensó en el
amante: “Estos franceses ingeniosos comprendieron que el matrimonio, la unión
de dos, era un absurdo, como lo es una mesa de dos patas. Entonces inventaron
el matrimonio de tres: el marido que paga, la mujer y el amigo […]. ¡Pero el
marido es el amigo de otro ménage à trois!”.
La fórmula se cumple en no pocas sociedades contemporáneas.
Con razón se defiende a brazo
partido ―a pesar del reposo que tanto gusta a los antropólogos de poltrona― que
los etnógrafos vayan hasta los últimos rincones del mundo a informarse sobre la
condición humana: según se ve, el ejercicio del viaje estimula las mejores
ocurrencias.
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El caminante sobre el mar de nubes (1817-1818). Caspar David Friedrich (1774-1840) |