Rostro y manos (1995). Oswaldo Guayasamín (1919-1999) |
La antropología, casi desde el mismo momento de su
nacimiento, ha soportado la acusación de ser hija del colonialismo occidental
sobre el mundo. A antropólogos tan realengos como A. R. Radcliffe-Brown cabe no
poca responsabilidad en la popularidad de tan grisáceo juicio, habida cuenta de
su convicción de que la ciencia del hombre debía propiciar sistemas políticos
que garantizaran “relaciones armoniosas” entre indígenas y blancos. Sin
embargo, la defensa es tan fácil como el ataque: lejos de ser hija, la
antropología ha sido realmente vasalla de la hegemonía occidental, y se la ha
usado para producir un conocimiento de la cultura cuya aplicación, pocas veces, ha
sido controlada por los antropólogos. Digan lo que digan los colegas más
románticos, en descubrir, traducir y divulgar parece agotarse el gesto específico
de la disciplina.
Por supuesto, no es poca cosa arrojar luz sobre los
misterios de la cultura, y mucho menos cuando, de lo que se trata, es de encarar
las más solemnes ilusiones nacionales. Lo sabe bien el antropólogo ecuatoriano
Ernesto Salazar, quien, a un lado de sus sesudas investigaciones sobre el
cuaternario en la esquina noroccidental de Suramérica, se ha dedicado a cazar
los fantasmas arqueológicos que desvelan a buena parte de sus paisanos. La
mejor prueba de esa labor de exorcista es un librito editado varias veces en
las últimas décadas, Entre mitos y
fábulas. El Ecuador aborigen (1995), un trabajo abiertamente crítico frente
a los entusiasmos patrioteros, los anacronismos científicos y las mentiras
deliberadas de los libros escolares, y por eso mismo divertido hasta la
carcajada. Como prueba de ello bastaría citar el capítulo de cierre, en que
Salazar acude a su experiencia de niño engatusado y de arqueólogo curtido para
dirigir consejos a los guaqueros: “Una o varias botellas de trago, según el
número de participantes, son imprescindibles para minimizar las malas
influencias del aire de otros tiempos atrapado en las tumbas, y las emanaciones
virulentas de los esqueletos”.
Entre los infundios desnudados por Salazar ocupa un lugar
privilegiado el que concierne al tesoro del muy célebre Atahualpa. Como bien se
sabe en nuestros Andes, el popularmente llamado “Príncipe de Quito” ―porque,
mientras no medie en contra un dato contundente, puede presumírselo natural de
la rancia capital ecuatoriana― arrebató el trono de los incas a su hermano
Huáscar y, casi inmediatamente, fue apresado por Francisco Pizarro, quien
esperaba recibir de los indígenas un cuantioso botín de oro y plata como pago
por la libertad de su señor. La impaciente codicia de los españoles hizo que
Atahualpa fuera agarrotado en Cajamarca el 26 de julio de 1533, mucho antes de
que el tesoro prometido fuera completado. De acuerdo con algunos cronistas, los
tributarios indios, afligidos e indignados por el proceder de quienes, desde
entonces (y hasta hoy) creyeron monstruos carnívoros, tomaron las riquezas que
aún no habían llegado a manos de Pizarro y las escondieron en lugares que la
imaginación ecuatoriana y mundial, todavía hoy, no ha logrado desentrañar. El
valioso entierro, nacido de la desgracia, era llamado “Lágrimas del Sol” por
los últimos incas, y todavía puede ser llamado así si se tiene en cuenta el raudal de llanto que ha arrancado a los buscafortunas.
En una paciente y meticulosa labor de ratón de biblioteca,
Ernesto Salazar ha dado con los documentos en que se cuentan las historias, se
reproducen los mapas y se describen los derroteros necesarios para dar con una
riqueza que, sin embargo, a la fecha nadie ha encontrado. Dos lugares de la
geografía ecuatoriana son los más recurridos cuando se intenta ponerle
coordenadas al tesoro de los incas: la localidad de Quinara, al sur del país, y
los montes Llanganati, sembrados no lejos del volcán Tungurahua. La leyenda
oficial en Quinara no podría ser más pintoresca: para hallar el tesoro hay que
excavar bajo una piedra con un rostro labrado, hasta encontrar una especie de
silbato; este debe ser tocado junto a la piedra, hasta que alguien que haya
seguido caminando en la dirección indicada por los ojos de la talla deje de
escuchar el sonido: allí estará el tesoro. Mientras tanto, el protocolo que
debe cumplirse en Llanganati obliga, en algún momento, a encontrar unos cerros
en la forma de una “mujer reclinada”. A Salazar le basta su erudición arqueológica
para echar por tierra las leyendas: sabe, por ejemplo, que es absurdo encontrar
algo en Quinara antes de cavar muchísimos metros (tantos, que vencerían el
tesón de cualquier aventurero); y le parece que las pistas que ―además del
bulto femenino― componen el otro derrotero son contingentes y, por ende, de
improbable duración histórica (por ejemplo, que haya fragmentos de ollas en la
intemperie del camino). Sin embargo, con inigualable generosidad, el cazafantasmas
no solo ofrece argumentos científicos; también objeta las leyendas con la sorna
propia del más sano sentido común: “Si la ubicación del tesoro de Quinara
dependía del pulmón del que sopla la quipa y de la agudeza auditiva del que
recorre el terreno, la percepción de la ‘mujer reclinada’, supongo yo,
dependerá grandemente de la libido de los huaqueros, que estará sin duda
exacerbada por los largos días de marcha y las nieblas de los Llanganati”. A
veces pareciera ―a despecho de Shakespeare― que entre cielo y tierra no hay
tantas cosas como las que sueña nuestra filosofía.
Consciente de que su tarea termina con la divulgación
de sus datos, Salazar dedica el último capítulo de su libro a simular, con toda
socarronería, que él mismo puede dirigir la aplicación de su saber, y es
entonces cuando toma del pelo a los buscadores de tesoros del futuro; con pleno
descaro, les recomienda instrumentos, avíos y procedimientos. No es más sincero
cuando consigna su consejo final: “Con esto sólo me falta desearle buena
suerte, y recomendarle por última vez: ¡no sea ambicioso!...”. Es claro que se
debe ser ambicioso, y sobre todo cuando se trata de conocer todos los recovecos
y embrollos de las tradiciones humanas. Ya desde el prólogo de Entre mitos y fábulas. El Ecuador aborigen,
consciente de estar cumpliendo con su más sagrada misión de antropólogo, Ernesto
Salazar se acusa de un desliz que ―sabe con creces― le será dispensado: “Confieso
que me dejé llevar por el entusiasmo y me alargué tal vez demasiado”. En
antropología siempre hay que alargarse, y de ahí que, antes de bajar el telón
de esta crónica, sea necesario excusar su cortedad.Quito verde (1948). Oswaldo Guayasamín (1919-1999) |
Escribe mi amigo Pablo Montoya (a mi cuenta personal, con discreción que traiciono solo por no ver íngrima esta página de comentarios) lo siguiente:
ResponderEliminar"Querido Juan Carlos:
Excelentes tus Lágrimas de sol. Me acordé de mi remota lectura de El Tesoro de los Incas de Salgari.
Un abrazo,
Pablo".
Es obvio que lo que me interesa es compartir no tanto los laureles como la singular referencia libresca.