sábado, 10 de mayo de 2014

Lágrimas del Sol



Rostro y manos (1995). Oswaldo Guayasamín (1919-1999)


La antropología, casi desde el mismo momento de su nacimiento, ha soportado la acusación de ser hija del colonialismo occidental sobre el mundo. A antropólogos tan realengos como A. R. Radcliffe-Brown cabe no poca responsabilidad en la popularidad de tan grisáceo juicio, habida cuenta de su convicción de que la ciencia del hombre debía propiciar sistemas políticos que garantizaran “relaciones armoniosas” entre indígenas y blancos. Sin embargo, la defensa es tan fácil como el ataque: lejos de ser hija, la antropología ha sido realmente vasalla de la hegemonía occidental, y se la ha usado para producir un conocimiento de la cultura cuya aplicación, pocas veces, ha sido controlada por los antropólogos. Digan lo que digan los colegas más románticos, en descubrir, traducir y divulgar parece agotarse el gesto específico de la disciplina.
        Por supuesto, no es poca cosa arrojar luz sobre los misterios de la cultura, y mucho menos cuando, de lo que se trata, es de encarar las más solemnes ilusiones nacionales. Lo sabe bien el antropólogo ecuatoriano Ernesto Salazar, quien, a un lado de sus sesudas investigaciones sobre el cuaternario en la esquina noroccidental de Suramérica, se ha dedicado a cazar los fantasmas arqueológicos que desvelan a buena parte de sus paisanos. La mejor prueba de esa labor de exorcista es un librito editado varias veces en las últimas décadas, Entre mitos y fábulas. El Ecuador aborigen (1995), un trabajo abiertamente crítico frente a los entusiasmos patrioteros, los anacronismos científicos y las mentiras deliberadas de los libros escolares, y por eso mismo divertido hasta la carcajada. Como prueba de ello bastaría citar el capítulo de cierre, en que Salazar acude a su experiencia de niño engatusado y de arqueólogo curtido para dirigir consejos a los guaqueros: “Una o varias botellas de trago, según el número de participantes, son imprescindibles para minimizar las malas influencias del aire de otros tiempos atrapado en las tumbas, y las emanaciones virulentas de los esqueletos”.
        Entre los infundios desnudados por Salazar ocupa un lugar privilegiado el que concierne al tesoro del muy célebre Atahualpa. Como bien se sabe en nuestros Andes, el popularmente llamado “Príncipe de Quito” ―porque, mientras no medie en contra un dato contundente, puede presumírselo natural de la rancia capital ecuatoriana― arrebató el trono de los incas a su hermano Huáscar y, casi inmediatamente, fue apresado por Francisco Pizarro, quien esperaba recibir de los indígenas un cuantioso botín de oro y plata como pago por la libertad de su señor. La impaciente codicia de los españoles hizo que Atahualpa fuera agarrotado en Cajamarca el 26 de julio de 1533, mucho antes de que el tesoro prometido fuera completado. De acuerdo con algunos cronistas, los tributarios indios, afligidos e indignados por el proceder de quienes, desde entonces (y hasta hoy) creyeron monstruos carnívoros, tomaron las riquezas que aún no habían llegado a manos de Pizarro y las escondieron en lugares que la imaginación ecuatoriana y mundial, todavía hoy, no ha logrado desentrañar. El valioso entierro, nacido de la desgracia, era llamado “Lágrimas del Sol” por los últimos incas, y todavía puede ser llamado así si se tiene en cuenta el raudal de llanto que ha arrancado a los buscafortunas.
        En una paciente y meticulosa labor de ratón de biblioteca, Ernesto Salazar ha dado con los documentos en que se cuentan las historias, se reproducen los mapas y se describen los derroteros necesarios para dar con una riqueza que, sin embargo, a la fecha nadie ha encontrado. Dos lugares de la geografía ecuatoriana son los más recurridos cuando se intenta ponerle coordenadas al tesoro de los incas: la localidad de Quinara, al sur del país, y los montes Llanganati, sembrados no lejos del volcán Tungurahua. La leyenda oficial en Quinara no podría ser más pintoresca: para hallar el tesoro hay que excavar bajo una piedra con un rostro labrado, hasta encontrar una especie de silbato; este debe ser tocado junto a la piedra, hasta que alguien que haya seguido caminando en la dirección indicada por los ojos de la talla deje de escuchar el sonido: allí estará el tesoro. Mientras tanto, el protocolo que debe cumplirse en Llanganati obliga, en algún momento, a encontrar unos cerros en la forma de una “mujer reclinada”. A Salazar le basta su erudición arqueológica para echar por tierra las leyendas: sabe, por ejemplo, que es absurdo encontrar algo en Quinara antes de cavar muchísimos metros (tantos, que vencerían el tesón de cualquier aventurero); y le parece que las pistas que ―además del bulto femenino― componen el otro derrotero son contingentes y, por ende, de improbable duración histórica (por ejemplo, que haya fragmentos de ollas en la intemperie del camino). Sin embargo, con inigualable generosidad, el cazafantasmas no solo ofrece argumentos científicos; también objeta las leyendas con la sorna propia del más sano sentido común: “Si la ubicación del tesoro de Quinara dependía del pulmón del que sopla la quipa y de la agudeza auditiva del que recorre el terreno, la percepción de la ‘mujer reclinada’, supongo yo, dependerá grandemente de la libido de los huaqueros, que estará sin duda exacerbada por los largos días de marcha y las nieblas de los Llanganati”. A veces pareciera ―a despecho de Shakespeare― que entre cielo y tierra no hay tantas cosas como las que sueña nuestra filosofía.
        Consciente de que su tarea termina con la divulgación de sus datos, Salazar dedica el último capítulo de su libro a simular, con toda socarronería, que él mismo puede dirigir la aplicación de su saber, y es entonces cuando toma del pelo a los buscadores de tesoros del futuro; con pleno descaro, les recomienda instrumentos, avíos y procedimientos. No es más sincero cuando consigna su consejo final: “Con esto sólo me falta desearle buena suerte, y recomendarle por última vez: ¡no sea ambicioso!...”. Es claro que se debe ser ambicioso, y sobre todo cuando se trata de conocer todos los recovecos y embrollos de las tradiciones humanas. Ya desde el prólogo de Entre mitos y fábulas. El Ecuador aborigen, consciente de estar cumpliendo con su más sagrada misión de antropólogo, Ernesto Salazar se acusa de un desliz que ―sabe con creces― le será dispensado: “Confieso que me dejé llevar por el entusiasmo y me alargué tal vez demasiado”. En antropología siempre hay que alargarse, y de ahí que, antes de bajar el telón de esta crónica, sea necesario excusar su cortedad.



Quito verde (1948). Oswaldo Guayasamín (1919-1999)

1 comentario:

  1. Escribe mi amigo Pablo Montoya (a mi cuenta personal, con discreción que traiciono solo por no ver íngrima esta página de comentarios) lo siguiente:

    "Querido Juan Carlos:

    Excelentes tus Lágrimas de sol. Me acordé de mi remota lectura de El Tesoro de los Incas de Salgari.

    Un abrazo,

    Pablo".

    Es obvio que lo que me interesa es compartir no tanto los laureles como la singular referencia libresca.

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