Criatura muerta (1944). Cândido Portinari (1903-1962) |
“Solo existen dos clases de seres humanos, señor. Los vivos
y los muertos”, filosofa un telegrafista caído en desgracia en una de las
historias hindúes de Rudyard Kipling. El aserto se antoja como un juego de
palabras ligado a un referente delirante: una sociedad de prototumba y
ultratumba. Sin embargo, quizá se trate de una observación antropológica
plausible y, más que eso, obvia. Porque, si a las sociedades humanas las hace
posibles la radical distinción de cada uno de sus integrantes, nada podría ser
más coherente que una sociedad de vivos y muertos; de hecho, acaso esta
resultara más armónica que las que, en todos los tiempos, se han empeñado en reunir
a ricos y pobres.
Hace más de
medio siglo, el historiador, sociólogo y antropólogo brasileño Gilberto Freyre ―autor de la inmortal Casa grande y senzala (1933) y alumno, en su momento,
de Franz Boas― se empeñó
en describir los principales lances entre vivos y fantasmas de la ciudad de
Recife. El libro que resultó del ejercicio, Espantos
de Recife antiguo (Assombrações do
Recife velho) (1955), parte de la
idea de que, si una convicción participa de algún orden de la realidad, no
habría por qué desestimar sociológicamente los fenómenos de diversa índole que permiten
la comunión entre vivos y muertos. Cuando un ciudadano común pide compañía a su
ángel de la guarda o a su querido tío recién fallecido, cuando algún pusilánime
teme a un enemigo muerto o cuando un desdichado Fausto cree haber celebrado un
intenso palique con el Diablo, lo que propiamente se está manifestando es una
particular sociabilidad; una que ―sociabilidad al fin y al cabo― se materializa
en torno de intereses reconocibles y da lugar a influencias y actitudes
concretas. Desmayarse de pavor ante un fantasma no deja de ser, de acuerdo con
Freyre, una “forma de convivencia”.
A fuer de antropólogo, el sabio
brasileño no se contenta con reseñar los diversos roles y estatus vigentes en
la sociedad de vivos y muertos. Con el ojo puesto en las particularidades
culturales, también sabe encontrar lo que es peculiar en diversas tradiciones
fantasmales. De ahí el que logre establecer, por ejemplo, que mientras los
espectros cariocas suelen husmear en el futuro y anunciarlo, los de Recife se
contentan con traer a colación el pasado. Eso sí, nadie como un fantasma inglés
para sumirse con obstinación en los tiempos idos; según Freyre, “está tan preso
en su casa o en su castillo que cuando los reconstructores de casas viejas
alteran el piso, elevándolo, el fantasma típicamente inglés solo se deja ver por
la mitad: no se entera de la nueva forma de la casa”. Mientras tanto, los
fantasmas del norte brasileño gustan de la aventura y suelen viajar de pueblo en pueblo,
como gitanos, sin sentir ninguna nostalgia por los edificios que los vieron
nacer… y morir.
El examen etnológico del Recife
fantasma lleva a Freyre a la comprensión de lo muy frágil que es, a la postre, la
comunidad de los muertos. Sus miembros se encuentran a gusto solo en el lugar
cuyo nombre evoca sus méritos, tal como aconteció en Recife con los endriagos
que solían aparecerse en el yermo de Espanta-Moça, hasta que los “burgueses
progresistas” construyeron allí un aeropuerto y, avergonzados de rendir culto a
una leyenda, cambiaron el nombre del sitio por el del ingeniero Alberto Santos
Dumont (sin duda que de allí tomaron inspiración los burócratas colombianos que
propusieron cambiar el nombre del Aeropuerto Eldorado por el de Luis Carlos
Galán Sarmiento). Tampoco son estos fantasmas amantes de la luz, y de ahí que
acabe acorralándolos ―cuando no desvaneciéndolos― el luminoso crecimiento de
las ciudades; Freyre alude a ello con especial brío y patente ironía: “El
esplendor del hidrógeno que venía a sustituir la luz mortecina del aceite de
Carrapato fue un golpe casi de muerte
en el dominio que hasta entonces venían ejerciendo las almas de los muertos
sobre las calles oscuras de Recife”. Finalmente, anótese que los espectros de esta ciudad
son hipersensibles a las mudanzas ecológicas, de modo que, en tanto seres
urbanos, no se adaptan al ámbito rural, de la misma manera que ―a diferencia de
lo que ocurre entre los vivos― no se verifican dolorosos éxodos desde el campo.
En Recife, escribe el especialista, “la vida sobrenatural parece regulada por
invisibles posturas urbanas que prohíben la entrada al área de la ciudad y en
sus alrededores del pécari, el puercoespín y otros animales encantados del
matorral”. Palabras más, palabras menos: con los árboles se arrancan
de cuajo los fantasmas.Gilberto Freyre sugiere, con nítido sabor de conclusión, que la supervivencia de las historias que vinculan a vivos y muertos, a fantasmas monstruosos y a hombres, se debe a la persistente heterogeneidad cultural de nuestras sociedades latinoamericanas, a un mismo tiempo “europeas, africanas, indígenas”. En ese sentido, no es gratuito que en el antropólogo ejerza una indoblegable fascinación la figura del hombre lobo (o lobisomem), “más mestizo que puro”. Con todo, la dramática descripción de la muerte de los fantasmas entre las grandes obras de concreto, las luces rutilantes y los árboles talados da pie para redondear la conclusión con el mismo tino antropológico pero, indudablemente, con mucho menos optimismo: si las sociedades de vivos y muertos son nada más que un trasunto de las sociedades de europeos e indios, queda clara la correspondencia entre fantasmas y nativos. El indígena, por más que ahora asuste ―o por eso mismo―, terminará desapareciendo entre las lustrosas paredes de las urbes. En las ciudades colombianas, por lo menos, ya se lo ve mendicante, vendiendo su dignidad por una moneda gastada.
Retirantes (1944). Cândido Portinari (1903-1962) |