viernes, 7 de marzo de 2014

Japonerías y chinerías



Retrato de Émile Zola (1868). Édouard Manet (1832-1883)


Llueve sobre mojado cada vez que alguien apela a La rama dorada (1890) de James George Frazer para aducir un ejemplo de buena escritura en antropología. Pero en 1942 ―cuando el cadáver del escocés todavía conservaba su calor― no era del todo un cliché ponderar su talento literario. Fue en ese momento cuando, en un artículo de homenaje, Bronislaw Malinowski anotó que su maestro había dado muestras de una “capacidad de artista” a la hora de crear en sus tratados etnológicos un “propio y exclusivo mundo quimérico”; que había sabido hacer de una larga serie de testimonios etnográficos una “narración dramática”; y que, ante sus personajes primitivos, dejaba ver un especial interés por sus “picardías y placeres”. Lástima que el panegírico literario desnudara algo que hoy es, también, un lugar común en la historia de la antropología: los prejuicios evolucionistas del autor de La rama dorada.
        Para vencer el maleficio del déjà-vu en lo tocante a la archisabida ponderación literaria y a los juicios viciados de Frazer, vale la pena arriesgar una consideración sobre La rama dorada en el contexto de la literatura hispanoamericana que le fue contemporánea. La ocurrencia es poco menos que inédita, toda vez que el vínculo entre esa Biblia antropológica y la literatura de este lado del mundo solo ha sido reconocido, hasta ahora, en las incursiones del ilustre Jorge Luis Borges en las páginas de quien fue, casi, su compatriota; excursión libresca de la que nació el célebre ensayo “El arte narrativo y la magia” (1932). Sin embargo, hay todavía mucha tela por cortar a propósito del maridaje entre la literatura decimonónica hispanoamericana y La rama dorada; basta considerar, por ejemplo, la muy peregrina alusión que, en el capítulo XLVIII de su obra cumbre, hace el antropólogo escocés de una novela titular del costumbrismo colombiano: Tránsito (1886), del bogotano Luis Segundo de Silvestre.
        Con todo, no es a la luz del costumbrismo que cabe revisar La rama dorada, sino bajo los reflectores de la escuela que, por su pretensión universalista, le fue contraria: el modernismo. Las interminables letanías etnológicas en que Frazer mezcla datos y chismes de los cinco continentes tendrían una parte importante de lo que es esencial en la corriente artística capitaneada por Rubén Darío, quien, dicho sea de paso, ganó la atención del mundo justo en la década en que apareció la primera versión de La rama dorada. Los modernistas, que por un lado habían aprendido de los parnasianos franceses el gusto por los objetos, por otro sentían la necesidad de reclamar su derecho a gozar del mundo, y de ahí que su expresión poética culminara, no pocas veces, en inventarios de los más rutilantes objetos del exotismo planetario; el Gran Rubén advierte algo de eso en el prefacio de sus Prosas profanas (1896): “veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles”. El cubano Julián del Casal declara con especial brío, en uno de sus sonetos, el mismo sentir: “Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices pintados de oro y flores / y las brillantes lunas venecianas”. Con sobrada razón, los críticos de la poesía del continente se han referido, con inocente sorna, a las “japonerías” y “chinerías” que encandilaron a los modernistas.
        Si no en una misma estrofa, los objetos e imágenes de países lejanos coleccionados por Frazer se acomodan en el mismo párrafo. Un pasaje entre mil, pillado al azar entre las ochocientas páginas de La rama dorada, informa sobre los diversos conjuros para controlar la lluvia conocidos por los wambuge del África oriental, los habitantes de un distrito de Sumatra, los garos de Assam, los nativos de Timor, los aldeanos de las montañas japonesas, los wagogos, los matabeles, los bechuanas y los angoni; creencias, todas estas, materializadas en un museo etnológico que reúne ovejas con el vientre hendido, brujos vestidos de negro, cócteles de hiel y sangre, mujeres desnudas, tripas de buey quemadas y perros negros traspasados por saetas. El ansia modernista de rodar por los países más lejanos para apropiarse de sus cosas es explícita en Frazer, según se lee en el primer capítulo de su grueso tratado, allí donde define su aventura escritural como tocada por “el encanto e interés de un viaje de descubrimiento”, viaje en que serán alcanzados “países extraños con gentes extrañas y costumbres más extrañas aún”.
        El énfasis puesto en la alteridad radical de las culturas ha hecho que muchos interpreten el exotismo de Frazer como una manera del desprecio; por supuesto, a esa lectura de las cosas también la empujan anécdotas como aquella según la cual el antropólogo escocés, en una reunión de eruditos, pidió a Dios que lo librara de toparse con algún primitivo. Sin embargo, todavía queda por ensayar una exégesis que libera al autor de La rama dorada de la acusación del prejuicio: aquella de que él puso a los rústicos habitantes de mil comarcas remotas al lado de sus queridos Homero y Virgilio solo porque quería imbuirse del prestigio que da untarse de mundo; del aura que se contagia con solo tocar lo otro. Sir James George Frazer, de cara a sus lectores, bien pudiera haberse encomendado a un verso de Rubén Darío: “Ámame así, fatal, cosmopolita”.


Retrato de Rubén Darío (2013). Sergio Michilini (1948)

2 comentarios:

  1. El bueno de Frazer cantó, al igual que Burton o Russel Wallace, las bondades y exotismos del oriente. En el universo victoriano, aquellos "países lejanos", también socorridos en las poesías de su paisano Stevenson, hoy son materia de la más dilecta naturaleza -con tintes eurocéntricos- para un cursillo que inicia en Heródoto y termina en Conrad. Cursillo que se imparte a eso del medio día, en horario de almuerzo, en el programa de Historia. Muy chimba la entrada.

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  2. Esto escribe a mi cuenta personal mi amigo Selnicho Vivas Hurtado, también conocido como "Mico churuco":

    "Querido Juan Carlos: Gracias por esta pista. En mis lecturas de Kafka había visto justamente a un antropólogo de poltrona, conocedor de libros de viajes y de historias de mundos exóticos, lector de cuentos chinos y de historias de indígenas. Y no era el único. El expresionismo alemán abunda en estos avatares con viajes imaginarios: Valga mencionar a Robert Musil y su hombre sin atributos que anda a la búsqueda de los tiempos ancestrales. Los modernistas, sigo tu pista, entre los que caben Rubén Darío y Silva, no fueron apenas lectores de la poesía francesa, sino justamente consumidores de sueños fantásticos. Silva dice en su novela que el personaje estudia a los mayas, a los aztecas. Darío en el prólogo de Cantos de vida y esperanza afirma que si hay algo poético en América, seguramente Palenque y Teotihuacán. El Modenismo como reacción a la modernidad. Un abrazo,Selnich".

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