Retrato de Émile Zola (1868). Édouard Manet (1832-1883) |
Llueve
sobre mojado cada vez que alguien apela a La
rama dorada (1890) de James George Frazer para aducir un ejemplo de buena escritura
en antropología. Pero en 1942 ―cuando el cadáver del escocés todavía conservaba
su calor― no era del todo un cliché ponderar su talento literario. Fue en ese
momento cuando, en un artículo de homenaje, Bronislaw Malinowski anotó que su
maestro había dado muestras de una “capacidad de artista” a la hora de crear en
sus tratados etnológicos un “propio y exclusivo mundo quimérico”; que había
sabido hacer de una larga serie de testimonios etnográficos una “narración
dramática”; y que, ante sus personajes primitivos, dejaba ver un especial
interés por sus “picardías y placeres”. Lástima que el panegírico literario
desnudara algo que hoy es, también, un lugar común en la historia de la
antropología: los prejuicios evolucionistas del autor de La rama dorada.
Para
vencer el maleficio del déjà-vu en lo
tocante a la archisabida ponderación literaria y a los juicios viciados de
Frazer, vale la pena arriesgar una consideración sobre La rama dorada en el contexto de la literatura hispanoamericana que
le fue contemporánea. La ocurrencia es poco menos que inédita, toda vez que el
vínculo entre esa Biblia antropológica y la literatura de este lado del mundo solo
ha sido reconocido, hasta ahora, en las incursiones del ilustre Jorge Luis
Borges en las páginas de quien fue, casi, su compatriota; excursión libresca de
la que nació el célebre ensayo “El arte narrativo y la magia” (1932). Sin embargo, hay
todavía mucha tela por cortar a propósito del maridaje entre la literatura
decimonónica hispanoamericana y La
rama dorada; basta considerar, por ejemplo, la muy peregrina alusión que,
en el capítulo XLVIII de su obra
cumbre, hace el antropólogo escocés de una novela titular del costumbrismo
colombiano: Tránsito (1886), del
bogotano Luis Segundo de Silvestre.
Con
todo, no es a la luz del costumbrismo que cabe revisar La rama dorada, sino bajo los reflectores de la escuela que, por su
pretensión universalista, le fue contraria: el modernismo. Las interminables
letanías etnológicas en que Frazer mezcla datos y chismes de los cinco
continentes tendrían una parte importante de lo que es esencial en la corriente
artística capitaneada por Rubén Darío, quien, dicho sea de paso, ganó la
atención del mundo justo en la década en que apareció la primera versión de La rama dorada. Los modernistas, que por
un lado habían aprendido de los parnasianos franceses el gusto por los objetos,
por otro sentían la necesidad de reclamar su derecho a gozar del mundo, y de
ahí que su expresión poética culminara, no pocas veces, en inventarios de los
más rutilantes objetos del exotismo planetario; el Gran Rubén advierte algo de
eso en el prefacio de sus Prosas profanas
(1896): “veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de
países lejanos o imposibles”. El cubano Julián del Casal declara con especial brío,
en uno de sus sonetos, el mismo sentir: “Amo el bronce, el cristal, las
porcelanas, / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices pintados de oro
y flores / y las brillantes lunas venecianas”. Con sobrada razón, los críticos
de la poesía del continente se han referido, con inocente sorna, a las “japonerías”
y “chinerías” que encandilaron a los modernistas.
Si
no en una misma estrofa, los objetos e imágenes de países lejanos coleccionados
por Frazer se acomodan en el mismo párrafo. Un pasaje entre mil, pillado al
azar entre las ochocientas páginas de La
rama dorada, informa sobre los diversos conjuros para controlar la lluvia
conocidos por los wambuge del África oriental, los habitantes de un distrito de
Sumatra, los garos de Assam, los nativos de Timor, los aldeanos de las montañas
japonesas, los wagogos, los matabeles, los bechuanas y los angoni; creencias, todas
estas, materializadas en un museo etnológico que reúne ovejas con el vientre
hendido, brujos vestidos de negro, cócteles de hiel y sangre, mujeres desnudas,
tripas de buey quemadas y perros negros traspasados por saetas. El ansia modernista
de rodar por los países más lejanos para apropiarse de sus cosas es explícita
en Frazer, según se lee en el primer capítulo de su grueso tratado, allí donde
define su aventura escritural como tocada por “el encanto e interés de un viaje
de descubrimiento”, viaje en que serán alcanzados “países extraños con gentes
extrañas y costumbres más extrañas aún”.
El énfasis puesto en
la alteridad radical de las culturas ha hecho que muchos interpreten el
exotismo de Frazer como una manera del desprecio; por supuesto, a esa lectura
de las cosas también la empujan anécdotas como aquella según la cual el
antropólogo escocés, en una reunión de eruditos, pidió a Dios que lo librara de
toparse con algún primitivo. Sin embargo, todavía queda por ensayar una
exégesis que libera al autor de La rama
dorada de la acusación del prejuicio: aquella de que él puso a los rústicos
habitantes de mil comarcas remotas al lado de sus queridos Homero y Virgilio solo
porque quería imbuirse del prestigio que da untarse de mundo; del aura que se
contagia con solo tocar lo otro. Sir James George Frazer, de cara a sus lectores, bien
pudiera haberse encomendado a un verso de Rubén Darío: “Ámame así, fatal,
cosmopolita”.Retrato de Rubén Darío (2013). Sergio Michilini (1948) |
El bueno de Frazer cantó, al igual que Burton o Russel Wallace, las bondades y exotismos del oriente. En el universo victoriano, aquellos "países lejanos", también socorridos en las poesías de su paisano Stevenson, hoy son materia de la más dilecta naturaleza -con tintes eurocéntricos- para un cursillo que inicia en Heródoto y termina en Conrad. Cursillo que se imparte a eso del medio día, en horario de almuerzo, en el programa de Historia. Muy chimba la entrada.
ResponderEliminarEsto escribe a mi cuenta personal mi amigo Selnicho Vivas Hurtado, también conocido como "Mico churuco":
ResponderEliminar"Querido Juan Carlos: Gracias por esta pista. En mis lecturas de Kafka había visto justamente a un antropólogo de poltrona, conocedor de libros de viajes y de historias de mundos exóticos, lector de cuentos chinos y de historias de indígenas. Y no era el único. El expresionismo alemán abunda en estos avatares con viajes imaginarios: Valga mencionar a Robert Musil y su hombre sin atributos que anda a la búsqueda de los tiempos ancestrales. Los modernistas, sigo tu pista, entre los que caben Rubén Darío y Silva, no fueron apenas lectores de la poesía francesa, sino justamente consumidores de sueños fantásticos. Silva dice en su novela que el personaje estudia a los mayas, a los aztecas. Darío en el prólogo de Cantos de vida y esperanza afirma que si hay algo poético en América, seguramente Palenque y Teotihuacán. El Modenismo como reacción a la modernidad. Un abrazo,Selnich".