domingo, 30 de marzo de 2014

Contrapunteo de maestro y discípulo



La jungla (1943). Wilfredo Lam (1902-1982)


Mientras más particulares sean los discípulos, mayor será la talla del maestro. En favor de Jesús habla, sobre todo, el reclutamiento de Pablo de Tarso, perseguidor de cristianos al punto de ordenar la lapidación del diácono Esteban. En camino hacia Damasco, Pablo fue derribado de su caballo por un lampo de luz enviado por Jesús, quien enseguida habló desde los cielos y convenció al fariseo para que fuera su publicista. De hecho, al convertirse en el “Apóstol de las naciones”, Pablo le dio el lustre final a la figura de un maestro que ya pudo serlo en el concierto mundial.
       En la iglesia antropológica también hubo quien se procurara sus discípulos entre los candidatos más remotos. Ese fue Bronislaw Malinowski, quien desesperaba por ser reconocido como el mesías del funcionalismo según lo deja ver en el “prólogo especial” a la tercera edición de La vida sexual de los salvajes (1929): “Permítaseme confesarlo de una vez: el pomposo título de Escuela Funcional de Antropología ha sido dado por mí mismo, sobre mí mismo en cierto modo, y en gran parte fuera de mi propio sentido de la irresponsabilidad”. Al final de su carrera, cuando ya se había radicado en América, el polaco conoció a quien señalaría como su apóstol antillano: el etnólogo cubano Fernando Ortiz. Conviene advertir que si bien el reclutamiento se dio bajo un lampo de luz habanera, el elegido no era, como en el caso de Pablo, un feroz perseguidor de cristianos.
        Fernando Ortiz debe su fama al ensayo Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940). El propósito de ese libro monumental es documentar, histórica y etnográficamente, los contrastes biológicos, técnicos, sociales y simbólicos que se erigen en torno de dos “yerbas prodigiosas” de la economía cubana. Al hablar del “moreno tabaco” y la “blanconaza azúcar”, Ortiz prepara el campo para el cultivo de una descripción contrastiva que abarca casi todos los órdenes de la vida: el tabaco es solanácea y la caña gramínea; del primero se aprovecha la hoja sin zumo y de la segunda el zumo del tallo; el tabaco se aprecia como humo amargo, el azúcar como jarabe dulce; esta es alimento, aquel vicio, aunque el azúcar puede empujar a la enfermedad y el tabaco convertirse en medicina; el cultivo del tabaco se debe a los indígenas, y el de la caña a blancos y negros; el primero puede llegar a convertirse en marca de aristocracia, mientras que el azúcar nunca deja de ser golosina popular. Bajo esta vigorosa masa de datos, Ortiz dispone el concepto de la transculturación, el cual alude al tránsito de una modalidad cultural a otra, sin pérdida de los remanentes del estado inicial; un concepto que Ortiz creía necesario para explicar la conformación histórica de una Cuba nacida de los encontronazos entre pueblos indios, colonos españoles y esclavos africanos, y llegada a su mayoría de edad en la forma de una sociedad complejamente estratificada, en buena parte determinada por dos gestos industriales de resonancia orbital.
        Malinowski saludó con entusiasmo el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, del cual conoció, incluso, las galeradas de imprenta, pues Ortiz se las hizo llegar con la idea de que escribiera el prólogo. Nada más en el segundo párrafo de ese opúsculo ―que de prólogo mutó en introducción―, el autor de Los argonautas del Pacífico occidental promete que en adelante él también usará el neologismo transculturación acuñado por su colega cubano. Para Malinowski, ese término deja entender que en los cambios culturales “se da algo a cambio de lo que se recibe”, y que no se verifica el radical borrón y cuenta nueva sugerido en la acculturation de Melville Herskovits, término que, por lo demás, al polaco se le antoja “de ingrata fonética”, “como si arrancara de un hipo combinado con un regüeldo”. Pero el cumplido tiene su precio, y es la insistencia con que Malinowski matricula a Ortiz en su escuela: en la introducción declara que el cubano “pertenece a esa escuela o tendencia de la ciencia social moderna que ahora se apellida con el nombre de ‘funcionalismo’”, y apunta que “como buen funcionalista que es”, solo recurre al fresco histórico cuando es indispensable. Ya en las cartas intercambiadas por Ortiz y Malinowski para acordar la tarea del prólogo, el mentor había advertido que pensaba concentrarse en la relación del ensayo con la perspectiva que “a mí me gusta llamar funcionalismo”.
        Lo cierto es que Ortiz es tanto devoto como hereje. Su interés por la imbricación de las costumbres cubanas y por la transformación de gestos de subsistencia en complejos dispositivos sociales lo sitúa, obviamente, bajo la fe funcionalista. Pero su interés por la historia, profundo y en ningún sentido restringido a las necesidades de la argumentación ―tal como supone el ciego mesías―, no es, propiamente, la ofrenda más agradable en el altar del funcionalismo. A Ortiz lo que más le interesa en la transculturación es la sobrevivencia de las costumbres y las tradiciones en el tiempo, en tanto que Malinowski ―por más salvas que pretenda disparar en honor de la noción― parece privilegiar la ruptura; así lo sugiere en la famosa introducción: “los fenómenos de los cambios de cultura son realidades culturales enteramente nuevas”. Para colmo, Ortiz no entiende la noción de institución de la misma manera que la hizo neurálgica en la prédica funcionalista; para él no se trataría de cualquier organización social reglamentada con el fin de allanar una necesidad, sino que sería, apenas, uno más entre los diversos compartimentos de la cultura, quizá el referido a los instrumentos estatales; en efecto, en algún recodo de su ensayo se refiere la necesidad de entender la evolución del pueblo cubano “así en lo económico como en lo institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los demás aspectos de su vida”. Quizá quepa aquí una suposición mordaz a propósito del desprendimiento de retina que sufrió Malinowski por los días en que se aprestaba a escribir su prólogo.
        Vistas las cosas desde cierto punto de vista ―el de la redonda oposición entre tabaco y azúcar―, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar podría haber sido acogido con más naturalidad en el templo estructuralista, si por entonces este ya hubiera sido erigido. Pero, si no la más pura esencia funcionalista, un cálido epistolario y una común vivacidad narrativa terminaron acercando a Bronislaw Malinowski y Fernando Ortiz de modo entrañable. En efecto, la brecha conceptual parece poca cosa ante la mucha confianza mediante, en la cual se apoyó Malinowski para proponer la entrega final de su introducción como si se tratara de una operación clandestina: “El Appendix está listo y yo se lo entregaré a Ud. al muelle o en el Habana Club o en el cocktail bar de Baccardí, fumando un puro y tomando una copita de Dayquirí con ron (hecho de caña) y adulceada con Azúcar de Cuba”. Si no la transculturación, sí los unió el gusto por las yerbas prodigiosas.


El encuentro de los amigos [pájaro] (1974).
Wilfredo Lam (1902-1982)

viernes, 7 de marzo de 2014

Japonerías y chinerías



Retrato de Émile Zola (1868). Édouard Manet (1832-1883)


Llueve sobre mojado cada vez que alguien apela a La rama dorada (1890) de James George Frazer para aducir un ejemplo de buena escritura en antropología. Pero en 1942 ―cuando el cadáver del escocés todavía conservaba su calor― no era del todo un cliché ponderar su talento literario. Fue en ese momento cuando, en un artículo de homenaje, Bronislaw Malinowski anotó que su maestro había dado muestras de una “capacidad de artista” a la hora de crear en sus tratados etnológicos un “propio y exclusivo mundo quimérico”; que había sabido hacer de una larga serie de testimonios etnográficos una “narración dramática”; y que, ante sus personajes primitivos, dejaba ver un especial interés por sus “picardías y placeres”. Lástima que el panegírico literario desnudara algo que hoy es, también, un lugar común en la historia de la antropología: los prejuicios evolucionistas del autor de La rama dorada.
        Para vencer el maleficio del déjà-vu en lo tocante a la archisabida ponderación literaria y a los juicios viciados de Frazer, vale la pena arriesgar una consideración sobre La rama dorada en el contexto de la literatura hispanoamericana que le fue contemporánea. La ocurrencia es poco menos que inédita, toda vez que el vínculo entre esa Biblia antropológica y la literatura de este lado del mundo solo ha sido reconocido, hasta ahora, en las incursiones del ilustre Jorge Luis Borges en las páginas de quien fue, casi, su compatriota; excursión libresca de la que nació el célebre ensayo “El arte narrativo y la magia” (1932). Sin embargo, hay todavía mucha tela por cortar a propósito del maridaje entre la literatura decimonónica hispanoamericana y La rama dorada; basta considerar, por ejemplo, la muy peregrina alusión que, en el capítulo XLVIII de su obra cumbre, hace el antropólogo escocés de una novela titular del costumbrismo colombiano: Tránsito (1886), del bogotano Luis Segundo de Silvestre.
        Con todo, no es a la luz del costumbrismo que cabe revisar La rama dorada, sino bajo los reflectores de la escuela que, por su pretensión universalista, le fue contraria: el modernismo. Las interminables letanías etnológicas en que Frazer mezcla datos y chismes de los cinco continentes tendrían una parte importante de lo que es esencial en la corriente artística capitaneada por Rubén Darío, quien, dicho sea de paso, ganó la atención del mundo justo en la década en que apareció la primera versión de La rama dorada. Los modernistas, que por un lado habían aprendido de los parnasianos franceses el gusto por los objetos, por otro sentían la necesidad de reclamar su derecho a gozar del mundo, y de ahí que su expresión poética culminara, no pocas veces, en inventarios de los más rutilantes objetos del exotismo planetario; el Gran Rubén advierte algo de eso en el prefacio de sus Prosas profanas (1896): “veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles”. El cubano Julián del Casal declara con especial brío, en uno de sus sonetos, el mismo sentir: “Amo el bronce, el cristal, las porcelanas, / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices pintados de oro y flores / y las brillantes lunas venecianas”. Con sobrada razón, los críticos de la poesía del continente se han referido, con inocente sorna, a las “japonerías” y “chinerías” que encandilaron a los modernistas.
        Si no en una misma estrofa, los objetos e imágenes de países lejanos coleccionados por Frazer se acomodan en el mismo párrafo. Un pasaje entre mil, pillado al azar entre las ochocientas páginas de La rama dorada, informa sobre los diversos conjuros para controlar la lluvia conocidos por los wambuge del África oriental, los habitantes de un distrito de Sumatra, los garos de Assam, los nativos de Timor, los aldeanos de las montañas japonesas, los wagogos, los matabeles, los bechuanas y los angoni; creencias, todas estas, materializadas en un museo etnológico que reúne ovejas con el vientre hendido, brujos vestidos de negro, cócteles de hiel y sangre, mujeres desnudas, tripas de buey quemadas y perros negros traspasados por saetas. El ansia modernista de rodar por los países más lejanos para apropiarse de sus cosas es explícita en Frazer, según se lee en el primer capítulo de su grueso tratado, allí donde define su aventura escritural como tocada por “el encanto e interés de un viaje de descubrimiento”, viaje en que serán alcanzados “países extraños con gentes extrañas y costumbres más extrañas aún”.
        El énfasis puesto en la alteridad radical de las culturas ha hecho que muchos interpreten el exotismo de Frazer como una manera del desprecio; por supuesto, a esa lectura de las cosas también la empujan anécdotas como aquella según la cual el antropólogo escocés, en una reunión de eruditos, pidió a Dios que lo librara de toparse con algún primitivo. Sin embargo, todavía queda por ensayar una exégesis que libera al autor de La rama dorada de la acusación del prejuicio: aquella de que él puso a los rústicos habitantes de mil comarcas remotas al lado de sus queridos Homero y Virgilio solo porque quería imbuirse del prestigio que da untarse de mundo; del aura que se contagia con solo tocar lo otro. Sir James George Frazer, de cara a sus lectores, bien pudiera haberse encomendado a un verso de Rubén Darío: “Ámame así, fatal, cosmopolita”.


Retrato de Rubén Darío (2013). Sergio Michilini (1948)

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