La jungla (1943). Wilfredo Lam (1902-1982) |
Mientras
más particulares sean los discípulos, mayor será la talla del maestro. En favor
de Jesús habla, sobre todo, el reclutamiento de Pablo de Tarso, perseguidor de
cristianos al punto de ordenar la lapidación del diácono Esteban. En camino
hacia Damasco, Pablo fue derribado de su caballo por un lampo de luz enviado
por Jesús, quien enseguida habló desde los cielos y convenció al fariseo para
que fuera su publicista. De hecho, al convertirse en el “Apóstol de las
naciones”, Pablo le dio el lustre final a la figura de un maestro que ya pudo serlo en el concierto mundial.
En
la iglesia antropológica también hubo quien se procurara sus discípulos entre
los candidatos más remotos. Ese fue Bronislaw Malinowski, quien desesperaba por ser
reconocido como el mesías del funcionalismo según lo deja ver en el “prólogo
especial” a la tercera edición de La vida
sexual de los salvajes (1929): “Permítaseme confesarlo de una vez: el
pomposo título de Escuela Funcional de Antropología ha sido dado por mí mismo,
sobre mí mismo en cierto modo, y en gran parte fuera de mi propio sentido de la
irresponsabilidad”. Al final de su carrera, cuando ya se había radicado en
América, el polaco conoció a quien señalaría como su apóstol antillano: el etnólogo cubano Fernando Ortiz. Conviene advertir que si bien el
reclutamiento se dio bajo un lampo de luz habanera, el elegido no
era, como en el caso de Pablo, un feroz perseguidor de cristianos.
Fernando
Ortiz debe su fama al ensayo Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar (1940). El propósito de ese libro monumental
es documentar, histórica y etnográficamente, los contrastes biológicos,
técnicos, sociales y simbólicos que se erigen en torno de dos “yerbas prodigiosas”
de la economía cubana. Al hablar del “moreno tabaco” y la “blanconaza azúcar”,
Ortiz prepara el campo para el cultivo de una descripción contrastiva que
abarca casi todos los órdenes de la vida: el tabaco es solanácea y la caña
gramínea; del primero se aprovecha la hoja sin zumo y de la segunda el zumo del
tallo; el tabaco se aprecia como humo amargo, el azúcar como jarabe dulce; esta
es alimento, aquel vicio, aunque el azúcar puede empujar a la enfermedad y el
tabaco convertirse en medicina; el cultivo del tabaco se debe a los indígenas,
y el de la caña a blancos y negros; el primero puede llegar a convertirse en marca
de aristocracia, mientras que el azúcar nunca deja de ser golosina popular.
Bajo esta vigorosa masa de datos, Ortiz dispone el concepto de la transculturación, el cual alude al tránsito
de una modalidad cultural a otra, sin pérdida de los remanentes del estado
inicial; un concepto que Ortiz creía necesario para explicar la conformación
histórica de una Cuba nacida de los encontronazos entre pueblos indios, colonos
españoles y esclavos africanos, y llegada a su mayoría de edad en la forma de
una sociedad complejamente estratificada, en buena parte determinada por dos
gestos industriales de resonancia orbital.
Malinowski
saludó con entusiasmo el Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar, del cual conoció, incluso, las galeradas de
imprenta, pues Ortiz se las hizo llegar con la idea de que escribiera el prólogo.
Nada más en el segundo párrafo de ese opúsculo ―que de prólogo mutó en introducción―,
el autor de Los argonautas del Pacífico
occidental promete que en adelante él también usará el neologismo transculturación acuñado por su colega
cubano. Para Malinowski, ese término deja entender que en los cambios
culturales “se da algo a cambio de lo que se recibe”, y que no se verifica el radical
borrón y cuenta nueva sugerido en la acculturation
de Melville Herskovits, término que, por lo demás, al polaco se le antoja “de
ingrata fonética”, “como si arrancara de un hipo combinado con un regüeldo”. Pero
el cumplido tiene su precio, y es la insistencia con que Malinowski matricula a
Ortiz en su escuela: en la introducción declara que el cubano “pertenece a esa
escuela o tendencia de la ciencia social moderna que ahora se apellida con el
nombre de ‘funcionalismo’”, y apunta que “como buen funcionalista que es”, solo
recurre al fresco histórico cuando es indispensable. Ya en las cartas intercambiadas
por Ortiz y Malinowski para acordar la tarea del prólogo, el mentor había
advertido que pensaba concentrarse en la relación del ensayo con la perspectiva
que “a mí me gusta llamar funcionalismo”.
Lo
cierto es que Ortiz es tanto devoto como hereje. Su interés por la imbricación
de las costumbres cubanas y por la transformación de gestos de subsistencia en
complejos dispositivos sociales lo sitúa, obviamente, bajo la fe funcionalista.
Pero su interés por la historia, profundo y en ningún sentido restringido a las
necesidades de la argumentación ―tal como supone el ciego mesías―, no es,
propiamente, la ofrenda más agradable en el altar del funcionalismo. A Ortiz lo
que más le interesa en la transculturación es la sobrevivencia de las
costumbres y las tradiciones en el tiempo, en tanto que Malinowski ―por más salvas
que pretenda disparar en honor de la noción―
parece privilegiar la ruptura; así lo sugiere en la famosa introducción: “los
fenómenos de los cambios de cultura son realidades culturales enteramente
nuevas”. Para colmo, Ortiz no entiende la noción de institución de la misma manera que la hizo neurálgica en la prédica
funcionalista; para él no se trataría de cualquier organización social
reglamentada con el fin de allanar una necesidad, sino que sería, apenas, uno
más entre los diversos compartimentos de la cultura, quizá el referido a los instrumentos
estatales; en efecto, en algún recodo de su ensayo se refiere la necesidad de
entender la evolución del pueblo cubano “así en lo económico como en lo
institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico,
sexual y en los demás aspectos de su vida”. Quizá quepa aquí una suposición
mordaz a propósito del desprendimiento de retina que sufrió Malinowski por los
días en que se aprestaba a escribir su prólogo.
Vistas las cosas desde cierto punto de vista ―el
de la redonda oposición entre tabaco y azúcar―, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar podría haber sido
acogido con más naturalidad en el templo estructuralista, si por entonces este ya
hubiera sido erigido. Pero, si no la más pura esencia funcionalista, un cálido
epistolario y una común vivacidad narrativa terminaron acercando a Bronislaw Malinowski
y Fernando Ortiz de modo entrañable. En efecto, la brecha conceptual parece
poca cosa ante la mucha confianza mediante, en la cual se apoyó Malinowski para
proponer la entrega final de su introducción como si se tratara de una
operación clandestina: “El Appendix está listo y yo se lo entregaré a Ud. al
muelle o en el Habana Club o en el cocktail bar de Baccardí, fumando un puro y
tomando una copita de Dayquirí con ron (hecho de caña) y adulceada con Azúcar
de Cuba”. Si no la transculturación, sí los unió el gusto por las yerbas
prodigiosas.El encuentro de los amigos [pájaro] (1974). Wilfredo Lam (1902-1982) |