Tigre en la selva (1907). Henri Rousseau (1844-1910) |
Por más que las teorías parezcan ser el non plus ultra del conocimiento científico, su éxito depende exclusivamente de que emerjan, para comprobarlas, los hechos que prescriben. De ahí el escaso estatus que, a pesar de su rimbombancia, corresponde a tanta teoría posmoderna. Por lo menos así ocurre en el campo de la antropología, cuyo carácter inductivo la amarra con fuerza a los hechos concretos que tienen lugar entre los hombres.
Hace medio
siglo, Claude Lévi-Strauss escribió en El
pensamiento salvaje (1962) que, por la sola experiencia de las cualidades
sensibles de las cosas, los pueblos “primitivos” estaban en capacidad de arribar
a un conocimiento del mundo tan profuso y profundo como aquel del que tanto se
vanagloria la ciencia occidental, e incluso con categorías clasificatorias equivalentes.
En su momento, por medio de un gracioso método de exposición frazeriana que salta entre Gabón y
Filipinas en el mismo párrafo, el antropólogo francés ofreció todos los
ejemplos posibles de eso que dio en llamar “lógica de lo sensible” o “ciencia
de lo concreto”. En uno de esos ejemplos cita con irónica condescendencia los
apuntes de un biólogo: “El negrito [filipino] está completamente integrado a su
medio, y, lo que es todavía más importante, estudia sin cesar todo lo que le
rodea. A menudo, he visto a un negrito, que no estaba seguro de la identidad de
una planta, gustar el fruto, oler las hojas, quebrar y examinar el tallo, echar
una mirada al hábitat. Y, solamente cuando haya tomado en cuenta todos estos
datos, declarará conocer o ignorar la planta de que se trate”.
El reciente
descubrimiento de una especie carnívora en los bosques de los Andes del norte, el
olinguito (Bassaricyon neblina), pudo
haberse convertido en un ejemplo cercano y convincente —o por cercano convincente—
de la teoría levistraussiana para los lectores colombianos. Bastaba que el
padre del estructuralismo hubiera incluido, en las estampas etnográficas de sus
Mitológicas (1964-1971), una en que el sedoso animal apareciera
como protagonista de algún mito, ávido de carne y tocado por los rasgos que lo
distinguen de todos los olingos, y que los doctores en zoología acaban de
descubrir hace apenas un cuarto de hora. Entonces hubiera podido decirse que la
fina observación de los indígenas ya había descubierto, por su cuenta, lo que
hace singular al olinguito. Pero Lévi-Strauss se interesó muy poco por los asuntos
de los hombres y animales de Colombia y Ecuador; su conocimiento de esta
esquina suramericana fue general y remoto, al punto de que, en La alfarera celosa (1985), supone impunemente
que la “lechuza” de los mitos catíos es el mismo “chotacabras” de los relatos
jíbaros. Con la misma lógica, el maestro confundiría una rata con una ardilla.
El mejor ejemplo
colombiano de la “lógica de lo sensible” data de la prehistoria de la
antropología científica, y se adelanta en más de siglo y medio a la teoría formulada
en El pensamiento salvaje: lo ofrece
Francisco José de Caldas, “El Sabio”, en sus memorias científicas;
concretamente, en una nota de pie de página sembrada en “Del influjo del clima
sobre los seres organizados” (1808), uno de sus más famosos escritos. Se trata,
al mismo tiempo, de una perla literaria. Cuenta El Sabio que en 1803, caminando
por las espesuras de la selva pacífica en compañía de un indio noanamá,
preguntó a este si podía mostrarle las plantas que servían para curar la
mordedura de serpiente. El hermético nativo, ajeno al interés científico de
Caldas, le dijo, apenas, que se despreocupara, que él lo curaría si lo atacaba
uno de esos bichos; pero luego, ante la insistencia del científico payanés,
acabó mostrándole —eso sí, con toda la discreción necesaria para que sus
paisanos no se enteraran de la traición— todas las plantas que, bajo el nombre
de “contras”, servían para el milagroso tratamiento. La exposición no pudo
sorprender más a Caldas: “lo que me admiró y llamó toda mi atención fue que
todas las plantas que me presentó como eficaces en las mordeduras de las
serpientes eran de un solo género: todas eran beslerias. ¿Cómo este rústico jamás equivocaba el género, este
género tan vario y caprichoso? […] Un hombre que no ha oído jamás los nombres
de Linneo, de familias, de géneros, de especies; un hombre que no ha oído otras
lecciones que las de la necesidad y el suceso, no podía reunir nueve o diez
especies bajo un género, que él llama contra
y los botánicos besleria, sin que tuviese
un fondo de conocimientos y de experimentos felices en la curación de los
desgraciados a quienes habían mordido las serpientes”.
A pesar del prestigio del que
gozan hoy las lucubraciones más abstractas de las ciencias sociales, nada de lo
que ellas proponen supera lo que ya es claro en la cabeza del hombre común, y por
eso no pocas veces parecen nada más que arrogantes, extravagantes o redundantes
formulaciones de las ideas más simples. Con menos escepticismo, el antropólogo
norteamericano Alfred Louis Kroeber sugirió alguna vez que las teorías eran, en
el contexto de la ciencia, el equivalente de la expresión artística en la vida
cotidiana del sentimiento.La encantadora se serpientes (1907). Henri Rousseau (1844-1910) |