Mount Williamy, parte de los Grampians en West Victoria (1865). Eugene von Guérard (1811-1901) |
Hace poco más de un mes, la revista National Geographic divulgó un artículo sobre la obstinada pero
amenazada sobrevivencia de los yolngu del norte de Australia: después de ser
los amos en la isla de los canguros durante cerca de 50.000 años, ellos y las demás
etnias nativas representan, actualmente, menos del 3% de la población del país.
Michael Finkel, el cronista de turno, basa su lamentación en imágenes que,
aunque desgarradoramente ciertas, al mismo tiempo son todo un déjà vu: los colonizadores europeos
llevaron allí los vicios, las enfermedades y el odio racial, pestes que, hoy en
día, asumen el rostro de la dependencia de los estilos de vida e inventos
occidentales. Casi puede estarse seguro de que, en nuestras latitudes, William
Ospina ha dicho lo mismo a propósito de los nukak, cocamas, kankuamos o
cualquier otra etnia en peligro de extinción.
Nada tan ajeno al espíritu de esta crónica como zaherir al
romántico ensayista y novelista colombiano, ganador del Premio Rómulo Gallegos
en 2009 con una novela a todas luces indiófila. Sobre todo, cuando a los mismos
antropólogos corresponde buena parte de la responsabilidad en la inminente
extinción de muchas comunidades ancestrales, especialmente en el caso de los
aborígenes australianos. El argumento contra el gremio es claro: durante las
primeras décadas de existencia de la antropología —allá en el embrionario siglo
xix—, las páginas pergeñadas por
los científicos de lo humano establecieron para los isleños un estatus nefasto
que, acaso, acabó tornándose indeleble. En Historia
natural del hombre (1843), James Cowles Pritchard —“distinguido antropólogo”
según el criterio de su colega Godfrey Lienhard— define así la conformación del
atlas mundial de las etnias: “Si el negro y el australiano no son nuestros
semejantes ni forman una sola familia con nosotros, sino que son de un orden
inferior, y si nuestros deberes hacia ellos no están considerados en ninguno de
los preceptos positivos en que se funda la moralidad del mundo cristiano,
nuestras relaciones con esas tribus no resultarán muy diferentes de aquellas
que pudieran imaginarse que subsisten entre nosotros y una raza de orangutanes”.
No se puede decir que los primeros clásicos de la
antropología hayan, precisamente, enmendado la plana a Pritchard. En La sociedad antigua (1877), el insigne
Lewis Henry Morgan apenas tuvo, con los australianos, la galantería de no invocarlos
como ejemplo del estadio inferior del salvajismo, fase para la que no podían
encontrarse ejemplos vivos; pero no dudó en acomodarlos en el estadio medio del
mismo salvajismo, inaugurado con el rudimentario conocimiento del uso del fuego.
Asimismo, Morgan está convencido de que, en cuanto a su organización social, los
australianos “se hallan colocados por debajo del negro africano y próximos al
pie de la escala”, toda vez que son el único pueblo que basa su política en las
crudas prerrogativas sexuales. Mientras tanto, en La rama dorada (1890), Sir James George Frazer no tiene duda de que
“los aborígenes de Australia son los más rudos salvajes de que podamos tener
informes seguros”, y, como si fuera poco, también sospecha que “todos son
brujos”. Un par de décadas después Émile Durkheim se interesó por la religión
australiana, pero solo porque la encontró elemental, aunque, stricto sensu, en la introducción de su
famoso tratado de 1912 prefiere hablar de sus “cultos groseros”.
En el tercer capítulo de El
totemismo en la actualidad (1962), Claude Lévi-Strauss insinúa sus
sospechas contra la manida idea de que Australia, por su insularidad, hubiera
sido un territorio inaccesible y, por ello, propicio para la crianza de criaturas
exóticas e incontaminadas, con inclusión de los seres humanos. Sin embargo,
quizá ya era demasiado tarde: para entonces, la alteridad radical encarnada por
los australianos ya se había consolidado como una de las presuntas verdades de
Perogrullo en las enciclopedias antropológicas. Lo paradójico es que el llamado
de atención de Lévi-Strauss explica justamente por qué hoy la Australia ancestral
se desmorona ante las narices del mundo: justo por ser un territorio accesible,
James Cook tocó su litoral en 1770 para subyugarlo a los pies del Reino Unido —de
hecho, en 1788 ya había sido instalada allí una colonia penitenciaria—, y por
eso, ahora mismo, los turistas acaudalados del mundo van hasta las tierras de
los yolngu para ser masajeados por las nativas, durante el Festival Garma. Los
Cook del siglo xxi ya no llevan
bayonetas ni tifus, pero con sus celulares, sus cigarrillos y su whisky dejan
en los jóvenes lugareños la tentación de zambullirse en el confort de la vida
moderna. Por eso no extraña que los insidiosos mosquitos que todas las noches atacan
a los yolngu sean vistos como deidades por algunos ancianos: a fin de cuentas, sus
picaduras hacen entender que “la vida no es fácil”, de acuerdo con el
testimonio ofrecido por una matriarca al condolido reportero de National Geographic.
Lévi-Strauss escribió alguna vez que la antropología está
tocada por un trágico don de Midas: convierte el mundo étnico en un tesoro de
conocimiento, pero al precio de hacerlo inservible para otra cosa que no sea la
contemplación enciclopédica. Es una lástima que no haya también, en el
ejercicio del antropólogo, algo así como un efecto tipo boomerang australiano: el retorno del golpe como castigo ejemplar contra
la torpeza del lanzador.
Salto de Govett y valle del río Grose en Nueva Gales del Sur (1873). Eugene von Guérard (1811-1901). |