Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) |
En el colofón de uno de sus libros, el escritor
inglés M. R. James —uno de los maestros del cuento de terror— consignó una nota
sobre algunas ideas que nunca pudo llevar al papel de modo satisfactorio o que
ni siquiera pasaron de ser meras ocurrencias mentales. El artículo, titulado “Cuentos
que he intentado escribir” (Stories I Have Tried to Write), se publicó
en 1931, y es un simpático collage de bocetos con viudas asesinas que pasan
desapercibidas, casas de campo acechadas por sacerdotes criminales, caras de
muertos asomadas por ventanas de salas confortables y asistentes de brujas que
viajan en tren, entre otros motivos. Con generosidad, James advierte que los
divulga “por si alguien puede aprovecharlos”. Pues bien, quizá se trate de la
mejor sugerencia para el presente ensayo, el centésimo de una larga serie de
parrafadas antropológicas iniciada hace casi una década.
Permítaseme, antes de ofrecer el collage,
acomodarme en la primera persona gramatical, ausente en este blog hasta hoy. Lo
hago, en parte, porque el tema elegido me obliga a asumir esa perspectiva, pero
también se me antoja que de esa manera puedo hacer distinta una entrega que, en
virtud de la fascinación que nos producen los números redondos, debo tratar
como cosa especial. Si hiciera falta una justificación adicional, apelo al
hecho de que Gabriel García Márquez, genio de la narración omnisciente,
recurrió a la primera persona para narrar Memoria de mis putas tristes (2004),
la última de sus novelas. Aunque no pretendo que esta sea la última entrada de Antropólogo
de poltrona —nunca se sabe, en todo caso—, sí es verdad que representa el
esfuerzo final de la que sería la “segunda temporada” de nuestra serie. El
lector debe recordar que la primera corrió entre 2012 y 2015, y que, por merced
de los dioses de la imprenta, pudimos convertirla en un libro de papel y tinta
en 2018; y quizá sepa ese mismo lector —y si no, es tiempo de advertírselo— que
el entusiasmo que me produjo esa publicación llevó a que, con un brío que solo
ahora viene a agotarse, retomara la tarea del blog en septiembre de 2018. Tanto
esta como aquella vez escribí cincuenta ensayos, de donde viene a resultar la
clara cuenta matemática. Pero basta de prolegómenos.
Siempre quise escribir algo sobre las
dedicatorias de los libros de antropología. La idea nació, puedo decirlo, de la
muy curiosa dedicatoria de Nigel Barley en El antropólogo inocente (1983):
“Al Jeep”. Me pareció que podía hacer una cosecha de dedicatorias originales,
ilusionado —no sé por qué— con la idea de que los textos antropológicos eran
como los literarios, esto es, que rebosaban de saludos como el que el escritor
español Antonio Ferres pone en uno de sus cuentos: “A la niña Eva Portlan (para
que lea esta historia cuando sea mayor) y a su perro llamado García (que tiene
cara de saber muy bien dónde está el infierno)”. Pero casi de entrada me
descorazonó encontrar la más yerta —o la más odiosa— de las dedicatorias en Los
nuer (1940), de E. E. Evans-Pritchard: “Al personal de la misión norteamericana
en Nasser”. Y tampoco fue de mucha ayuda el escueto “Para Laurent” sembrado en Tristes
trópicos (1955), de Claude Lévi-Strauss. Otra cosa hubiera sido si, en vez
de dedicatorias, me hubieran interesado los epígrafes, pues el maestro francés transcribió,
en las primeras de cambio de Las estructuras elementales del parentesco
(1949), una cita inmejorable: “Un pariente por alianza es una nalga de elefante”.
Lévi-Strauss, siempre despierto, la pescó en un libro del reverendo A. L.
Bishop.
Otras veces me ha obsesionado un dato sin par;
una noticia que no es parecida a ninguna otra cosa vista o leída, y con la que,
por eso mismo, me ha sido imposible ir más allá de un solo párrafo. Me refiero
a chismes como la alusión de Bronislaw Malinowski a su cumpleaños, vertida, en
sus profanos diarios, en la hoja correspondiente al 7 de abril de 1918: “7-4.
Domingo. Mi birthday. Nuevamente me puse a trabajar con la cámara”. Aun
si se pasa por alto el laconismo del anuncio, de entrada se sabe que no es
precisamente en alusiones a los natalicios de los autores en lo que abundan los
libros de antropología. Mucho más peregrino, referido a otro asunto, es un
comentario vertido por Arnold van Gennep en una de las notas bibliográficas de Los
ritos de paso (1909): el etnólogo francogermano, no contento con revelar una
de sus fuentes, encomia su rareza al admitir, con inaudita honestidad, que no posee
un ejemplar; escribe: “H. Clay Trumbull, The Threshold Covenant, Nueva
York, 1896, páginas 184-196. Este libro, muy difícil de encontrar, me lo ha
prestado Salomon Reinach, a quien quiero aquí hacer público mi agradecimiento”.
Es probable que el señor Reinach no encajara muy bien semejante publicidad de
su hábito de prestar libros, pero, para fortuna de los amantes celosos de sus bibliotecas
—y para desgracia de mi blog— no hay otros antropólogos que anden divulgando,
con tanta indiscreción, la procedencia de las obras que leen y reseñan. En todo
caso, más desconcertante que un libro prestado es un libro inexistente; Clifford
Geertz, en una de las notas del cuarto capítulo de La interpretación de las
culturas (1973), imagina uno: “La antropología de la religión llegará
alguna vez a una edad en la que algún más sutil Malinowski escriba un libro
titulado Creencia e incredulidad (o hasta Fe e hipocresía) en
una sociedad salvaje”. A mi vez, me cuesta imaginar que otro antropólogo
haya tenido una ocurrencia similar.
Otras veces ha sido el carácter fragmentario o
enigmático de una alusión lo que me ha impedido sacar provecho. Una de ellas está
enclavada al final del primer capítulo de La selva de los símbolos
(1966), de Victor Turner. En ese texto, el antropólogo inglés no solo describe
las complejidades del ritual ndembu, sino que establece, una y otra vez, diferencias
de perspectiva entre su disciplina y la psicología; y en los últimos párrafos,
avanzando por esa senda, comenta: “En el otro extremo del espectro del sentido
del símbolo nos encontramos, pues, con el psicólogo individual y con el psicólogo
social, e incluso, más allá de ellos (si se me permite esta broma a un amigo
envidiado), blandiendo su cabeza de Medusa, está el psicoanalista, preparado
para convertir en piedra al temerario intruso en las cavernas de su terminología”.
Ignoro quién pueda ser ese amigo no solo envidiado, sino, sobre todo,
furibundo. Como quiera que sea, sí ocurrió que alguna vez lograra aprovechar
una referencia oscura: lo hice ya en el primer año de existencia del blog, en
la entrada del 14 de junio de 2013, en la que especulo sobre cuál podría ser la
novela de Joseph Conrad que dejó fuertemente impresionado a Malinowski, según confesó
—aunque a medias— en la nota de diario del 1.o de agosto de 1915. Me
ayudó el que, antes que yo, muchos investigadores hubieran perdido el sueño con
la relación entre los dos escritores polacos.
Y, en fin, también es necesario que me acuse por mi falta de vigor a la hora de escribir. Muchos temas no han sido objeto de mis columnas de blog solo por la flaqueza de mi voluntad. Cuando leí Las teorías de la religión primitiva (1965), de Evans-Pritchard, tuve la revelación no solo de que se trataba de una de las obras maestras del ensayo antropológico, sino del fino humor del autor. Para la muestra, dos botones: en un pasaje referido a las dificultades de los misioneros cristianos para hacer comprensible la Biblia en lugares en los que, como los asentamientos inuit, no se conocían los corderos, el gran etnógrafo inglés propone una solución audaz: “Por supuesto, se puede traducir refiriéndola a animales con los que los esquimales se hallen familiarizados, diciendo, por ejemplo, ‘apacienta mis focas’”. Más adelante, con la idea de cuestionar la teoría freudiana sobre el origen de la religión, Evans-Pritchard resume sus postulados con toda la sorna del caso, tal como dejan suponerlo estas líneas: “Érase una vez —la fábula bien merece un comienzo de cuento de hadas—, cuando los hombres eran más o menos criaturas simiescas, que el padre-macho dominante de la horda reservó a todas las hembras para sí mismo”. Pero, ¿tuve la disciplina suficiente para juntar todos los indicios de esa comicidad y componer una entrada de blog? No la tuve, como tampoco la tuve a propósito de los ya mencionados epígrafes —de nada sirvió la jocosidad de aquella frase del padre Bishop—, y por la misma razón he dejado dormir, en mis archivos virtuales, una copia intocada del libro más original de Lewis Henry Morgan: The American Beaver and his Works (1868), su monografía sobre los castores de los bosques de América del Norte. Tanta apatía, acaso, me ha impedido conocer un sistema de parentesco inédito, tema precioso que podría potenciar, como nunca, el discreto rating de esta página web.
Las ideas no aprovechadas y los párrafos malogrados son, en la historia de la escritura, más abundantes que las obras felizmente publicadas. Y justo por eso, por amenazar con no tener solución de continuidad, mi inventario de frustraciones —mis “confesiones de ignorancia y fracaso”, como diría Malinowski— no debe prolongarse más… Bastará con transcribir, para cerrar este ensayo centésimo, unas líneas del final de la nota de M. R. James: “los puntos suspensivos, dicen muchos autores de nuestro tiempo, son un eficaz sustituto de las palabras. Desde luego son cómodos. Pongamos unos cuantos más…”.
Motivo de Hammamet (1914). Paul Klee (1879-1940) |