Presencias (2010). Hugo Santamaría Zuluaga (1956) |
En Colombia, hace algunas semanas, la
Registraduría Nacional del Estado Civil advirtió a los notarios del país que podían abstenerse
de inscribir niños con nombres que, a su juicio, resultaran denigrantes y que,
en general, pudieran ser pretexto para que, andando el tiempo, sus portadores fueran
blanco de burlas o vivieran sumidos en la vergüenza. Los archiveros de la entidad encontraron que, antes del 31 de diciembre de 2020, más de seiscientos mil niños fueron registrados con nombres ligados a la gente y cosas del mundo de los deportes y el arte, como Neymar, Maluma, Yatra, Shakira, Chespirito,
Westinhouse y Warnerbro. Pero lo que realmente inquietó a los funcionarios —lo que puso
sus pelos de punta— fue que a algunos recién nacidos les hubieran sido adjudicados nombres como Miperro, Belcebú, Satanás y Judas. Dijo el director de la
entidad: “No se niega la inscripción, pero sí hay oposición de escribir en el
registro notarial una expresión grotesca y ofensiva que de ninguna manera describe
la personalidad o individualidad de ese menor; por consiguiente, se podría
apelar a la objeción de conciencia que se encuentra claramente regulada en la
Constitución Política”.
A la semana que siguió al comunicado de prensa
de la Registraduría, El Espectador ripostó contra la regulación. En el
editorial del 25 de septiembre, titulado “La libertad de llamarse Miperro”, el
diario bogotano argumentó que, con todo y la buena intención del ente oficial,
lo que había de fondo no era más que “una grosera intromisión estatal en la
libertad de padres y madres”; lamentó que, en nombre de las “buenas
costumbres”, se relegara la autonomía de los ciudadanos y se abriera la puerta
al autoritarismo y al capricho estético de los notarios, y, asimismo, señaló lo
incomprensible que resultaba aquella pretensión de la Registraduría de que un
notario estuviera en situación de prever, y con ello evitar, que un nombre
estrafalario no describiera “de ninguna manera […] la personalidad o
individualidad de ese menor”. Concluyó el diario: “Lo que se está diciendo es
que él, según sus creencias, puede juzgar si un nombre es idóneo o no, o si en
el futuro se va a prestar para abusos. ¿Cómo garantizamos que su decisión no
está mediada por el racismo, el clasismo, la religiosidad radical o cualquier
otro sesgo ideológico?”. Por lo demás, la precaución estatal se antoja
innecesaria, toda vez que las leyes colombianas permiten a cualquier persona
cambiar su nombre al alcanzar la mayoría de edad.
Sobra decir que hay mucho de sensatez en la
respuesta de El Espectador. En un país en el que la “objeción de
conciencia” ha sido esgrimida para obstaculizar el derecho al aborto y la
equidad de género, muy seguramente se la invocará a partir de ahora para
preservar una onomástica regida por valores confesionales. Porque, tras la
innegable sorpresa que pueden causar nombres como Miperro o Satanás, pronto vendrán
las reservas contra nombres como Poncio o Caifás. Además de eso, llama
poderosamente la atención que la Registraduría colombiana ponga, en la lista
más infamante —al lado de las etiquetas diabólicas—, el nombre de Judas. Es
extraño que se pierda de vista que los Evangelios distinguen con ese nombre al
también llamado “Tadeo” o “Judas de Santiago”, conocido por la ternura de su
corazón. Es evidente que el registrador nacional desconoce la etimología
hebrea, de acuerdo con la cual la palabra Judas o Yehuda traduce
“alabanzas sean dadas a Dios”. Y también parece claro que el funcionario y sus
esbirros no frecuentan la lectura de Jorge Luis Borges, toda vez que el argentino,
en un cuento de Ficciones (1944), sirve los argumentos para
reivindicar al mismo Judas Iscariote, quien, a diferencia de los demás
discípulos de Jesús, creyó inconveniente que el Verbo se hiciera carne y se empeñó,
con altruismo, en desembarazarlo de la profana carnadura humana. La
Registraduría se revela, con su empeño, más arbitraria que la lengua misma.
Con todo, una cosa es denunciar los discutibles
argumentos con que pretende controlarse la nominación de las personas, o
señalar los sesgos moralistas que podrían ponerse en juego con base en la
advertencia de la Registraduría, y otra muy distinta decir que, a la hora de
inscribir a un niño en el registro civil, quepan todos los nombres. Porque, al
menos, la antropología podría presentar una objeción, y, en su nombre, podría hacerlo una figura tan docta como Claude Lévi-Strauss. Explica el
maestro, en El pensamiento salvaje (1962), que los nombres propios no obedecen
al mero capricho o a la casualidad: poseen y confieren significación, esto es,
cumplen con la función de clasificar cosas, como todos los demás signos del
sistema lingüístico al que pertenecen. Con la nominación no se obtura la
clasificación que se hace con las categorías lingüísticas comunes, sino que se
la lleva a un punto extremo: al de la peculiaridad, opuesto suplementario de la
generalidad. De acuerdo con Lévi-Strauss, las personas llevan un nombre que permite,
al menos, tres cosas: mostrar al nominado como alguien que hace parte del
conjunto de los humanos (razón por la cual, por ejemplo, no solemos llamarnos como un
objeto, un toro o un perro, pues —dicho sea de paso— Miperro no es el nombre de ningún
can conocido); hacer del nominado un punto de referencia objetivo dentro de un subgrupo
(lo cual suele traducirse en que no haya nombres completamente iguales entre
familiares); y clasificar, al nominador, como miembro de una época particular (consecuencia
de lo cual es que la fama ajena sea uno de los recursos más comunes a la hora
de pensar, los padres, el nombre de sus hijos).
Las sociedades humanas han controlado la asignación
de nombres propios de diversas maneras. Entre varios casos, Lévi-Strauss
menciona el de los wik munkan, en Australia, quienes se nombran según un
criterio que coincide con el que la ciencia occidental implementa para catalogar
las especies vegetales y animales: usan dos indicativos de clase, uno “grande”
y otro “pequeño”, y a ello suman un “nombre umbilical” que acaba de concretar
la individuación. Asimismo, el autor muestra cómo, entre los penan de Borneo, los
nombres están compuestos por un autónimo
(la denominación personal, que de todos modos se escoge entre los nombres que
pertenecen a un grupo), un teknónimo
(una indicación de que se es pariente de alguien) y un necrónimo (una denominación que sirve para reconocer una relación
objetiva con un muerto). Como parecerá evidente, este caso muestra que, en
esencia, la nominación se define en un sistema de relaciones sociales. Pero
también sobra decir que nuestros usos hispánicos, caracterizados por una
organización jerárquica de los apellidos de los padres y, hasta hace poco, por fórmulas
proposicionales que distinguían a las mujeres como esposas o viudas de alguien,
revelan la misma lógica que esos casos del otro lado del mundo y de la historia
cultural.
De regreso al caso doméstico referido
en el primer párrafo de este breve ensayo, habrá que decir que el exabrupto
propiamente dicho de la Registraduría consiste en querer controlar, por medio
de una regla explícita, lo que, acaso, solo puede ser controlado tácitamente. Porque,
al quedar fuera de discusión que los apellidos no son optativos —o que lo son
solo dentro de un estrecho margen—, apenas queda por decir que los nombres
propios son la expresión de corrientes sociales o, en fin, de coacciones de las
que apenas nos damos cuenta. Hay que decir, en buena ley durkheimiana, que las
costumbres se imponen a nosotros con especial rigor, y a tal punto que, cuando
enunciamos reglas sociales, antes que fundar costumbres lo que tratamos de
hacer es reflejar y formalizar las que ya existen. Dicho de otra manera: al enunciar
un mandato oficial sobre cómo llamarse, la Registraduría, intuitivamente,
pretende preservar una lógica de nominación que no pertenece a nadie, como no
sea al anónimo uso social. Por supuesto, al seguir esa lógica de la inercia de
los hechos sociales es forzoso preguntarse por qué, en Colombia, alguien ha podido
ser llamado Miperro, Satanás o, incluso, 6. Pero la respuesta, lejos de conducir
a conclusiones condenatorias sobre la insania o el mal gusto de los nominadores,
tendría que ver con las maneras en que los colombianos —o los subgrupos
sociales en que ellos se dividen— se perciben a sí mismos al comenzar la tercera
década del siglo XXI. El reto, pues, no es legalista sino etnográfico.
La conclusión no podría ser otra que esta: en la discusión entre el diario El Espectador y la Registraduría Nacional del Estado Civil, ambas partes tienen la razón sin tenerla del todo. Toda palabra, una vez hecha nombre, es indiscutible como tal, pero de ahí no se sigue que todas las palabras puedan convertirse en nombres. En clave borgiana, esta paradoja podría ser expresada así: a diferencia de lo que ocurre en la Biblioteca de Babel —donde reposan todos los libros que pueden ser imaginados—, el archivo de nuestros registros civiles es tan impredecible como incompleto.
Fiesta de bomberos (2000). Hugo Santamaría Zuluaga (1956) |