Zaqueo en el sicómoro, esperando el paso de Jesús (h. 1894). James Tissot (1836-1902) |
Hay ocasiones en las que se antoja lamentable
que la antropología no sea —como dijo Paul Valéry de la historia— la ciencia de
lo que apenas sucede una vez. Las costumbres y las ideas recurrentes, esto es, las
cosas que interesan a los antropólogos, se antojan deslucidas frente a los
hechos singulares que coleccionan los historiadores. Los hábitos y ritos del
regicidio, entendidos como gestos culturales, distan de tener el fulgor o el
dramatismo de aquel episodio de los idus de marzo, en el 44 a. C., cuando Julio
César recibió 23 puñaladas de sus propios senadores. El antropólogo lector
siente pena cuando, en La vida sexual de los salvajes (1929), Malinowski
deja a un lado la historia de aquel hombre que sedujo a su hermana con base en
sus dotes de cantante y se enzarza en una ardua exposición sociológica sobre el
incesto trobriandés; o cuando, en Tristes trópicos (1955), Lévi-Strauss
reduce a tres pinceladas la curiosa historia del “indio del Papa” y se
concentra en hacer complejos diagramas de una aldea bororo.
Apenas queda el remanso de la antropología de
las religiones, fundada, como está, sobre mitos y leyendas sacras que, no pocas
veces, traslucen escenas dramáticas o anécdotas coloridas. Una prueba
contundente la surte Clifford Geertz en Observando el islam. El desarrollo
religioso en Marruecos e Indonesia (1968), obra interesada en analizar dos
adaptaciones regionales de un credo que tiende a pensarse como lo más opuesto
al eclecticismo. El antropólogo estadounidense refiere la historia de Sidi
Lahsen Lyusi, un descendiente de pastores trashumantes bereberes, nacido en
1631, y quien llegó a ser un santo del islamismo sin pertenecer a los linajes
en que se heredaba la baraka (carisma o fuerza sobrenatural). Después de
una vida vagabunda, Lyusi dio en pleno desierto, en un oasis, con un jeque que
se pudría en vida, y a quien, a pesar de su poder, ni siquiera sus propios
sirvientes querían atender. El recién llegado lavó la camisa del jeque y, en su
presencia, bebió el agua ponzoñosa del escurrido, la que lo reconfortó como si
fuera vino. Entonces corrió por Marruecos el rumor de que no se trataba de un
hombre ordinario. Ungido de esa gracia enfrentó, años después, al sultán Mulay
Ismā’il. Inicialmente, el poderoso hombre alojó a Lyusi en Meknés, pero este pagó la hospitalidad acusando a Ismā’il
de maltratar a sus obreros. El sultán, encolerizado, expulsó al huésped, pero el muy porfiado decidió acampar junto a las murallas. Ismā’il fue hasta allá para encararlo,
pero Lyusi, con su magia, hizo que el señor y el caballo que montaba comenzaran
a hundirse en la arena, y solo accedió a salvarlos cuando el sultán cedió a un
chantaje audaz: firmar un decreto que declaraba a Lyusi descendiente de Mahoma.
No menos pintoresca es otra de las historias contadas en el mismo libro: la del
indonesio Sunan Kaliyaga, quien llegó a hacerse un reputado musulmán sin haber
leído, jamás, ni una página del Corán.
Con mucha más discreción palpita, en las
páginas de El yoga. Inmortalidad y libertad (1972), de Mircea Eliade,
una historia igualmente novelesca. Es la que el historiador y etnólogo rumano
cuenta de Makkhali Gosâla, jefe de la secta Ajîvika y enconado rival de Buda. Era
un hombre de talante taciturno, a un mismo tiempo escrupuloso y desenfadado. Promovía
la desnudez y la mendicidad entre sus discípulos —los que, en su iniciación,
era enterrados hasta el cuello para que sus cabellos fueran arrancados uno por
uno—, pero era tolerante al punto de disculpar al asceta que tuviera comercio
carnal con alguna mujer. Como pensador, reflexionó sobre los ciclos de la naturaleza como no lo hizo ningún otro místico indio, y fue por esa vía
que se granjeó a sus enemigos más poderosos. Particularmente fatalista, Gosâla
creía que la corrupción de los seres era inevitable, de manera que resultaba
vano el esfuerzo de liberarse del ciclo kármico por medio de la disciplina y el
conocimiento. Para este filósofo se trataba, apenas, de cumplir con un ciclo de
8’400.000 mahakalpa, y entonces la liberación se producía
espontáneamente, sin ningún esfuerzo. Eso era precisamente lo que Buda no
toleraba: tanto determinismo, a su juicio criminal. Gosâla, que contaba con
poderes singulares, no temía a la oposición, y vez hubo en que se defendió de sus
enemigos apelando a esos dones. En su biografía, por más incompleta y
borroneada que haya llegado hasta nuestros días, se incluye el lance en el que
mató a un discípulo artero con “fuego mágico”. A su vez, la muerte del gurú fue
igualmente sobrenatural: al término de un torneo de magos, Mahâvira —un antiguo
compañero— profirió contra él una maldición que lo mató. Sorprende que Eliade
no hubiera apelado a su talento literario para desarrollar, con plena libertad,
una leyenda que, por falta de documentos, no tuvo mejor acomodo en sus empresas
académicas. El estudioso de las religiones prefirió confiar, en el relato “El
secreto del doctor Honigberger” (1939), la historia de un asceta que, tras
practicar el yoga en toda regla, se torna invisible.
Los buenos relatos de la subdisciplina no se agotan en las leyendas de milagros y contiendas mágicas: como en cualquier historia literaria, a un lado de la solemnísima épica surgen las aventuras cómicas. Una de ellas está guardada en el primer capítulo de Divinidad y experiencia. La religión de los dinkas (1961), de Godfrey Lienhardt. Con la idea de ilustrar de qué manera estos indígenas del Sudán valoran los hechos excepcionales —los ven como manifestaciones de poderes de la divinidad—, el antropólogo británico cuenta la historia de un macho cabrío negro que llegó algún día a la aldea de Lony Aker, justo cuando el investigador residía allí. El arribo se antojó tan sugestivo que enseguida se organizó una fiesta en torno del animal, al cual se le otorgó el estatus de profeta. Lo acomodaron en una cabaña, adecuada exclusivamente para él, provista de una piel para dormir —de las que solo usan los humanos— y recipientes con gachas de avena, leche y cerveza, además de una calabaza repleta de ofrendas de anillos, pulseras y monedas. Una y otra vez, los dinkas se arrimaban a la puerta y le hacían signos de veneración, tratándolo de beny (“señor”). El mismo Lienhardt quiso asomarse, y justo cuando lo hizo, el macho, como un perro educado, levantó una pezuña. Todos rieron. Poco después, los nativos llevaron al animal para que devolviera la visita al antropólogo, y allí se le ofreció té inglés y tabaco local, que el visitante aceptó sin reparo. Al otro día se hizo una nueva celebración en su honor, pero el cabrón se desentendió del homenaje y se escabulló hacia la huerta, donde comió hierba hasta empacharse, y solo después regresó a la cabaña. Los dinkas interpretaron el desprecio como un deseo del profeta de visitar otra aldea, y para complacerlo organizaron una procesión hasta el asentamiento más cercano, situado a pocas millas. Se adaptó un parasol para que el macho no sufriera las inclemencias de la jornada. Cuando todo pasó, alguien contó a Lienhardt que el animal viajaba de aldea en aldea desde pequeño, y que ni siquiera las hienas se metían con él. A donde iba, las cosechas eran buenas.
Apenas sorprende que estas historias hagan parte del material recogido por los antropólogos de la religión: a fin de cuentas, los gestos arquetípicos y los hechos edificantes tienen que tener su origen en eventos particulares; en eventos poco corrientes cuyo proceso de sacralización les supone transformaciones sustanciales, las que, en todo caso, no acaban de borrar la singularidad de lo que alguna vez ocurrió (así no haya ocurrido nunca). Con todo, los tres episodios relatados, si bien se mira, no parecen ser aventuras de redondez moral cuyo recuerdo eduque a los creyentes: en un caso, un hombre se hace carismático por extorsión; en otro, un filósofo juicioso mata y es muerto por artes de hechicería; y en el de más acá —el que nos es más cercano en el tiempo—, un animal displicente es puesto en el sitial más alto de la devoción, lo que no obsta para que, al mismo tiempo, se le trate con frescura. Parece obligatoria la conclusión de que en las religiones humanas —en sus fórmulas míticas o rituales— acaban teniendo cabida las buenas historias, que lo son por bienintencionadas o por bien tramadas. Un relato audaz, dramático o gracioso merece ser recordado tanto como una máxima; ya llegará, en cualquier momento de la larga historia, un erudito que formule la exégesis de ocasión que acabe de consagrarlo.
Agnus Dei (h. 1640). Francisco de Zurbarán (1598-1664) |