Eco y Narciso (h. 1628). Nicolas Poussin (1594-1665) |
Más supo Lévi-Strauss por viejo que por estructuralista.
Es, al menos, lo que sugiere una de sus obras de senectud: los 16 ensayos cortos
—o columnas largas, según se mire— que aparecieron en el diario italiano La
Repubblica entre 1989 y 2000, recogidos posteriormente en el libro Nous sommes
tous des cannibales (2013) y traducidos al castellano, un año después, por
el Fondo de Cultura Económica. En esas páginas, el antropólogo francés se
muestra erudito y sagaz, pero, sobre todo, sereno. El maestro, ahora, no
precisa de ecuaciones temerarias ni de explicaciones meticulosas para mostrar
la disposición de las cosas humanas. Una visión panorámica de viejo sabio y una
prosa llana de escritor veterano se citan en los ensayos para lograr que muchas
regularidades estructurales sean vislumbradas y admitidas incluso por lectores
no iniciados en los misterios de la antropología.
Como
todo memorioso sentimental, Lévi-Strauss vuelve sobre algunas de sus más queridas
obsesiones, y no solo para actualizarlas con los datos del fin de siglo, sino,
también, para ajustarlas a su perspectiva de maestro reposado. De tal suerte,
la cuestión del tío materno —tan arduamente expuesta en un artículo de 1945,
del todo henchido de conjuros de teoría fonológica y de símbolos matemáticos—
aparece convertida, en un texto de diciembre de 1997, en un relato sintético,
convincente y, sobre todo, ameno. Lévi-Strauss apela al anecdotario de época —la
muerte trágica de lady Diana— para mostrar cómo, aun en Occidente, el
tío materno se percibe como un término opuesto al padre. La prueba contundente que
trae a colación es el discurso fúnebre del conde Spencer, quien, en nombre de
sus sobrinos huérfanos, casi acusó de desalmada a la familia real: “Me comprometo
a proteger a sus hijos de un destino semejante al suyo, [a obrar de modo] que
sean criados de manera tierna e imaginativa”. Por supuesto, el asunto es más
siniestro que divertido, por más que sea perceptible el guiño a los cuentos folclóricos
sobre príncipes desdichados. Propiamente graciosa es la manera como Lévi-Strauss capitaliza el hecho de que el conde residiera en Sudáfrica: “convengamos que el
azar hace las cosas bien: ‘The Mother’s Brother in South Africa’ es, en efecto,
el célebre artículo publicado en 1924 en el South African Journal of Science
donde Radcliffe-Brown destacó la importancia de ese rol y fue uno de los
primeros en tratar cuál podía ser su significado”. A pesar de su hosquedad
proverbial, el antropólogo británico debió sonreír en el Más Allá.
La
nostalgia también hace que Lévi-Strauss vuelva sobre uno de sus pintores predilectos:
Nicolas Poussin, de quien ya había escrito poco antes, en Mirar, escuchar, leer
(1993). En esa ocasión, el antropólogo francés propuso que la segunda
versión de Los pastores de la Arcadia (h. 1638) era una obra concebida
por arte de bricolaje con el fin de introducir, entre los inocentes zagales, la
figura paseante de la Muerte. No contento con eso, en el ensayo aparecido en La
Repubblica del 29 de diciembre de 1994, el crítico vuelve a pararse otra
vez frente a una tela de Poussin, dispuesto a descubrir la arquitectura
subyacente a la composición. Esta vez se trata de Eco y Narciso (h.
1628), la pintura en que la ninfa, pesarosa, ve a su amado malograrse junto al
estanque. La divergencia de las líneas diagonales en la obra alerta a
Lévi-Strauss sobre la semántica de desencuentro ligada al tema del eco, y acaba
convenciéndose de ello cuando —de la manera más levistraussiana imaginable—
pone, junto a la representación pictórica del mito griego, los argumentos de
los mitos americanos. En esos relatos, el eco suele ser un personaje empeñado
en fomentar malentendidos, siempre dispuesto a enturbiar o a obstaculizar los
intercambios verbales entre los hombres, y de ahí que su actuación pueda entenderse
como un modelo de comunicación fallida o, cuando menos, enrarecida; un modelo ante
el cual sería una permutación la melancólica versión griega. Escribe el veterano
estructuralista: “La nostalgia es un exceso de comunicación con uno mismo: uno
sufre por recordar cosas que mejor hubiera sido olvidar. De manera inversa, el
malentendido puede definirse como un defecto de comunicación, en este caso con
el otro”. Así pues, en América, el eco no sería tanto la engorrosa devolución
de las propias palabras cuanto la transformación de ellas en una voz ajena y embaucadora.
La
originalidad de la tesis y la redondez del planteamiento de imágenes invertidas
—sugestivo por la sola economía de la prosa y la limpidez de las referencias—
bastarían para probar el magisterio de Lévi-Strauss. Pero hay —como siempre sucede
con él— algo más: la potencia de la conclusión es tal que incluso puede ser
aplicada o verificada donde el mismo antropólogo no lo previó, por más que, inevitablemente,
lo hubiera intuido. Es verdad que el sentido americano del eco es el de una
confrontación que se gesta fuera de nosotros, el de una voz objetora y pertinaz
en su apuesta por confundirnos. Y, más allá de los mitos —o más acá— viene a
probarlo la poesía; y no la obra de un aficionado, sino, muy particularmente,
un poema de Rubén Darío, quien, para la poesía hispanoamericana, viene a ser lo
mismo que Lévi-Strauss para el estructuralismo francés. La pieza lleva como
título “Eco y yo”, y fue incluida en El canto errante (1907). Consiste
en el ingenioso diálogo poético de un hombre con el eco, el que, con
perceptible malicia, cumple con su función recurrente sin por eso ahorrar puyas
y amonestaciones contra el poeta pusilánime. El hombre se queja y el eco, implacable,
responde prestamente y azuza la mortificación: “Se apagó como una estrella / ella.
/ Deja, pues, que me contriste. / —¡Triste! /—¡Se fue el instante
oportuno! / —¡Tuno!... / […] Mas hoy el duelo aún me acosa / —¡Osa!
/ —¿Osar, si el dolor revuela? / —¡Vuela! / —Tu voz ya no me convence. /
—Vence. / —¡La suerte errar me demanda! / —Anda. / —Mas de
ilusión las simientes… / —¡Mientes!”. Por más que el Caupolicán imaginado
por Rubén Darío en Azul… (1888) no sea más que un bulto retórico —un
indio de papel—, parece indudable que en la cabeza del poeta nicaragüense bullían
auténticas resonancias de los mitos americanos. Tuvo razón cuando sospechó que
por sus venas corría sangre de indio chorotega.
Por un azar que jamás podrá entenderse —y menos conjurarse—, corresponde a los genios surgir en una época o en otra, y, casi por capricho, en sus lápidas acaban grabándose las cifras de dos años diversos (1908-2009, 1867-1916 o cualesquiera otros). Sus palabras y su penetración, sin embargo, saben volar libres por el tiempo, remontando su curso o acompañándolo hasta salir al mar, e iluminan con nitidez cualquier cosa que aparezca en el paisaje. Lévi-Strauss, devoto lector de Baudelaire y Apollinaire, descifró la vena autóctona del modernismo hispanoamericano acaso sin haberlo leído. Desde la piedra más alta de la vida habló el gran antropólogo, y el eco de su voz se coló, libre, por los versos, despertando, de paso, a todos los tíos maternos en sus lares. Él mismo lo dijo: el eco es omnipotente.
Paisaje con tres hombres (h. 1651). Nicolas Poussin (1594-1665) |