jueves, 18 de febrero de 2021

Eco y Claude

 

Eco y Narciso (h. 1628). Nicolas Poussin (1594-1665)


Más supo Lévi-Strauss por viejo que por estructuralista. Es, al menos, lo que sugiere una de sus obras de senectud: los 16 ensayos cortos —o columnas largas, según se mire— que aparecieron en el diario italiano La Repubblica entre 1989 y 2000, recogidos posteriormente en el libro Nous sommes tous des cannibales (2013) y traducidos al castellano, un año después, por el Fondo de Cultura Económica. En esas páginas, el antropólogo francés se muestra erudito y sagaz, pero, sobre todo, sereno. El maestro, ahora, no precisa de ecuaciones temerarias ni de explicaciones meticulosas para mostrar la disposición de las cosas humanas. Una visión panorámica de viejo sabio y una prosa llana de escritor veterano se citan en los ensayos para lograr que muchas regularidades estructurales sean vislumbradas y admitidas incluso por lectores no iniciados en los misterios de la antropología.

Como todo memorioso sentimental, Lévi-Strauss vuelve sobre algunas de sus más queridas obsesiones, y no solo para actualizarlas con los datos del fin de siglo, sino, también, para ajustarlas a su perspectiva de maestro reposado. De tal suerte, la cuestión del tío materno —tan arduamente expuesta en un artículo de 1945, del todo henchido de conjuros de teoría fonológica y de símbolos matemáticos— aparece convertida, en un texto de diciembre de 1997, en un relato sintético, convincente y, sobre todo, ameno. Lévi-Strauss apela al anecdotario de época —la muerte trágica de lady Diana— para mostrar cómo, aun en Occidente, el tío materno se percibe como un término opuesto al padre. La prueba contundente que trae a colación es el discurso fúnebre del conde Spencer, quien, en nombre de sus sobrinos huérfanos, casi acusó de desalmada a la familia real: “Me comprometo a proteger a sus hijos de un destino semejante al suyo, [a obrar de modo] que sean criados de manera tierna e imaginativa”. Por supuesto, el asunto es más siniestro que divertido, por más que sea perceptible el guiño a los cuentos folclóricos sobre príncipes desdichados. Propiamente graciosa es la manera como Lévi-Strauss capitaliza el hecho de que el conde residiera en Sudáfrica: “convengamos que el azar hace las cosas bien: ‘The Mother’s Brother in South Africa’ es, en efecto, el célebre artículo publicado en 1924 en el South African Journal of Science donde Radcliffe-Brown destacó la importancia de ese rol y fue uno de los primeros en tratar cuál podía ser su significado”. A pesar de su hosquedad proverbial, el antropólogo británico debió sonreír en el Más Allá.

La nostalgia también hace que Lévi-Strauss vuelva sobre uno de sus pintores predilectos: Nicolas Poussin, de quien ya había escrito poco antes, en Mirar, escuchar, leer (1993). En esa ocasión, el antropólogo francés propuso que la segunda versión de Los pastores de la Arcadia (h. 1638) era una obra concebida por arte de bricolaje con el fin de introducir, entre los inocentes zagales, la figura paseante de la Muerte. No contento con eso, en el ensayo aparecido en La Repubblica del 29 de diciembre de 1994, el crítico vuelve a pararse otra vez frente a una tela de Poussin, dispuesto a descubrir la arquitectura subyacente a la composición. Esta vez se trata de Eco y Narciso (h. 1628), la pintura en que la ninfa, pesarosa, ve a su amado malograrse junto al estanque. La divergencia de las líneas diagonales en la obra alerta a Lévi-Strauss sobre la semántica de desencuentro ligada al tema del eco, y acaba convenciéndose de ello cuando —de la manera más levistraussiana imaginable— pone, junto a la representación pictórica del mito griego, los argumentos de los mitos americanos. En esos relatos, el eco suele ser un personaje empeñado en fomentar malentendidos, siempre dispuesto a enturbiar o a obstaculizar los intercambios verbales entre los hombres, y de ahí que su actuación pueda entenderse como un modelo de comunicación fallida o, cuando menos, enrarecida; un modelo ante el cual sería una permutación la melancólica versión griega. Escribe el veterano estructuralista: “La nostalgia es un exceso de comunicación con uno mismo: uno sufre por recordar cosas que mejor hubiera sido olvidar. De manera inversa, el malentendido puede definirse como un defecto de comunicación, en este caso con el otro”. Así pues, en América, el eco no sería tanto la engorrosa devolución de las propias palabras cuanto la transformación de ellas en una voz ajena y embaucadora.

La originalidad de la tesis y la redondez del planteamiento de imágenes invertidas —sugestivo por la sola economía de la prosa y la limpidez de las referencias— bastarían para probar el magisterio de Lévi-Strauss. Pero hay —como siempre sucede con él— algo más: la potencia de la conclusión es tal que incluso puede ser aplicada o verificada donde el mismo antropólogo no lo previó, por más que, inevitablemente, lo hubiera intuido. Es verdad que el sentido americano del eco es el de una confrontación que se gesta fuera de nosotros, el de una voz objetora y pertinaz en su apuesta por confundirnos. Y, más allá de los mitos —o más acá— viene a probarlo la poesía; y no la obra de un aficionado, sino, muy particularmente, un poema de Rubén Darío, quien, para la poesía hispanoamericana, viene a ser lo mismo que Lévi-Strauss para el estructuralismo francés. La pieza lleva como título “Eco y yo”, y fue incluida en El canto errante (1907). Consiste en el ingenioso diálogo poético de un hombre con el eco, el que, con perceptible malicia, cumple con su función recurrente sin por eso ahorrar puyas y amonestaciones contra el poeta pusilánime. El hombre se queja y el eco, implacable, responde prestamente y azuza la mortificación: “Se apagó como una estrella / ella. / Deja, pues, que me contriste. / —¡Triste! /—¡Se fue el instante oportuno! / —¡Tuno!... / […] Mas hoy el duelo aún me acosa / —¡Osa! / —¿Osar, si el dolor revuela? / —¡Vuela! / —Tu voz ya no me convence. / —Vence. / —¡La suerte errar me demanda! / —Anda. / —Mas de ilusión las simientes… / —¡Mientes!”. Por más que el Caupolicán imaginado por Rubén Darío en Azul… (1888) no sea más que un bulto retórico —un indio de papel—, parece indudable que en la cabeza del poeta nicaragüense bullían auténticas resonancias de los mitos americanos. Tuvo razón cuando sospechó que por sus venas corría sangre de indio chorotega.

Por un azar que jamás podrá entenderse —y menos conjurarse—, corresponde a los genios surgir en una época o en otra, y, casi por capricho, en sus lápidas acaban grabándose las cifras de dos años diversos (1908-2009, 1867-1916 o cualesquiera otros). Sus palabras y su penetración, sin embargo, saben volar libres por el tiempo, remontando su curso o acompañándolo hasta salir al mar, e iluminan con nitidez cualquier cosa que aparezca en el paisaje. Lévi-Strauss, devoto lector de Baudelaire y Apollinaire, descifró la vena autóctona del modernismo hispanoamericano acaso sin haberlo leído. Desde la piedra más alta de la vida habló el gran antropólogo, y el eco de su voz se coló, libre, por los versos, despertando, de paso, a todos los tíos maternos en sus lares. Él mismo lo dijo: el eco es omnipotente.


Paisaje con tres hombres (h. 1651). Nicolas Poussin (1594-1665)


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