El 29 de noviembre de 2020, tras una formidable actuación de Edinson Cavani, Manchester United derrotó a domicilio
al Southampton. Los Diablos Rojos se habían ido al vestuario perdiendo 2-0,
pero, en la segunda parte, una asistencia y dos goles del uruguayo —el último de
los tantos in extremis— le dieron los
tres puntos a los visitantes. Para celebrar la gesta, un seguidor etiquetó una
foto del delantero con la leyenda “Así te quiero Matador”, a lo que este
contestó con un cariñoso “Gracias negrito”. Entonces tronó el cielo y cayeron
rayos sobre Cavani: la Football Association (FA) juzgó como racista la
respuesta del goleador y, en consecuencia, lo suspendió por tres partidos y le
impuso una multa de cien mil libras esterlinas.
Tanto como el presunto desliz de
Cavani, causó indignación el castigo dispuesto por la FA. La Conmebol —órgano
rector del fútbol en Surámerica— llamó la atención sobre la ignorancia de los
ingleses sobre las costumbres sociolingüísticas en Uruguay, mientras que la
Asociación de Futbolistas Uruguayos acusó a la FA de “dogmática y
etnocentrista”. Las protestas rebasaron el ámbito del fútbol, a tal punto que
la Academia de Letras de Uruguay difundió un comunicado de “enérgico rechazo” a
la sanción. Sin tapujos, los académicos orientales denunciaron “la pobreza de
los conocimientos culturales y lingüísticos que esa Federación pone de
manifiesto al fundamentar tan cuestionable resolución”, y acto seguido
repasaron la cartilla del idioma en lo que tiene que ver con la común creación
de vocativos con base en características físicas de las personas, buena parte
de ellos metafóricos y provistos de un sentido cariñoso o amical, sentido que,
como queda claro, es el único que cabe dar a la feliz interacción entre cavaniofficial21 y pablofer2222.
La FA, a medias consciente de su
exceso pero, sobre todo, tozuda en su arrogancia, aceptó que Cavani no había
tenido mala intención, pero que, con todo y eso, su expresión “podía ofender a
los hablantes ingleses que no estuvieran familiarizados con la cultura
suramericana”. La pretensión es, a todas luces, absurda: se pide constreñir los
usos propios de una lengua en consideración de la ignorancia de quienes, por no
ser sus hablantes, no conocen sus contextos de uso (lo que supone que Cervantes
debió suprimir los paternales insultos de Don Quijote a Sancho en vista de que
un malayo podía escandalizarse al leerlos). Pero el asunto dista de ser simple,
toda vez que incluso en esta parte del mundo hubo quien justificara la
sentencia contra el Matador. Ángel Perea, un experto en temas afroamericanos
que fue consultado por El Tiempo, señaló
lo peligroso que resultaba naturalizar la dicotomía racista blanco/negro. Se lee en el diario
colombiano: “Perea critica ese comportamiento de normalización de ese tipo de
términos, independientemente del contexto en el que se expresan: ‘Si a nuestros
conciudadanos blancos-mestizo jamás y por ninguna circunstancia se los llama
por ascendencia racial o étnica o por la tonalidad de su piel, ni siquiera por
cariño, afecto, o cualquier sentimiento empático o de simpatía, entonces racializar […] a las personas afrodescendientes
es de inmediato un abuso intolerable. En el reclamo uruguayo se revelan taras
atávicas’”. En la misma nota se lee un concepto de la líder afrodescendiente
Francia Márquez, quien, al igual que Perea, tiene para sí que la respuesta de
Cavani abona a una “normalización del racismo”, y arguye que los afrodescendientes
siempre se dirigen a los blancos y mestizos por su nombre: “Uno no les dice
‘gracias, blanquito’ o ‘gracias, mesticito’”.
Hay tanto de largo como de ancho
en esas opiniones desde el punto de vista afrodescendiente. Más que erróneo,
sería malicioso negar que, en parte, el racismo se expresa en la persistencia
de ciertos usos lingüísticos. El problema, es cierto, consiste en la
naturalización de unas prácticas de segregación o de enunciación de las
diferencias étnicas. Una frase tan común y tan afectuosa como “mi negro” no
deja de representar una lógica de posesión y sumisión étnica que habría tenido
origen en la detestable práctica de la esclavitud. Con todo, es evidente que,
para que ese sentido se configure, se necesita algo más que el significante negro. Hace muchos siglos, los
lingüistas —o, si se quiere, los gramáticos— renunciaron a la tesis de que las
palabras poseyeran la sustancia de las cosas a las que se referían. En su docto
Curso de lingüística general (1916), Ferdinand
de Saussure advierte que la vocación del signo lingüístico es encadenarse con
otros, y que solo de esa manera puede hacerse significativo, pues en sí mismo
no es nada. Si la expresión “mi negro” rezuma racismo es por la ligazón entre
el pronombre posesivo y el sustantivo, pero no por la mera aparición de la
palabra negro, como —según el
redactor de El Tiempo— pretende Perea.
Es temerario afirmar que el racismo lingüístico se configura con independencia
del contexto de uso de las palabras: eso solo podría suceder con los conjuros mágicos,
cuyas palabras están preñadas de un poder intrínseco (y, en el caso que aquí interesa, el
único hechizo imaginable sería el que el futbolista uruguayo lanzó contra sí
mismo).
Cada frase encuentra sentido en su particular contexto sintagmático, de acuerdo con Saussure; o según la semántica activa en el contexto de la situación etnográfica, de acuerdo con una reflexión —ya clásica— que Bronislaw Malinowski vertió en el artículo “El problema del significado en las lenguas primitivas” (1923). La fórmula “Gracias negrito” de Cavani no puede ser entendida como una expresión necesariamente racista por la sola presencia de la voz negrito, tal como lo asumen la FA y los intelectuales afrocolombianos. Es evidente el gesto afectuoso materializado en ese sistema de dos palabras, incluido en un intercambio virtual celebratorio, pero los detractores no pueden —o no quieren— verlo; y no solo eso: al condenar al goleador, pretenden que no apele al lenguaje metafórico, actividad que, para los humanos, es tan automática como respirar. La altivez colonialista de la FA, por un lado, y la posición esencialista y no poco cándida de quienes han salido a defenderla, por el otro, no deberían atreverse a tanto. ¿Quién puede estar seguro de que Cavani no llama “negrito” a pablofer2222 como una manera sinecdóquica o metonímica de aludir a su pelo o a sus ojos negros? Eso por no discutir si, en el caso de que el entusiasta seguidor tuviese mucha melanina en su piel, mencionarlo configure, necesariamente, un abuso. Porque, por otro lado, no es cierto —como proclaman Perea y Márquez— que a los blancos o mestizos no se les nombre de acuerdo con sus características físicas o étnicas: en Colombia, apelativos como “mono”, “monito, “zarco”, “moreno” o “more” son cosa de todos los días. En otro caso controversial, el futbolista colombiano Juan Pablo Ramírez fue censurado por referirse a un colega brasileño como “negro”, sin que nadie reparara en el hecho de que el agresor, durante su carrera deportiva, ha llevado a cuestas, sin tomárselo a mal, el apodo de “Indio”.
El negro Escipión (h. 1867). Paul Cézanne (1839-1906) |