Hace cerca de ocho siglos, Tomas
de Aquino dedujo la existencia de Dios con argumentos que, incluso, pueden
parecer sugestivos a un ateo: tiene que haber una primera cosa inmóvil que haga
mover a las demás; es forzoso reconocer una primera causa, no causada, de todas
las cosas. Los mitos de origen, con sus códigos propios, suscriben la misma
fórmula: los primeros hombres surgieron de algo o alguien que, por fuerza, no podía
ser otro hombre. Mutatis mutandis,
habrá que decir algo parecido de la antropología: que no eran antropólogos los
que la pusieron en marcha. Esto —que se cumple para cualquier ciencia de la que
se quiera conocer cómo fue su nacimiento—, resulta todavía más lógico que el
raciocinio tomista.
Por
supuesto, no se trata de establecer quién fue el primer antropólogo que tuvo un
título universitario como tal: el papel sellado apenas importa, cuando se
piensa que las figuras más espigadas de la disciplina son gente como el abogado
Morgan, el filósofo Lévi-Strauss y los físicos Boas y Malinowski. Pero el
propósito tampoco es —o por lo menos no lo es en estos párrafos— dar con la
identidad del fundador unívoco. Más allá de que semejante héroe civilizador
es ilusorio, resulta más interesante comprobar cómo, entre las
brumas ineluctables de todo comienzo, cada quien se forja, a su manera y a su
gusto, un precursor. Por supuesto, quienes se han ocupado en reconstruir la
historia de la antropología saben perfectamente que su surgimiento y
consolidación solo pudieron ser posibles por la suma de muchos esfuerzos, y que
quienes pusieron las primeras piedras del edificio difícilmente podían saber lo
que hacían o, más exactamente, no podían tener una idea siquiera aproximada de
qué tan alta llegaría a ser la torre.
La
Historia de la etnología (1937), de
Robert H. Lowie, fue uno de los primeros recuentos del desarrollo
de la disciplina, acaso el primero que se publicó en Estados Unidos. Para
entonces, en Inglaterra ya habían aparecido, cuando menos, dos trabajos sobre
el mismo asunto: Historia de la
antropología (1934), de Alfred C. Haddon, y Cien años de antropología (1935), de T. K. Pennian. Se trataría, en
la cuarta década del siglo XX, de un entusiasmo temático y editorial que Lowie
plantó en América. Para este discípulo de Boas, la etnología debe entenderse
como un estudio de las cosas humanas que no toca ni con las clasificaciones
biológicas —las razas— ni con el
psiquismo individual, y se muestra convencido de que su práctica fue imposible
mientras se ignorara la conformación general del mundo geográfico. Es por eso
que le parece inaceptable la tesis de que hubiese mirada etnológica antes de
1642, que fue cuando —por ejemplo— vino a integrarse la gran masa de Nueva
Zelanda al mapamundi. Lowie muestra bastante simpatía por las investigaciones
de Jacques Boucher de Perthes, autor de De
la industria primitiva (1846), trabajo en el que, con base en una colección
de hachas de piedra, el autor ubica el origen de la humanidad en el
Pleistoceno. Pero, acaso ganado por su abolengo germano, Lowie elige como precursor formal de la etnología a Cristoph Meiners, filósofo e historiador
alemán que en su Esquema de la historia
de la humanidad (1785) propuso un estudio del género humano basado en características
sociales, las cuales abarcarían asuntos tan diversos como las costumbres
alimentarias, el vestido y el adorno de cada “nación”, e, incluso, temas que
hoy están en el ojo del huracán como la educación de los niños y el trato
prodigado a las mujeres. La delimitación de rasgos era, a fin de cuentas, una
práctica frecuentada por los boasianos, y de ahí el interés de Lowie por el
trabajo de Meiners.
La
mitología disciplinar forjada por el antropólogo inglés Godfrey Lienhardt, tres décadas después, es
mucho más académica. En el primer capítulo del manual divulgativo Antropología social (1964) —obra que,
dicho sea de paso, fue traducida al español por el novelista ecuatoriano
Demetrio Aguilera Malta—, Lienhardt concede especial relieve a la fundación de
sociedades de investigación etnológica en Europa, lo cual ocurrió tanto en París
como en Londres en la década de 1840. En consecuencia, sugiere que al psiquiatra
inglés James Cowles Pritchard, autor de Historia
natural del hombre (1843), le habría correspondido un rol de pionero. Para este
estudioso, los diversos pueblos humanos —sin importar sus características “físicas
y morales”— conformaban una unidad biológica, y por eso era viable basar en sus
evidencias todo tipo de estudios comparativos. La reflexión de Lienhardt no
podría ser más coherente desde el punto de vista de la antropología social
británica, corriente que funda su pretensión de ser una ciencia propiamente
dicha en la implementación del método comparativo. En contraste, la etnología
de Boas y Lowie se antoja como una mera especulación, de acuerdo con una
acusación suscrita por A. R. Radcliffe-Brown en 1952.
Apenas
sorprende que en una síntesis histórica de otra época y otro contexto aparezcan
no solo criterios distintos, sino, también, valoraciones favorables de la
propia tradición lingüística. Es lo que ocurre en Etnología
y antropología (1993), obra divulgativa de los profesores franceses Philippe
Laburthe-Tolra y Jean-Pierre Warnier. Para ellos, la posibilidad de que alguna
vez se consolidara la etnología debe algo a las Cartas persas (1721) del barón de Montesquieu, en las cuales se practica
no solo una comparación cultural —entre los bloques de Occidente y Oriente—, sino que se insinúa
una punzante ironía, henchida de relativismo cultural: ser persa sería, a la
larga, tan extraordinario y pintoresco como ser francés. La conciencia
disciplinar habría alumbrado en 1772, con el uso del término etnographisch en una obra del pedagogo e
historiador alemán August Ludwig von Schlözer, quien sentía predilección por
las clasificaciones de Linneo y buscaba aplicarlas a las cosas humanas. A su
vez, la palabra francesa ethnologie apareció
por primera vez en el Ensayo sobre la
educación intelectual con el proyecto de una nueva ciencia (1787), del
teólogo suizo Alexandre César Chavannes, quien pretendía fundir en uno solo los
estudios de la anatomía y del “alma” humanas; un enfoque que, a la postre,
puede entenderse más cercano a las cartas de Montesquieu que la cruzada
clasificatoria de Schlözer.
No deja de ser paradójico que la aventura de establecer el origen de la antropología —la ciencia de la diversidad cultural— se traduzca, tantas veces, en una auto-glorificación de la propia tradición intelectual (y quizá, ante la imposibilidad de hacer lo propio, fue que el antropólogo hispano-mexicano Ángel Palerm remontó hasta la Antigüedad cuando, en el primer volumen de su muy popular Historia de la etnología [1974], pensó en los precursores de la disciplina). Pareciera como si la explicación sobre cómo y por qué viven como viven los pueblos humanos solo tuviera sentido si se lleva a cabo desde el punto de vista más familiar. No en balde se ha dicho ya, hasta el cansancio, que la antropología no es otra cosa que un arte de traducción.
Apolo (1524). Dosso Dossi (h. 1490-1542) |