La Muerte al timón (1893). Edvard Munch (1863-1944) |
Dos cuentos ambientados en los
alrededores de Calcuta retratan, con convincente maestría, las inconciliables
diferencias entre vivos y muertos. El más temprano de ellos, “La aldea de los
muertos” (1885), de Rudyard Kipling, cuenta la historia del ingeniero Jukes, a
quien su caballo desbocado arrastra hasta un paraje nefasto. Se trata de un
poblado hundido en un cráter en medio del desierto, y al que han ido a parar
los desdichados que, habiendo sido tomados por muertos en sus casas, revivieron
antes de ser incinerados en el ghat.
Una vez iniciados en la ritualidad de la muerte, su regreso a la vida de antes
es impensable. Por eso se vigila, desde fuera, para que nunca abandonen aquel
agujero remoto. Poco importa —o por lo menos no importa en estos párrafos— cómo
logra escapar Jukes; es más significativa la frase que Gunga Dass, un viejo
telegrafista “fallecido” tiempo atrás, le espeta al protagonista a poco de caer
en la aldea: “Solo existen dos clases de seres humanos, señor. Los vivos y los
muertos. Cuando falleces estás muerto, pero cuando estás vivo vives”. No podría
esperarse filosofía más docta, tratándose del umbral del inframundo.
El
segundo relato, “¿Viva o muerta?” (1916), es obra de un escritor local:
Rabindranath Tagore. La viuda Kadambini sufre una suerte de ataque cataléptico
y es llevada junto a un río para ser quemada. Los cargadores la dejan un rato sola, mientras van en busca de leña, y en ese momento
la mujer despierta. Tras analizar diversos hechos e indicios, ella misma concluye
que está muerta y que no le es dado regresar con los familiares de su marido, por
lo que discurre el plan de radicarse en casa de una amiga con la que no tenía
contacto desde la adolescencia. Va allá pero no logra sentirse a gusto:
creyéndose muerta, no puede evitar sentir extrañamiento frente a los afanes de
los vivos, y cuando por fin descubre que está viva, no logra convencer a nadie
por ningún medio, como no sea matándose de verdad. Un desenlace dramático, sin
duda, y así de contundente es la tesis de Tagore sobre la separación de los mundos de vivos y muertos, explicitada con esta magistral imagen literaria:
“Hombres y fantasmas se temen mutuamente, porque sus tribus habitan distintas
orillas del río de la muerte”.
La
perspectiva de ambos escritores podría estar ligada a ideas tradicionales o,
por lo menos, a concepciones del mundo que alguna vez prosperaron en el
subcontinente indio. Los presuntos invasores arios de la Edad Antigua habrían consignado,
en los llamados textos védicos —surgidos, muy probablemente, entre el 1200 y el
700 a. C.—, no pocos versos en que la muerte aparece como una entidad u
ocurrencia abominable de la que los vivos no quieren saber nada. Se lee en el Rg Veda: “Sigue adelante, muerte,
prosigue tu especial sendero / lejos del cual los hombres han de transitar. / A
ti que tienes ojos y oídos y corazón que siente, a ti te digo: / no toques a
nuestros descendientes, no lastimes a nuestros héroes. / Separados de los muertos
están: son los vivos: / que tenga éxito nuestro llamamiento a Dios”. El sentido
del penúltimo verso, coherente con los escrúpulos de quienes tiraron al hoyo a
Gunga Dass y a sus amigos, así como con el extrañamiento de Kadambini, recurre en
una sólida imagen sobre el miedo feroz de los vivos y su deseo de resguardarse
de la muerte: “Aquí erijo este baluarte para los vivos, que ninguno / de estos,
ningún otro, alcance esta linde. / Que sobrevivan a cien prolongados otoños, /
y que así entierren la muerte bajo esta montaña”. Que haya que
poner de por medio una montaña —nada menos— no podría ser más sobrecogedor.
Cabría
decir que el afán de separar a los vivos de los muertos ha sido una obsesión de
la humanidad, cualesquiera sean los ropajes culturales que se lleven encima. En
términos generales, quizá puede afirmarse eso; pero resulta paradójico que, entre
los contraejemplos que pueden esgrimirse, uno de los más nítidos sea el de la
religión en que derivaron los cultos védicos: el hinduismo. Según su
perspectiva, cada persona está obligada a cumplir con su deber (el dharma) con total desapego de las
acciones que esto implique y, sobre todo, de sus consecuencias, pues solo de
esa manera puede liberarse del frenético ciclo de muertes y renacimientos que
depara la ley del karma. Así lo
dispone el Bhagavad-gītā, texto
sagrado del hinduismo que habría sido escrito en el siglo III a. C., y en el
que Krishna —avatar de Vishnu— anima al príncipe Arjuna para que, sin ninguna
reserva, mate y se deje morir en la guerra contra la hueste de su primo
Duryodhana; el dios apela a este argumento: “Quien piense que el yo encarnado
puede ser el que mata o el que es muerto, no ha entendido nada de nada. No mata
ni tampoco es muerto […]. Tal como una persona se despoja de sus vestiduras
cuando estas están desgastadas y se pone otras nuevas, así se despoja el yo
encarnado de sus cuerpos viejos para ingresar en otros nuevos”. El verdadero yo
(Atman) es lo que en cada hombre
puede identificarse con Brahman, el
principio generador de todas las cosas, el cual es, por definición, imperecedero.
Esto significa que aquello que muere y renace una y otra vez no es el verdadero
yo, el cual permanece invariable a todos los efectos; para decirlo con mayor
precisión: para el Atman lo único que
puede cambiar es que, algún día, se libere del ciclo kármico y no tenga que vestirse
ni mudar de vestidos nunca más (mudas que, según los intérpretes de los textos
sagrados, podrían darse en un número de 84 millones). Desde la perspectiva
hinduista, entonces, un hombre vivo y un hombre muerto podrían ser, incluso,
las dos cosas más similares que cupiera imaginar.
En
la India hindú, la diferencia radical se establece en un plano sincrónico: de
un vivo a otro, o de un muerto a otro. El milenario sistema de castas no es
otra cosa que una exacerbación de las diferencias, pues mediante la combinación
de criterios como la categoría del varna
(ser brahmán, chatria, vaisa o sudra), el tipo de devoción, las reglas
matrimoniales, las especificidades de los oficios, las prescripciones
dietéticas e, incluso, constricciones éticas, los hombres se disponen en
categorías discretas con multiplicidad y
radicalidad tales que bien puede comparárselas con especies naturales. El
número real de castas no es 4, como erróneamente suele creerse, sino más de
tres mil. Claude Lévi-Strauss y Louis Dumont —entre otros antropólogos—
advirtieron en ese frenesí clasificatorio un imperioso proyecto de
significación cultural; un proyecto que, como la significación lingüística,
solo podría basarse en la oposición absoluta entre las partes enfrentadas. El
mismo Tagore ofrece, en “El Reino de las Cartas” —un cuento incluido en la
misma colección de la que procede la historia de la viuda, Las piedras hambrientas—, una curiosa alegoría sobre ese mundo de
diferencias. A un reino imaginario de cartas de naipe —organizado rígidamente
según un sistema de palos y rangos— llegan tres nobles jóvenes, sobrevivientes
de un naufragio, y su sola presencia introduce la zozobra en un sistema cuyas
relaciones ya estaban resueltas: “¿A qué casta pertenecían los tres extranjeros
no clasificados? […] ¿De qué raza eran? ¿Rojos y brillantes como los Corazones,
o morenos como los Bastos? Sobre este punto la disputa se hizo interminable.
Como que todo el sistema matrimonial de la Isla, con sus complicados
reglamentos, dependía de su solución. […] ¿Qué comerían? ¿Con quienes habían de
vivir y dormir? Y sus cabezas, ¿deberían mirar al Sudoeste, al Noroeste, o solo
al Nordeste?”. La imperfección se toma el reino y, por lo mismo, las cartas
acaban convertidas en hombres y mujeres.
Octavio
Paz, en su audaz ensayo Vislumbres de la
India (1995), dijo de la literatura bengalí —la de Tagore— que había sido vehículo
de la penetración de la cultura inglesa en el subcontinente. Para no ir muy
lejos, parte de la obra del gran escritor de Calcuta fue vertida por él mismo al
inglés, además de que en sus escritos en bengalí echó mano de algunos géneros
occidentales. Esto lleva a preguntarse, entonces, si sus ideas sobre las crudas
rencillas entre vivos y muertos vienen realmente de la tradición védica o si —como
parecería más probable en el caso de Kipling— no son otra cosa que
contaminaciones del pavor occidental ante los muertos, superpuestas en la
serenidad hindú frente a ese misterio insondable. Quizá la respuesta correcta sea
una que integre ambas posibilidades: que el pavor ante la muerte sea distintivo
de la cosmovisión de los pueblos antiguos que, procedentes de los montes
Urales, habrían ido en oleadas tanto hacia el sur y sureste de Asia como hacia
Europa. De esa manera, los ingleses, en el siglo XIX, no habrían
hecho otra cosa que volver a sembrar, en suelo indio, la semilla de una planta
que, tres milenios atrás, ya había crecido allí.
Algún valor podría tener esta coda etnográfica: cuando
visitó a los trobriandeses, Bronislaw Malinowski comprobó que esos nativos
remotos desconocían “ese terror pesado y opresivo que casi paraliza y que tan
conocido es a todos los que han experimentado o estudiado el miedo a los
fantasmas como se los concibe en Europa”. Parece claro, entonces, que solo
existen dos clases de seres humanos: los que le temen a la muerte y los que no.
Muerte y primavera (1893). Edvard Munch (1863-1944) |
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