domingo, 13 de septiembre de 2020

Muertos de miedo



La Muerte al timón (1893). Edvard Munch (1863-1944)



Dos cuentos ambientados en los alrededores de Calcuta retratan, con convincente maestría, las inconciliables diferencias entre vivos y muertos. El más temprano de ellos, “La aldea de los muertos” (1885), de Rudyard Kipling, cuenta la historia del ingeniero Jukes, a quien su caballo desbocado arrastra hasta un paraje nefasto. Se trata de un poblado hundido en un cráter en medio del desierto, y al que han ido a parar los desdichados que, habiendo sido tomados por muertos en sus casas, revivieron antes de ser incinerados en el ghat. Una vez iniciados en la ritualidad de la muerte, su regreso a la vida de antes es impensable. Por eso se vigila, desde fuera, para que nunca abandonen aquel agujero remoto. Poco importa —o por lo menos no importa en estos párrafos— cómo logra escapar Jukes; es más significativa la frase que Gunga Dass, un viejo telegrafista “fallecido” tiempo atrás, le espeta al protagonista a poco de caer en la aldea: “Solo existen dos clases de seres humanos, señor. Los vivos y los muertos. Cuando falleces estás muerto, pero cuando estás vivo vives”. No podría esperarse filosofía más docta, tratándose del umbral del inframundo.
            El segundo relato, “¿Viva o muerta?” (1916), es obra de un escritor local: Rabindranath Tagore. La viuda Kadambini sufre una suerte de ataque cataléptico y es llevada junto a un río para ser quemada. Los cargadores la dejan un rato sola, mientras van en busca de leña, y en ese momento la mujer despierta. Tras analizar diversos hechos e indicios, ella misma concluye que está muerta y que no le es dado regresar con los familiares de su marido, por lo que discurre el plan de radicarse en casa de una amiga con la que no tenía contacto desde la adolescencia. Va allá pero no logra sentirse a gusto: creyéndose muerta, no puede evitar sentir extrañamiento frente a los afanes de los vivos, y cuando por fin descubre que está viva, no logra convencer a nadie por ningún medio, como no sea matándose de verdad. Un desenlace dramático, sin duda, y así de contundente es la tesis de Tagore sobre la separación de los mundos de vivos y muertos, explicitada con esta magistral imagen literaria: “Hombres y fantasmas se temen mutuamente, porque sus tribus habitan distintas orillas del río de la muerte”.
            La perspectiva de ambos escritores podría estar ligada a ideas tradicionales o, por lo menos, a concepciones del mundo que alguna vez prosperaron en el subcontinente indio. Los presuntos invasores arios de la Edad Antigua habrían consignado, en los llamados textos védicos —surgidos, muy probablemente, entre el 1200 y el 700 a. C.—, no pocos versos en que la muerte aparece como una entidad u ocurrencia abominable de la que los vivos no quieren saber nada. Se lee en el Rg Veda: “Sigue adelante, muerte, prosigue tu especial sendero / lejos del cual los hombres han de transitar. / A ti que tienes ojos y oídos y corazón que siente, a ti te digo: / no toques a nuestros descendientes, no lastimes a nuestros héroes. / Separados de los muertos están: son los vivos: / que tenga éxito nuestro llamamiento a Dios”. El sentido del penúltimo verso, coherente con los escrúpulos de quienes tiraron al hoyo a Gunga Dass y a sus amigos, así como con el extrañamiento de Kadambini, recurre en una sólida imagen sobre el miedo feroz de los vivos y su deseo de resguardarse de la muerte: “Aquí erijo este baluarte para los vivos, que ninguno / de estos, ningún otro, alcance esta linde. / Que sobrevivan a cien prolongados otoños, / y que así entierren la muerte bajo esta montaña”. Que haya que poner de por medio una montaña —nada menos— no podría ser más sobrecogedor.
          Cabría decir que el afán de separar a los vivos de los muertos ha sido una obsesión de la humanidad, cualesquiera sean los ropajes culturales que se lleven encima. En términos generales, quizá puede afirmarse eso; pero resulta paradójico que, entre los contraejemplos que pueden esgrimirse, uno de los más nítidos sea el de la religión en que derivaron los cultos védicos: el hinduismo. Según su perspectiva, cada persona está obligada a cumplir con su deber (el dharma) con total desapego de las acciones que esto implique y, sobre todo, de sus consecuencias, pues solo de esa manera puede liberarse del frenético ciclo de muertes y renacimientos que depara la ley del karma. Así lo dispone el Bhagavad-gītā, texto sagrado del hinduismo que habría sido escrito en el siglo III a. C., y en el que Krishna —avatar de Vishnu— anima al príncipe Arjuna para que, sin ninguna reserva, mate y se deje morir en la guerra contra la hueste de su primo Duryodhana; el dios apela a este argumento: “Quien piense que el yo encarnado puede ser el que mata o el que es muerto, no ha entendido nada de nada. No mata ni tampoco es muerto […]. Tal como una persona se despoja de sus vestiduras cuando estas están desgastadas y se pone otras nuevas, así se despoja el yo encarnado de sus cuerpos viejos para ingresar en otros nuevos”. El verdadero yo (Atman) es lo que en cada hombre puede identificarse con Brahman, el principio generador de todas las cosas, el cual es, por definición, imperecedero. Esto significa que aquello que muere y renace una y otra vez no es el verdadero yo, el cual permanece invariable a todos los efectos; para decirlo con mayor precisión: para el Atman lo único que puede cambiar es que, algún día, se libere del ciclo kármico y no tenga que vestirse ni mudar de vestidos nunca más (mudas que, según los intérpretes de los textos sagrados, podrían darse en un número de 84 millones). Desde la perspectiva hinduista, entonces, un hombre vivo y un hombre muerto podrían ser, incluso, las dos cosas más similares que cupiera imaginar.
            En la India hindú, la diferencia radical se establece en un plano sincrónico: de un vivo a otro, o de un muerto a otro. El milenario sistema de castas no es otra cosa que una exacerbación de las diferencias, pues mediante la combinación de criterios como la categoría del varna (ser brahmán, chatria, vaisa o sudra), el tipo de devoción, las reglas matrimoniales, las especificidades de los oficios, las prescripciones dietéticas e, incluso, constricciones éticas, los hombres se disponen en categorías discretas con multiplicidad y radicalidad tales que bien puede comparárselas con especies naturales. El número real de castas no es 4, como erróneamente suele creerse, sino más de tres mil. Claude Lévi-Strauss y Louis Dumont —entre otros antropólogos— advirtieron en ese frenesí clasificatorio un imperioso proyecto de significación cultural; un proyecto que, como la significación lingüística, solo podría basarse en la oposición absoluta entre las partes enfrentadas. El mismo Tagore ofrece, en “El Reino de las Cartas” —un cuento incluido en la misma colección de la que procede la historia de la viuda, Las piedras hambrientas—, una curiosa alegoría sobre ese mundo de diferencias. A un reino imaginario de cartas de naipe —organizado rígidamente según un sistema de palos y rangos— llegan tres nobles jóvenes, sobrevivientes de un naufragio, y su sola presencia introduce la zozobra en un sistema cuyas relaciones ya estaban resueltas: “¿A qué casta pertenecían los tres extranjeros no clasificados? […] ¿De qué raza eran? ¿Rojos y brillantes como los Corazones, o morenos como los Bastos? Sobre este punto la disputa se hizo interminable. Como que todo el sistema matrimonial de la Isla, con sus complicados reglamentos, dependía de su solución. […] ¿Qué comerían? ¿Con quienes habían de vivir y dormir? Y sus cabezas, ¿deberían mirar al Sudoeste, al Noroeste, o solo al Nordeste?”. La imperfección se toma el reino y, por lo mismo, las cartas acaban convertidas en hombres y mujeres.
           Octavio Paz, en su audaz ensayo Vislumbres de la India (1995), dijo de la literatura bengalí —la de Tagore— que había sido vehículo de la penetración de la cultura inglesa en el subcontinente. Para no ir muy lejos, parte de la obra del gran escritor de Calcuta fue vertida por él mismo al inglés, además de que en sus escritos en bengalí echó mano de algunos géneros occidentales. Esto lleva a preguntarse, entonces, si sus ideas sobre las crudas rencillas entre vivos y muertos vienen realmente de la tradición védica o si —como parecería más probable en el caso de Kipling— no son otra cosa que contaminaciones del pavor occidental ante los muertos, superpuestas en la serenidad hindú frente a ese misterio insondable. Quizá la respuesta correcta sea una que integre ambas posibilidades: que el pavor ante la muerte sea distintivo de la cosmovisión de los pueblos antiguos que, procedentes de los montes Urales, habrían ido en oleadas tanto hacia el sur y sureste de Asia como hacia Europa. De esa manera, los ingleses, en el siglo XIX, no habrían hecho otra cosa que volver a sembrar, en suelo indio, la semilla de una planta que, tres milenios atrás, ya había crecido allí.
      Algún valor podría tener esta coda etnográfica: cuando visitó a los trobriandeses, Bronislaw Malinowski comprobó que esos nativos remotos desconocían “ese terror pesado y opresivo que casi paraliza y que tan conocido es a todos los que han experimentado o estudiado el miedo a los fantasmas como se los concibe en Europa”. Parece claro, entonces, que solo existen dos clases de seres humanos: los que le temen a la muerte y los que no.


Muerte y primavera (1893). Edvard Munch (1863-1944)


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