sábado, 11 de julio de 2020

Los mil y un reproches



Ejercicios militares marroquíes (1832). Eugène Delacroix (1798-1863)


Cuando se considera que Orientalismo (1978), el célebre libro de Edward W. Said, emprende una crítica feroz del imaginario que Occidente ha construido a lo largo de varios siglos para ejercer control sobre los pueblos de Medio Oriente, parece natural pensar que se trata de una obra de conveniente lectura para el antropólogo. Por supuesto, lo es. Sin embargo, debe advertirse que ese lector eventual no encontrará, precisamente, una aleccionadora perspectiva antropológica en la exposición de Said, sino, en cierto sentido, todo lo contrario: una crítica ejemplar contra muchas ideas y gestos comúnmente adoptados por los científicos de lo humano. Si todo antropólogo debe leer el trabajo más famoso del erudito palestino, lo hará por la necesidad de cultivar una actitud más o menos escasa en su hacer científico: la autocrítica.
      No es que Orientalismo se abstenga de hacer cumplidos al trabajo de los antropólogos. Muy pronto, en el primer capítulo de esa obra vigorosa, el lector encuentra una reseña obediente y más o menos panegírica de El pensamiento salvaje (1962), libro al que acude Said para establecer la idea de que, si es natural que el intelecto humano establezca clasificaciones de las cualidades sensibles, es enteramente cultural la elección de los criterios invocados para hacer las distinciones entre las cosas. Esto escribe el aventajado discípulo de Claude Lévi-Strauss: “las reglas lógicas según las cuales un helecho verde en una sociedad es símbolo de gracia y en otra es un elemento maléfico no son ni racionales ni universales. Siempre, cuando se hacen distinciones entre las cosas, se manejan valores puramente arbitrarios, valores cuya historia, si se pudiera descifrar completamente, mostraría, con toda probabilidad, la misma arbitrariedad”. Sobra decir que a Said no le interesan las clasificaciones de los helechos —con eso soñaría alguien como Oliver Sacks—, sino aquellas a las que son sometidas las comunidades humanas. Precisamente, por no proponer una visión esquemática y prejuiciada de algunos enclaves islámicos es que la obra de Clifford Geertz merece, también, la aprobación del crítico palestino: le parece “excelente ejemplo” de un trabajo bien enfocado. No es poca cosa que a Said le gusten autores situados en los extremos —positivo y negativo— de la pretensión objetivista de la antropología.
        No obstante las salvas disparadas en honor de Lévi-Strauss y Geertz, lo demás son solo tormenta y rayos, o poco menos. Y aunque buena parte de esos disparos parece no estar dirigida contra ningún antropólogo en particular, basta haber tomado un par de cursos de historia de la disciplina —ni siquiera es necesario estar titulado— para entender sobre cuáles íes están puestos los puntos. Por ejemplo, la descalificación del trabajo del psiquiatra Harold W. Glidden —quien propuso en 1972 que a la sociedad árabe la caracterizaban “un recelo y una desconfianza generalizados”, una hostilidad enfermiza y ubicua que cuajaba en instituciones— podría ser aplicada de modo legítimo contra Ruth Benedict, toda vez que ella describió el pueblo de Dobu en los mismos términos espantadizos, y lo hizo, de hecho, primero que la mayor parte de los científicos sociales del siglo XX, a los que —vaya uno a saber— quizá enseñó el recurso de las caricaturas etnográficas ligeras. A su vez, el epígrafe de la segunda parte de Orientalismo pretende burlarse de la candorosa credulidad del arabista Edward William Lane, quien habría tomado por cierto el dato de que, en el Egipto de fines del siglo XVIII, un hombre podía desfilar en una procesión llevando sus intestinos en una bandeja de plata. Al arribar a ese pasaje, el lector antropólogo no puede evitar pensar —con angustia disimulada— que el gran James George Frazer fundó su exitosa antropología de poltrona en datos tan descabellados como ese; de hecho, en uno que es apenas su variante, situada entre los antiguos germanos, quienes, según el embuste, disponían que ciertos sentenciados dieran vueltas en torno de un árbol con sus intestinos en la mano, hasta que consiguieran enrollarlos en el tronco. Ya es explícita la admonición que cae sobre la cabeza de Alfred L. Kroeber, cuyo esfuerzo por cuantificar la magnitud de las áreas culturales se le antoja a Said como una ocurrencia puesta al servicio de la reducción utilitarista y la comprensión excluyente de expresiones culturales como la islámica.
      Menos casuales y más orgánicas son las alusiones y críticas de Said que podrían ser conducidas hasta el campamento melanesio de Bronislaw Malinowski, por más que, como en los otros casos, no se mencione su nombre. El escritor palestino, aunque se declara admirador de la obra del ya citado Edward Lane —autor de un libro clásico, Maneras y costumbres de los modernos egipcios (1836)—, siente desconfianza por la manera en que ese erudito inglés se sumió en el corazón del mundo nativo, o mejor, del uso que dio a su conocimiento de primera mano: “Su poder consistía en existir entre ellos como un interlocutor indígena y también como un escritor secreto. Lo que escribía estaba destinado a ser un conocimiento útil, no para ellos, sino para Europa y para sus diferentes instituciones de difusión”. A cualquier antropólogo le parecerá estar viendo a su colega Malinowski, ducho en el manejo cotidiano del idioma kiriwinés y, al mismo tiempo, escritor taimado y perverso en sus diarios; un Malinowski para quien el frecuente reconocimiento de que sus informantes eran “inteligentísimos” no significó, nunca, que los iniciara en el razonamiento científico sobre su cultura, que creía reservado para sus monografías, dirigidas a los especialistas; y, de la misma manera que lo hizo el egiptólogo inglés, el antropólogo polaco no pudo evitar ver a sus grandes amigos nativos como a “curiosidades”. Para colmo, Said también denuncia en Lane aquella megalomanía que, en la ciencia del hombre, Malinowski hizo proverbial: “Así, hay algo que la prosa de Lane nunca nos permite olvidar: el ego, el pronombre de primera persona que se desplaza por Egipto, a través de sus costumbres, rituales, festivales, infancia, madurez y ritos funerarios, y que a la vez es disfraz oriental y un procedimiento orientalista destinado a captar y transmitir las valiosas informaciones que, de otra manera, serían inaccesibles”. El autor de Orientalismo no perdona el que una estrecha comunión humana devenga en heroísmo egoísta y traición cultural, o como haya que llamar al hacer científico comprometido, unilateralmente, con una causa: la colonial.
      Más importante que todo lo anterior —es decir, que todos los denuestos velados o explícitos que amenazan a académicos con nombre y apellido particulares— viene a resultar una objeción que Said esgrime contra una convicción común de los antropólogos, acaso de la mayoría: la idea de que algo esencial define —o que en algo esencial se materializa— la diferencia entre los pueblos, o al menos entre aquellos que se perciben como ancestrales. Al crítico palestino le parece, con toda razón, que una idea así es inadmisible, pues significa situar por fuera del río del tiempo a buena parte de la humanidad; incluso, situarla por fuera del estándar de la especie. Su primera andanada al respecto viene desde las páginas del sociólogo egipcio Anuar Abdel Malek, a quien Said cita con complacencia: “Así se llega a una tipología —basada en una especificidad real, pero separada de la historia y, consecuentemente, concebida como algo intangible y esencial— que convierte al ‘objeto’ estudiado en otro ser con respecto al cual el sujeto que estudia es trascendente; tendremos un homo sinicus, un homo arabicus (y por qué no un homo aegypticus, etc.), un homo africanus, y el ‘hombre normal’, se entiende —será—, el hombre europeo del periodo histórico”. Es verdad: durante buena parte de su formación o de su carrera, o tal vez a lo largo de ella, los antropólogos creen que su tarea consiste en entender el misterio de la diferencia étnica y, hasta donde se pueda, ayudar a conservarlo. Para muchos, de lo que se trata es de impedir que los hombres de la selva amazónica cambien el maguaré por el teléfono celular, o de persuadir a los españoles para que, siempre que den vida fonética a la “c”, lo hagan con la lengua entre los dientes.
        Said resiente que los orientalistas perciban su “Oriente” como un conjunto de cualidades inmóviles, y como cualidades que, de tan estables, permitan algo así como la predicción del devenir cultural. Los “otros”, así, nunca llegan a ser individuos sino marionetas de una inercia “transtemporal y transindividual”. Llama la atención que los antropólogos, dispuestos a aceptar esa crítica cuando apunta hacia las ilusiones nacionalistas, sean tan ingenuos respecto a los delirios culturalistas. En las últimas páginas de su obra, Said pone, a modo de conclusión, las letras más redondas: “Mi objeción a lo que he denominado orientalismo no reside en que sea solo el estudio de los idiomas, las sociedades y los pueblos del antiguo Oriente, sino en que, como sistema de pensamiento, se acerque a una realidad humana heterogénea, dinámica y compleja desde una postura esencialista y no crítica, lo que sugiere la existencia de una realidad oriental perdurable y de una esencia occidental opuesta, pero no menos perdurable, que observe Oriente desde lejos y, ¡por qué no decirlo!, desde arriba”. Constatar la diferencia no es tanto el problema, cuanto imaginar y canonizar cierto tipo de diferencia. Con la misma pesadumbre, Lévi-Strauss dijo alguna vez que la antropología pecaba al sugerir que había hombres que no eran hombres.
      Entre los muchos juicios que hoy se hacen a la antropología de poltrona, el único que no cabe es el de no haber promovido una férrea disciplina de lectura. Lo hizo con creces, pero, a juzgar por la pasividad del ejercicio y, en concreto, por la credulidad con que aceptó datos absurdos provenientes de los reportes de marineros imaginativos —uno de los tantos reproches que sí tienen lugar—, puede decirse que ya por entonces se leía con la guardia baja. Por supuesto, no se trata tanto de saber estar a la defensiva como de saber encajar los golpes. Por fortuna, nunca es tarde para ponerse en forma.


El combate de Giaour y Hassan (1826). Eugène Delacroix (1798-1863)



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