El rapto de Europa (1632). Rembrandt (1606-1669) |
En Meridiano de sangre (1985), novela de Cormac McCarthy, el sol y la luna aparecen en lados opuestos del paisaje, como si fueran “los extremos de un tubo común más allá de los cuales ardían mundos más allá de toda comprensión”. Una idea similar se hace Lévi-Strauss del mito y la poesía, a los que ve situados en puntos extremos a propósito de su relación con el fundamento lingüístico: la poesía, que explota la mina fonética, no puede prescindir de la forma, mientras que el mito se sitúa más allá de ella. Dicho con palabras más sugestivas: mientras que el tigre de un famoso poema de William Blake solo puede ser invocado con los sonidos abiertos de los versos exactos —Tyger Tyger, burning bright, / in the forests of the night—, poco importa con qué palabras se nos cuente el rapo de Europa por Zeus: basta que la secuestre, y punto.
En el trabajo referido —“La estructura de los mitos”, capítulo undécimo de Antropología estructural (1958)— Lévi-Strauss deja a un lado la poesía y se concentra en la estructura del mito, la cual estaría compuesta por la relación de unidades constitutivas “mayores”, los mitemas, que, en esencia, serían acciones concretas o, dicho de modo gramatical, frases conformadas por sujetos y predicados: divinidad que secuestra a mortal, relaciones de parentesco que son subestimadas, etc. El autor propone que esas acciones, materializadas de diversa manera, se reiteran en el mito, y que se relacionan con otras como ellas, las que, no pocas veces, resultan ser contradictorias. En el mito que él usa como ejemplo —el de Edipo—, una acción reiterada como la “negación de la autoctonía humana” se opone a otro tipo de repetición: la que se traduce en el mitema “afirmación de la autoctonía humana”. No importa con qué palabras se cuente el mito y ni siquiera en qué orden se cuente —podría contarlo un informante ebrio—: ese orden estructural se mantendrá incólume a todos los efectos. Esa libertad respecto a la forma es lo que, siguiendo a Lévi-Strauss, haría del mito algo opuesto a la poesía, porque si esta, para cumplir con su función expresiva, no puede renunciar al encadenamiento fonético, el mito, para cumplir con su tarea intelectual —significar la significación—, puede prescindir de él.
Carlos Reynoso, soberbio como un Zeus rioplatense, lanzó algunos rayos contra las ocurrencias levistraussianas, pero por entonces ya corría el siglo XXI. Recién parida la teoría mitemática, fueron más quienes tomaron nota de ella que quienes la objetaron: piénsese, por ejemplo, en A. J. Greimas, quien implementó esa perspectiva en el análisis literario. Con todo, una voz discreta e inteligente dio a conocer, en los primeros días, una reflexión complementaria en que había algo de reparo velado a las ideas de Lévi-Strauss: la voz de Octavio Paz. El poeta y ensayista mexicano, en Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), apela a la experiencia en su oficio no para objetar la tesis del mitema, sino para rescatar a la poesía del estatus de género meramente ruidoso al que parecía haber quedado relegada. Desde las primeras páginas de su ensayo, Paz siembra una advertencia que tanto sirve para relativizar su crítica como para relievarla: “No soy antropólogo y debería callarme”. Por fortuna no lo hizo, y, en vez de eso, dijo que en la poesía también se cumplía aquello de la permanencia estructural por medio de la repetición. Eso que Lévi-Strauss distingue, en el mito, como el “dominio de un tiempo reversible”, se concreta en el poema por medio de la recurrencia de sonidos y sentidos. En ese universo lingüístico, los sonidos aparecen con la expectativa de reaparecer, y no solo eso, sino que fenómenos como el de la rima establecen como equivalentes tanto los sonidos repetidos como los signos que los portan, de tal manera que, por ejemplo, en cierto poema de Rubén Darío, “querer” es recurrencia de “volver” no solo en sentido fonético sino, también, semántico. Escribe Paz que “en el poema, aquello que pasó, regresa y encarna de nuevo”, y eso llega a ser tan característico del género que denominamos la acción de pronunciar el poema como re-citación. Como el mito, el poema deja ver una estructura de relaciones que transcurre una y otra vez, amén de la “historia” contada: el poeta se quejará por hacerse viejo, pero eso no importa en términos estructurales, los cuales remiten al sistema de sonidos y signos que trazan entre sí relaciones recurrentes, entre la maraña de otras palabras que, acaso más tiernas pero menos significativas, gusten especialmente a los melancólicos. El escritor mexicano enuncia la semejanza entre los objetos lingüísticos que Lévi-Strauss pone en los dos extremos del tubo: “Poemas y mitos coinciden en trasmutar el tiempo en una categoría temporal especial, un pasado siempre futuro y siempre dispuesto a ser presente, a presentarse”. Alguien dirá que la recurrencia poética está amarrada a su fugaz duración fonética, pero lo mismo puede decirse en el caso del mito, el cual, a un lado del deseo del antropólogo francés, no puede no manifestarse como discurso en el tiempo. En ambos casos, la sincronía viene a ser un atributo de la diacronía, o viceversa.
Cabe suponer que Lévi-Strauss supo de la hermandad de sangre que había entre mito y poesía al otro día de la aparición de Antropología estructural. Ese mismo año, su gran amigo Roman Jakobson dictó la célebre conferencia “Lingüística y poética”, en la que, apoyado en autoridades como Edgar Allan Poe y Paul Valéry, expuso su teoría de la recurrencia como mecanismo fundamental de la función poética. De hecho, pocos años después, en 1962, el antropólogo y el lingüista firmaron un artículo a dos manos en que, con base en un poema de Charles Baudelaire —“Los gatos”—, ilustran de manera exhaustiva cómo se dispone el edificio de las recurrencias fonéticas y semánticas. Lévi-Strauss no se apea de lo que había dicho en su artículo sobre los mitemas, pero es perceptible que su renovada visión de la estructura del poema —de lo que en él es poderosamente sincrónico— lo lleva a atenuar la idea de que los dos géneros estén sembrados en lugares tan opuestos del lenguaje como el sol y la luna en el amanecer desértico de la novela de McCarthy. En una nota introductoria del artículo de 1962, suscrita, con la aquiescencia de Jakobson, nada más que por el compungido antropólogo, se lee: “Sin duda, el firmante de esta nota liminar opuso a veces el mito a la obra poética, pero quienes se lo reprocharon no advirtieron que la noción misma de contraste implicaba que ante todo ambas formas debían concebirse como términos complementarios correspondientes a una misma categoría. El acercamiento aquí esbozado no desmiente pues el carácter diferencial que habíamos destacado antes: a saber, que cada obra poética, considerada aisladamente, contiene en sí misma sus variantes ordenadas sobre un eje que puede representarse como vertical, ya que está formado por niveles superpuestos: fonológico, fonético, sintáctico, prosódico, semántico, etcétera. Mientras tanto el mito puede ser interpretado —por lo menos en el caso límite— sólo en el nivel semántico […]. Pero no hay que perder de vista el hecho de que esta distinción responde sobre todo a una exigencia práctica, la de permitir que el análisis estructural de los mitos prosiga su marcha, aun cuando falte la base propiamente lingüística”. Poema y mito son, realmente, estrellas de la misma constelación.
Dos décadas más tarde, en un artículo que Lévi-Strauss dedicó a las plantas de cólquico (Colchicum autumnale) que crecían en un poema de Guillaume Apollinaire —el artículo está sembrado en La mirada distante (1983)—, lo que se deja ver es la convicción de que poesía y mito operan de manera intercambiable. El antropólogo muestra que tanto la mecánica semiótica del poema como los enigmas de la significación mítica replican la lógica de la naturaleza, que, en el caso de las singulares plantas, se traduce en que lo generado es principio de la generación, “las madres hijas de sus hijas”, en palabras de Apollinaire. Tras una erudita exposición que este breve ensayo no puede resumir, concluye Lévi-Strauss: “Si una figura mítica, poética o más en general artística nos conmueve, es porque ofrece en cada nivel una significación específica que sin embargo sigue siendo paralela a las demás significaciones, y porque de manera más o menos notoria las captamos a todas al mismo tiempo”. La recurrencia resulta ser, así, un atributo de la realidad más que de la lengua. Nosotros mismos somos, una vez más, Lévi-Strauss —u Octavio Paz— en un mundo quieto.