lunes, 17 de febrero de 2020

Brasil caníbal



Saturno devorando a un hijo (detalle) (h. 1823). Francisco de Goya (1746-1828)


Un tema antropológico por excelencia es el del canibalismo, y no precisamente porque su más elegante sinónimo —antropofagia— haga parte de la misma bolsa de asociaciones lingüísticas a que pertenece la palabra que nombra a la ciencia del hombre. Ocurre que la costumbre de comer carne de prójimo es un rasgo etnológico comprobado en diversos puntos del espacio y la historia. Pero no es solo eso: la categoría caníbal también interesa a la antropología por tratarse de uno de los prejuicios más comunes en las mentalidades culturales obtusas, siempre dadas a exagerar la alteridad en los hábitos de pueblos que, a duras penas, matan moscas para preparar su almuerzo.
Claude Lévi-Strauss, en la nota de prensa “Todos somos caníbales” (1993), sumó un argumento a favor de la preeminencia de la antropofagia como tema disciplinar: escribió que era necesario redefinir objetivamente esa práctica, toda vez que ha primado de ella la versión prejuiciada que la reduce a una cocido de brazos y piernas en una olla indígena. De acuerdo con el maestro francés, una comprensión más objetiva del canibalismo sería entenderlo como la introducción voluntaria, en un cuerpo humano, de la sustancia o las partes de otro. Y, en consecuencia, bajo el manto del concepto habría que dar cabida a gestos terapéuticos de la medicina occidental como los trasplantes, las transfusiones y algunas inyecciones de células. Concluye Lévi-Strauss: “Así exorcizada, la noción de canibalismo aparecerá en adelante como algo bastante banal. Jean-Jacques Rousseau veía el origen de la vida social en el sentimiento que nos empuja a identificarnos con el otro. A fin de cuentas, el modo más sencillo de identificar a otro con uno mismo es, una vez más, comiéndoselo”.
Acaso el magisterio del padre del estructuralismo en temas antropofágicos tenga algo que ver con su estadía en Brasil entre 1935 y 1939. Porque, desde hace siglos, en ese país se ha tenido —o se ha propiciado— una conciencia acendrada de la existencia del canibalismo. Los escritos que, sobre la materia, tuvieron más amplia difusión en el temprano siglo XVI, se basan en el conocimiento de las prácticas gastronómicas de los tupinambá, asentados en lo que hoy sería el estado de Santa Catarina. El marinero alemán Hans Staden naufragó frente a las costas de esa comarca indígena hacia 1549 y, poco después, fue apresado por los tupinambá. Vivió con ellos durante nueve meses, acosado por la promesa de que lo devorarían en un festival sólidamente consignado en la agenda de la tribu, designio que se mantuvo vigente hasta que Staden ayudó a un cacique a curarse de una dolencia, poco antes de conseguir escapar en un navío francés que se arrimó a aquellos parajes. Siglos después, los escritores modernistas brasileños reivindicaron la ferocidad de sus ancestros y erigieron el gesto caníbal como la divisa de su poética, pues entendieron que solo la absorción y la transformación de lo ajeno garantizaban la producción de un arte auténtico. Oswald de Andrade, una de las cabezas más visibles del movimiento, escribió en su ya clásico “Manifiesto antropófago” (1928): “Solo la antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente […]. Tupí or not tupí, that is the question […]. Solo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”. En lo que se antoja como un certificado de garantía antropológica, el escritor incluyó, en el manifiesto, una alusión explícita a Lucien Lévy-Bruhl.
Para Kenneth David Jackson, profesor de Yale University, fue otro escritor quien discurrió, primero que Oswald de Andrade, la parodia literaria del canibalismo. Habría sido nada más y nada menos que Joaquim Maria Machado de Assis, el más grande entre los narradores del Brasil decimonónico. De acuerdo con Jackson, el filósofo callejero Quincas Borba —personaje de una novela homónima de 1891 y, antes, de Memorias póstumas de Bras Cubas (1881)— habría acuñado sus tesis del humanitismo con base en la lógica de la antropofagia. Para ese pensador de papel, todas las cosas del mundo estarían conformadas con arreglo al mismo principio del Humanitas, cuya consumación lleva a que todo se funda, necesariamente, en todo; Humanitas, alentado siempre por el hambre, lleva a que las cosas se ingieran entre sí constantemente, con el fin de unificar lo que, por fuerza, hace parte de lo mismo. De ahí que Quincas Borba reflexione así sobre la trágica muerte de su abuela: “Humanitas tenía hambre. Si en vez de mi abuela fuese un ratón o un perro, es cierto que mi abuela no moriría, pero el hecho era el mismo… Humanitas necesita comer”. Corolario de esta pintoresca filosofía de “endocanibalismo de escala universal” —la expresión es de Jackson— es que el dolor humano es un error de perspectiva, pues la inevitable imposición del apetito humanitista solo puede traducirse en alivio y experiencia de felicidad.
Como quiera que sea, no puede dudarse que a Machado de Assis le interesaba el tema del canibalismo. Las cosas, sin embargo, acaso fueran mucho menos metafóricas de como las pensó el profesor de Yale. La prueba la sirve un breve artículo de prensa que el novelista carioca publicó el 1.o de septiembre de 1895 y cuyo título contundente disipa cualquier equívoco: “Antropofagia”. En la crónica, con sorna —y con siniestra imaginación—, Machado de Assis refiere dos casos de humanos comidos por sus congéneres. Del primero dice haberse enterado gracias a un telegrama puesto desde Guinea, en el cual se informaba que un profesor inglés había sido ahorcado tras haber sido acusado de comerse a tres niños en una aldea. Sin más datos, el escritor echa mano de su humor negro para hacerse a una idea de lo acontecido: “Tal vez, pueda ser que al profesor le gustara exponer ante los oyentes lo que era el canibalismo, científicamente hablando. Agarró a un chico y se lo comió”; y, para afianzar la lección, habría hecho lo propio con los otros dos, razón por la cual, para Machado de Assis, su pecado no habría sido ser inglés sino ser profesor. Enseguida, no contento con tanta crudeza, el autor de Quincas Borba refiere un espeluznante caso local, ocurrido en la población mineira de Salinas, hacia 1890. Un labrador, Clemente, fue hallado culpable de haberse comido a seis personas, dos de las cuales —su compañera Francisca y su amigo Basilio— lo habían ayudado a matar y comerse a la joven María y a otro campesino, Fuão Simplicio. Ya antes, Clemente se había comido a dos hermanos de Francisca, cuya madre se escapó de la olla, al parecer, por vieja. Escribe Machado de Assis: “¡Oh, juventud! ¡Oh, flor de las flores! La misma antropofagia te prefiere y busca”. Más allá de lo evidente, se advierte que la pertinencia de la antropología para dar cuenta del canibalismo también se revela en el hecho de que el macabro y enmarañado episodio de Salinas podría entenderse mejor si se lo representara, sobre papel, con los limpios símbolos usados en los estudios del parentesco.
Mientras haya hombres sobre la tierra, estos se comerán unos a otros, ya sea real  o simbólicamente, ya sea que la ingestión se realice de alguna manera o que permanezca latente como anhelo inconfesable. Sorprende que un rasgo tan inherente al humano y, al mismo tiempo, de tantas implicaciones —tiene su fondo filosófico y es acicate literario—, no haya dado lugar a una quinta rama en el árbol de la antropología clásica. Otra cosa se diría si los padres de esa ciencia no hubieran sido europeos sino sudamericanos.


Saturno (detalle) (1636). Peter Paul Rubens (1577-1640)

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