Saturno devorando a un hijo (detalle) (h. 1823). Francisco de Goya (1746-1828) |
Un tema antropológico por
excelencia es el del canibalismo, y no precisamente porque su más elegante
sinónimo —antropofagia— haga parte de
la misma bolsa de asociaciones lingüísticas a que pertenece la palabra que nombra
a la ciencia del hombre. Ocurre que la costumbre de comer carne de prójimo es
un rasgo etnológico comprobado en diversos puntos del espacio y la historia. Pero
no es solo eso: la categoría caníbal también
interesa a la antropología por tratarse de uno de los prejuicios más comunes en
las mentalidades culturales obtusas, siempre dadas a exagerar la alteridad en
los hábitos de pueblos que, a duras penas, matan moscas para preparar su
almuerzo.
Claude
Lévi-Strauss, en la nota de prensa “Todos somos caníbales” (1993), sumó un
argumento a favor de la preeminencia de la antropofagia como tema disciplinar: escribió
que era necesario redefinir objetivamente esa práctica, toda vez que ha primado
de ella la versión prejuiciada que la reduce a una cocido de brazos y piernas
en una olla indígena. De acuerdo con el maestro francés, una comprensión más
objetiva del canibalismo sería entenderlo como la introducción voluntaria, en
un cuerpo humano, de la sustancia o las partes de otro. Y, en consecuencia,
bajo el manto del concepto habría que dar cabida a gestos terapéuticos de la
medicina occidental como los trasplantes, las transfusiones y algunas
inyecciones de células. Concluye Lévi-Strauss: “Así exorcizada, la noción de
canibalismo aparecerá en adelante como algo bastante banal. Jean-Jacques
Rousseau veía el origen de la vida social en el sentimiento que nos empuja a
identificarnos con el otro. A fin de cuentas, el modo más sencillo de
identificar a otro con uno mismo es, una vez más, comiéndoselo”.
Acaso el
magisterio del padre del estructuralismo en temas antropofágicos tenga algo que
ver con su estadía en Brasil entre 1935 y 1939. Porque, desde hace siglos, en
ese país se ha tenido —o se ha propiciado— una conciencia acendrada de la
existencia del canibalismo. Los escritos que, sobre la materia, tuvieron más
amplia difusión en el temprano siglo XVI, se basan en el conocimiento de las
prácticas gastronómicas de los tupinambá, asentados en lo que hoy sería el
estado de Santa Catarina. El marinero alemán Hans Staden naufragó frente a las
costas de esa comarca indígena hacia 1549 y, poco después, fue apresado por los
tupinambá. Vivió con ellos durante nueve meses, acosado por la promesa de que
lo devorarían en un festival sólidamente consignado en la agenda de la tribu,
designio que se mantuvo vigente hasta que Staden ayudó a un cacique a curarse
de una dolencia, poco antes de conseguir escapar en un navío francés que se
arrimó a aquellos parajes. Siglos después, los escritores modernistas
brasileños reivindicaron la ferocidad de sus ancestros y erigieron el gesto
caníbal como la divisa de su poética, pues entendieron que solo la absorción y la
transformación de lo ajeno garantizaban la producción de un arte auténtico. Oswald de Andrade, una de las cabezas más visibles del movimiento,
escribió en su ya clásico “Manifiesto antropófago” (1928): “Solo la
antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente […]. Tupí or
not tupí, that is the question […]. Solo me interesa lo que no es mío. Ley del
hombre. Ley del antropófago”. En lo que se antoja como un certificado de
garantía antropológica, el escritor incluyó, en el manifiesto, una alusión
explícita a Lucien Lévy-Bruhl.
Para Kenneth
David Jackson, profesor de Yale University, fue otro escritor quien discurrió,
primero que Oswald de Andrade, la parodia literaria del canibalismo. Habría
sido nada más y nada menos que Joaquim Maria Machado de Assis, el más grande
entre los narradores del Brasil decimonónico. De acuerdo con Jackson, el
filósofo callejero Quincas Borba —personaje de una novela homónima de 1891 y,
antes, de Memorias póstumas de Bras Cubas
(1881)— habría acuñado sus tesis del humanitismo
con base en la lógica de la antropofagia. Para ese pensador de papel, todas las
cosas del mundo estarían conformadas con arreglo al mismo principio del Humanitas, cuya consumación lleva a que
todo se funda, necesariamente, en todo; Humanitas, alentado siempre por el
hambre, lleva a que las cosas se ingieran entre sí constantemente, con el fin
de unificar lo que, por fuerza, hace parte de lo mismo. De ahí que Quincas
Borba reflexione así sobre la trágica muerte de su abuela: “Humanitas tenía
hambre. Si en vez de mi abuela fuese un ratón o un perro, es cierto que mi
abuela no moriría, pero el hecho era el mismo… Humanitas necesita comer”. Corolario de esta pintoresca filosofía de
“endocanibalismo de escala universal” —la expresión es de Jackson— es que el
dolor humano es un error de perspectiva, pues la inevitable imposición del
apetito humanitista solo puede traducirse en alivio y experiencia de felicidad.
Como quiera
que sea, no puede dudarse que a Machado de Assis le interesaba el tema del
canibalismo. Las cosas, sin embargo, acaso fueran mucho menos metafóricas de
como las pensó el profesor de Yale. La prueba la sirve un breve artículo de
prensa que el novelista carioca publicó el 1.o de septiembre de 1895
y cuyo título contundente disipa cualquier equívoco: “Antropofagia”. En la
crónica, con sorna —y con siniestra imaginación—, Machado de Assis refiere dos
casos de humanos comidos por sus congéneres. Del primero dice haberse enterado
gracias a un telegrama puesto desde Guinea, en el cual se informaba que un
profesor inglés había sido ahorcado tras haber sido acusado de comerse a tres
niños en una aldea. Sin más datos, el escritor echa mano de su humor negro para
hacerse a una idea de lo acontecido: “Tal vez, pueda ser que al profesor le
gustara exponer ante los oyentes lo que era el canibalismo, científicamente
hablando. Agarró a un chico y se lo comió”; y, para afianzar la lección, habría
hecho lo propio con los otros dos, razón por la cual, para Machado de Assis, su
pecado no habría sido ser inglés sino ser profesor. Enseguida, no contento con tanta
crudeza, el autor de Quincas Borba
refiere un espeluznante caso local, ocurrido en la población mineira de
Salinas, hacia 1890. Un labrador, Clemente, fue hallado culpable de haberse
comido a seis personas, dos de las cuales —su compañera Francisca y su amigo
Basilio— lo habían ayudado a matar y comerse a la joven María y a otro
campesino, Fuão Simplicio. Ya antes, Clemente se había comido a dos hermanos de
Francisca, cuya madre se escapó de la olla, al parecer, por vieja. Escribe
Machado de Assis: “¡Oh, juventud! ¡Oh, flor de las flores! La misma
antropofagia te prefiere y busca”. Más allá de lo evidente, se advierte que la pertinencia de la antropología para dar cuenta del canibalismo también se revela en el hecho de que el macabro y enmarañado episodio de Salinas podría entenderse mejor si se lo representara, sobre papel, con los limpios símbolos usados en los estudios del parentesco.
Mientras haya hombres
sobre la tierra, estos se comerán unos a otros, ya sea real o simbólicamente, ya sea que la ingestión se
realice de alguna manera o que permanezca latente como anhelo inconfesable. Sorprende
que un rasgo tan inherente al humano y, al mismo tiempo, de tantas
implicaciones —tiene su fondo filosófico y es acicate literario—, no haya dado
lugar a una quinta rama en el árbol de la antropología clásica. Otra cosa se
diría si los padres de esa ciencia no hubieran sido europeos sino
sudamericanos.
Saturno (detalle) (1636). Peter Paul Rubens (1577-1640) |