lunes, 27 de enero de 2020

Bajo tierra



Gruta de Sarrazin cerca a Nans-sous-Sainte-Anne (1864). Gustave Courbet (1819-1877)


La mala ortografía que, según Stendhal, caracterizaba a Napoleón, se esconde como un secreto tras la mediática imagen del corso con la mano derecha clavada entre los botones de la chaqueta. La imposibilidad de atesorar un saber experto sobre todas la cosas habidas en el mundo obliga a reducir el conocimiento de la mayoría de ellas a las ideas más generales, que no pocas veces son las más coloridas. Las cosas antropológicas son particularmente susceptibles a esa simplificación: de las culturas humanas se habla con base en las dos o tres imágenes más impresionantes de su compleja realidad, y de ahí que el Lejano Oriente sea el lugar del mundo en que los habitantes tienen los ojos rasgados y son budistas, o que el mundo azteca sea percibido como un emplazamiento de pirámides por las que, alguna vez, rodó la sangre de los sacrificios humanos.
     La isla de Pascua encarna uno de los casos más representativos de la imaginación unívoca: para la inmensa mayoría de los vivientes que tienen noticia de la ínsula, ella se reduce a la viñeta de una gigantesca cabeza de piedra en la mitad de una suave pendiente montañosa. Es difícil distraer la atención memorística de los imponentes moais, a los que, como si fuera poco, cubre el fascinante barniz del misterio, habida cuenta de un origen brumoso sobre el que los arqueólogos apenas han esgrimido conjeturas. El estreno de la película Rapa Nui (1994), dirigida por Kevin Reynolds, solo vino a significar la adición de un pequeño recuadro al dibujo colosal de las cabezas: los gestos rituales del culto al “hombre pájaro”, materializado, en buena parte, en una carrera de natación hasta un islote en que los charranes ponen sus huevos. No puede descartarse, en todo caso, que algún espectador se haya aferrado a otras imágenes promovidas por el filme, como aquella de las nativas que desfilan con el pecho desnudo en la celebración de la Tapati Rapa Nui (a Kevin Costner —el productor— se le ocurrió que la historia sería más sugestiva si las mujeres, a pesar de lo que tradicionalmente hacían, se despojaban de su sostén para participar en la ceremonia).
         La mirada, puesta sobre las cabezas que se levantan en las llanuras y faldas de la isla de Pascua, no logra descubrir las cosas singulares que se esconden en el subsuelo volcánico. Y no se trata, precisamente, de las barrigas de los moais, tapadas por una deposición de siglos y, en algunos casos, adornadas con magníficos grabados de balsas con velas; tampoco, de los objetos corrientemente hallados en las excavaciones arqueológicas. El dato singular —como la mala ortografía de Napoleón— son los túneles y cavernas que atraviesan la isla, de los que poco se ha hablado como no sea en Aku-aku: el secreto de isla de Pascua (1957), la vigorosa crónica en que el arqueólogo noruego Thor Heyerdahl cuenta su aventura en aquel que, a su juicio, es “el sitio habitado más solitario del mundo”.
       Las corrientes de lava y los empujes de los gases volcánicos formaron, en las entrañas de la ínsula, un sistema de cavernas de diversa altura y amplitud, comunicadas muchas de ellas por estrechos túneles por los que un hombre puede avanzar reptando, algunos de ellos cavados por los moradores, quienes en muchos pasajes cubrieron la roca madre con sillares de piedra tomados de las viviendas derruidas. En los tiempos remotos de las “guerras civiles” que enfrentaron a diversos troncos étnicos y clanes —en un territorio deforestado y con pocos recursos para la subsistencia—, las cavernas sirvieron como guarida de familias enteras, e incluso es posible que también se usaran para escurrir el bulto frente a los exploradores europeos. Heyerdahl, al mejor estilo de Bronislaw Malinowski, establece una esclarecedora comparación cultural a propósito de esa práctica defensiva: “pensé que también nosotros, en pleno siglo XX, estamos estudiando el modo de meternos bajo tierra con nuestras instalaciones más importantes, de vivir en refugios abiertos a gran profundidad, impelidos por el temor que nos inspiran los peligrosos juegos con la bomba atómica a que nos hemos entregado tanto nosotros como nuestros vecinos”. Las cuevas pascuenses, sin embargo, también servían propósitos menos apremiantes, entre ellos el de confinar a las neru —doncellas que debían figurar en ciertas festividades religiosas— con el objetivo de empalidecer su cutis. Cuando Heyerdahl visitó isla de Pascua, a mediados de los años cincuenta, supo que al menos quince cavernas eran usadas regularmente como habitación, y él mismo pudo comprobar que muchas de ellas, heredadas de generación en generación, hacían las veces de depósito del patrimonio de los clanes, representado este por botines de estatuillas con forma de caras humanas, calaveras, animales y embarcaciones. Se cuidaba esos recintos con mucho celo, y se creía que los aku-aku —espíritus ancestrales— eran sus mejores vigilantes.
      A un lado de la estructura y costumbres ligadas a esas cavidades subterráneas, la aventura del explorador noruego tuvo, en sí misma, su singularidad. A las cuevas lo llevaron  por primera vez Eroria y Mariana, dos nativas de edad madura que se dedicaban a buscar tesoros en las entrañas de la isla. En una ocasión, después de arrastrarse a lo largo de un ducto estrechísimo, Heyerdahl consiguió penetrar en una cámara recóndita que ni siquiera las viejas conocían, y acuñó el recuerdo de la proeza con la imagen siniestra que apareció ante sus ojos apenas volvió la espalda: “únicamente conseguí ver los llameantes ojos de Mariana rodeados de profundas y sombreadas arrugas y espesos mechones de cabellos cenicientos parecidos a telarañas, lo que le daba la apariencia de un rostro grotesco aplastado contra los vidrios de una ventana”. Asimismo, al encender la lámpara portátil tras alcanzar otra cámara —por momentos había que avanzar a oscuras, con la idea de no gastar la batería— vislumbró un cuadro con más apariencia de montaje expresionista que de yacimiento arqueológico: una calavera “blanca como la nieve”, una punta de lanza tallada en negrísima piedra volcánica y el bulto de un avispero abandonado. Más allá de esos lances de tenebrosa comicidad, la experiencia de Heyerdahl alcanzó ribetes de auténtico dramatismo con motivo de la exploración de la caverna Ana o Keke, cuya boca se abre en el acantilado de la parte nororiental de la isla; extraviado en una profunda galería por la que, a duras penas, lograba avanzar con contorsiones de serpiente, el explorador llegó a sentir que la piedra lo acogía con un abrazo mortal: “realicé un gran esfuerzo por avanzar otra fracción de centímetro, con la cabeza torcida violentamente a un lado, a fin de pasar por la estrecha hendidura abierta entre las rocas mientras mi pecho tenía que soportar una presión terrible”. Cuando consiguió salir a la superficie, experimentó un regocijo mayor al que le hubiera proporcionado la excavación más exitosa.
      La imagen de las cuevas pascuenses también ha sido invocada por el odontólogo chileno Julio Flores, quien, estimulado por una residencia de dos años en la isla, ensambló, en 1967, una colección de narraciones que algo deben a las leyendas locales. En el relato “Ana-Ohiva”, un nativo decide revelar a un arqueólogo nórdico —presunta transfiguración de Heyerdahl— la existencia de un tesoro ancestral en el fondo de una cueva ignota, con la condición de que no saque nada de allí y con la secreta intención de que, post mortem, el espíritu del científico quede amarrado al sitio. Se trata, sin embargo, de un relato flaco y con nula trascendencia, en el que la cámara subterránea no va más allá de ser el escenario casual de un desenlace de guiñol. Pero, precisamente por eso, el cuento prueba que, una década después de la publicación de las aventuras de Heyerdahl, la imagen dominante de la isla chilena volvía a conformarse, una vez más, con arreglo a la estampa monolítica de los moais.
      El primer navegante europeo que llegó a isla de Pascua fue el capitán holandés Jacob Roggeveen, quien bautizó aquel pedazo de tierra el domingo de Pascua de 1722. Pero ni siquiera las asociaciones propias de esa emotiva celebración —cristos resucitados, corderos santos, huevos pintados y conejos— han sobrevivido en un nombre que, hoy por hoy, se antoja elegido por puro azar. Los gigantes de piedra, con sus grandes bocas, han devorado cualquier idea o imagen que no remita a ellos mismos, y su celebridad egoísta —obcecada como la piedra— se mantendrá incólume a todos los efectos.


Gruta del bosque (h. 1865). Gustave Courbet (1819-1877)


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