Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934).
Max Ernst (1891-1976)
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El poeta mexicano Salvador Novo llegó a convencerse de que las aves habían huido de la poesía contemporánea.
Escribió: “Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles
que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves,
como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas,
a la salida del taller”. Presa de la melancolía, el vate se sumió en la antigua poesía
española para encontrar ruiseñores en cada copla, halcones al acecho
de las redondillas, vírgenes con alas de paloma e, incluso, un montón de gallos
lúbricos que no dejan dormir a sus gallinas en los versos del Arcipreste de
Hita. Esos y otros aleteos quedaron registrados en uno de los libros más
curiosos del ensayo hispanoamericano: Las
aves en la poesía castellana (1953).
Debe ser cierto aquello de que Colombia es, en el mundo, el país más rico en
especies de aves; porque, hasta donde se sabe, sus poetas contemporáneos, así
como los de la historia reciente, han dado de comer en sus estrofas a muchas
criaturas aladas. En Antioquia —para no ir muy lejos—, hasta hace muy poco fue
un rito de escuela declamar la “Historia de una tórtola”, aquel poema de Epifanio
Mejía cuya ave protagonista, para arrullar a sus polluelos, “de secas pajas
fabricó su nido”. José Manuel Arango, quien escribió sus últimos versos ya en
el siglo XXI, se interesó también por los pichones; en particular, por los de
golondrina, a los que observó con atención de científico: “esa cosita plumosa y
rígida / que termina en un pico / entreabierto, cartilaginoso”. En un libro que
todavía huele a tinta fresca, Gustavo Adolfo Garcés ofrece pruebas de la
originalidad ornitológica de sus viajes: “Silban / los chorlitos / en el
cementerio / alemán”. Por supuesto, las aves no solo se posan en los poemas
antioqueños: al cartagenero Raul Gómez Jattin —quizá el más díscolo y lúbrico de
los vates colombianos— le quedó tiempo para reparar en el azulejo, “Pájaro
borracho de nísperos y de sol / Pájaro fugitivo de los venenos industriales”.
A
nadie sorprende, sin embargo, que la poesía se interese por las aves. Más
revelador resulta —en la tarea de buscar pruebas de la riqueza aviar colombiana—
el hecho de que la antropología criolla, además de indagar por los hombres, también
se haya desvelado por los seres vivos del cielo. Prueba de ello es una curiosa
nota de Cristina Echavarría Usher sobre las aves de la Sierra Nevada de Santa
Marta, publicada hace un cuarto de siglo: “Cuentos y cantos de las aves wiwa”
(1994). La arqueóloga y ambientalista se interesa por cómo las ven esos
indígenas —también conocidos como arsarios o sankás—, sin concentrarse
propiamente en la mitología, donde a fin de cuentas es convencional que
aparezcan los animales, y donde lo que suele ponerse en juego son los símbolos de
una realidad que poco o nada tiene qué ver con las criaturas en sí mismas: Claude
Lévi-Strauss, por ejemplo, diría que el pájaro herrero de los mitos jíbaros no
es más que el signo de una mujer celosa invertida, o algo por el estilo. Es
verdad que a Echavarría le interesa conocer las conexiones de las aves con los
relatos del inframundo wiwa, pero del mismo modo quiere saber cómo
entienden los indígenas la vida de los pájaros.
La
arqueóloga sugiere que los wiwa suelen ver a las aves como mensajeras,
consejeras e indicios vivientes de múltiples asuntos, entre ellos los ciclos
agrícolas; nada más natural si se piensa que, después de todo, son seres que lo
ven todo desde las alturas. La tradición indígena las agrupa en tres categorías
generales: aves nocturnas o negras, aves carroñeras y rapaces y aves que cantan a la cosecha. Entre las
últimas caben los pájaros que gustan del néctar, los insectos y los frutos, y cuyos
vuelos y presencia en bosques y cultivos son leídos como indicios de posiciones
astrales, estaciones, lluvias, bonanzas, plagas y otros fenómenos;
y, quizá, la cercanía de esas aves con la mecánica cósmica es lo que hace que
sus plumas sean usadas en varios ritos de curación, pues, a fin de cuentas,
ellas participan de la sustancia con la que está hecha el orden del mundo.
Mientras tanto, las aves negras son las encargadas de anunciar la enfermedad y
la muerte, situaciones que los wiwa interpretan como consecuencias de la
transgresión de las reglas sociales y del abandono de las tradiciones. A ese
grupo pertenecen la lechuza, el búho y el guácharo, entre otros mensajeros
aciagos, a los cuales —por más que la autora no lo plantee— es inevitable ver
como asidero material de la culpa indígena. Finalmente, las carroñeras y
rapaces se aprecian porque ofrecen metáforas sobre la vida de los hombres: los
buitres y gallinazos comen del animal podrido con obediencia a un sistema jerárquico
muy definido, y organizan sus festines de modo análogo a como los wiwa atienden
sus asuntos comunales; a su vez, las rapaces imponen lógicas territoriales que
son reflejo de los repartimientos humanos. Escribe Echavarría: “Con un
detallado conocimiento de la etología de estas aves, y haciendo un paralelo
entre la ‘sociedad de las aves’ y la de las personas, los mamas refieren la
forma como funciona la autoridad y el territorio en su propia comunidad”. A los
aprendices, pues, les basta mirar por el vano de la puerta para toparse con los ejemplos
que en Occidente yacen escondidos entre las páginas de las fábulas.
No
es una cuestión menor esta del paralelismo entre el mundo de las aves y la
sociedad humana. Sobre el mismo eje temático fue que A. R. Radcliffe-Brown enunció,
en 1951, el principio constitutivo del totemismo: el gesto intelectual de la asociación
de los opuestos, el cual permite establecer analogías entre las diferencias y
semejanzas de los animales —por un lado— y las diferencias y semejanzas de los
hombres —por el otro—; el antropólogo británico llegó a esa idea tras darle
varias vueltas al caleidoscopio ornitológico del totemismo australiano, en el
que el halcón y la corneja —o dos tipos de cacatúa— sugerían una correlación
con un sistema de mitades exógamas. Lévi-Strauss, quien bendijo esa
interpretación a pesar de su aproximación quisquillosa al problema totémico, aportó
a la consolidación de la metáfora en El
pensamiento salvaje (1962); lo hizo en el capítulo séptimo, al establecer
que los pájaros viven como los
hombres —buscan la libertad, construyen un hogar y forman parejas— y al mismo
tiempo se diferencian radicalmente de ellos —las aves ponen huevos, tienen
plumas y alas—, razón por la cual pueden recibir nombres humanos sin riesgo de confusión clasificatoria. Como quiera que sea, una paradójica conclusión parece imponerse: en
virtud de la riqueza aviar de Colombia, los antropólogos locales se han
encontrado, frente a colegas de otros confines, más cerca de asistir a ciertas
revelaciones fundamentales sobre la condición humana.
La
coda de este escrito nos devuelve a las búsquedas desesperanzadas de Salvador Novo.
Frente a ellas podemos preguntarnos si la ausencia literaria de las aves no es
otra cosa que una impresión falaz, nacida de la miopía de un poeta que, quizá,
nunca tomó lecciones de antropología. Acaso lo que muestra la poesía
contemporánea no sea otra cosa que la presencia apabullante de unos pájaros
que, liberados de sus vergüenzas y complejos, decidieron quitarse sus abrigos
de plumas y desfilar desnudos, entre los versos, como los hombres y mujeres que
son en el fondo.
Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934). Max Ernst (1891-1976) |