miércoles, 16 de octubre de 2019

Bombardeo



Expansión esférica de la luz centrífuga (1914). Gino Severini (1883-1966)


Una buena diatriba no juega sus mejores cartas en la exactitud de sus argumentos sino en la gracia verbal del alegato. Los inolvidables denuestos que, en la última década del siglo XIX, dejó caer Manuel González Prada sobre la obra literaria de Juan Valera, deben su perennidad no a que sean justos sino, por el contrario, a que son atrevidos y caricaturescos. Al polemista peruano se le ocurre, por ejemplo, acusar al autor de Pepita Jiménez (1874) de no gustarle Víctor Hugo —como si fuera lícito moralizar el gusto poético—, y logra vender ese cargo gracias a una comparación jocosa por partida doble; escribe: “Valera no desperdicia ocasión de zaherir a Víctor Hugo, porque le guarda la ojeriza de Sancho a la manta. Se maneja con el poeta francés como el que de mala fe nos pisa un callo, y en el acto nos pide mil perdones y nos hace mil reverencias”. De modo similar, muchos antropólogos no olvidan la sugestiva frase con que, de modo alevoso, Andrew Lang puso en tela de juicio esa obra maestra de la hermenéutica literaria —o legendaria— que es La rama dorada (1890), de James George Frazer, a la que caracterizó como una manifestación de “la escuela de la antropología vegetal”.
 Con la misma perspectiva pueden considerarse los ya famosos comentarios críticos de Carlos Reynoso a la obra de Claude Lévi-Strauss; particularmente, el ensayo que el cicerón argentino tituló “El estructuralismo de Lévi-Strauss: Observaciones metodológicas” (2008). Por supuesto, no se trata apenas de un acto de malabarismo retórico: Reynoso tiene razón en enjuiciar a su colega francés por pregonar, en uno de sus artículos —el segundo capítulo de Antropología estructural (1958)—, la conveniencia de plegarse a una noción que, al parecer, nadie tenía clara: el sistema fonológico de la lengua propuesto por Nikolai Trubetzkoy. Además de que, según el crítico, este lingüista ruso jamás acabó de establecer la manera en que los fonemas lograban constituir un sistema —se habría perdido en un bosque de oposiciones ambiguas—, Lévi-Strauss no es claro al anunciar qué principios de ese sistema en borrador son los que pretende aplicar para iluminar los problemas del parentesco humano. Asimismo, es legítimo que el comentarista argentino se moleste por la manera tajante como su rival reduce los contenidos de una relación entre dos personas a un signo matemático (negativo o positivo): le parece a Reynoso que las relaciones sociales suelen ser dinámicas cuando no difusas; que a veces no pueden juzgarse desde un solo punto de vista y que pueden expresar una misma cualidad en diferente gradación, amén de los vacíos etnográficos que nunca acaban de conjurarse. Tampoco es una objeción menor aquella que, al pasar al terreno de los mitos —en concreto, al célebre capítulo undécimo de la misma Biblia estructuralista—, Reynoso formula sobre la composición lingüística de los famosos “mitemas”: le enoja que, tras haberlos descrito como fenómenos manifestados “en el plano de la frase” —en esencia, relaciones sintagmáticas—, Lévi-Strauss los reemplace luego por interpretaciones o glosas etimológicas. Sobre esto último escribe el argentino: “No es en el plano soterrado y oculto de las relaciones sintácticas entre frases donde hinca los dientes el método, sino en la superficie misma de los significados, sean estos los que constan en el texto de una versión que no se sabe cuál es, o los que Lévi-Strauss estime necesario contrabandear luego”.
           Desde otro punto de vista, sin embargo, la crítica de Reynoso hace agua. Hay que decir, por ejemplo, que no presenta con integridad la fuente examinada, de la cual parece esconder los pasajes que atenuarían los presuntos pecados del padre del estructuralismo. Con descaro, el antropólogo argentino acusa a Lévi-Strauss de confundir, en la propuesta metodológica del artículo sobre el parentesco, una articulación lingüística de elementos sin significado propio —los fonemas— con una articulación de elementos construidos semióticamente —los términos y actitudes del parentesco—; pero, en honor a la verdad, el acusado nunca confundió una cosa con la otra, prueba de lo cual es que, en su texto, haga explícito qué tipo de extrapolación formal pedía su apuesta: “El problema puede formularse entonces de la siguiente manera: en otro orden de realidad, los fenómenos de parentesco son fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos”. También se muestra taimado Reynoso cuando, a propósito del análisis mítico, arremete contra Lévi-Strauss por haber supuesto —a su juicio con ligereza— que la historia de Edipo era un mito propiamente dicho, y, en el caso de que efectivamente lo fuera, por no haber establecido su relato con limpieza filológica desde fuentes autorizadas. Lo cierto es que, en el artículo en cuestión, el antropólogo francés es claro al advertir que su versión mítica no es más que un artificio ad hoc, implementado solo con el ánimo de ilustrar la aplicación del método analítico, y que de ninguna manera conviene asumirlo como una especie legítima de la saga edípica; de hecho —y ello hace más sospechosa la elipsis del crítico—, las líneas en que Lévi-Strauss se refiere a su gesto expositivo son, quizá, las más regocijadas de su larga y sesuda exposición: “la ‘demostración’ cabe, pues, entenderse no en el sentido que el científico da a ese término, sino, en el mejor de los casos, en el que le otorga el vendedor ambulante: no se trata de obtener un resultado sino de explicar, lo más rápidamente posible, el funcionamiento de la pequeña máquina que busca vender a los mirones”. Pero los yerros de Reynoso no solo nacen de su malicia; también, de su incomprensión: convencido de poder probar que la relación de inversión entre dos mitos es nada más que una ilusión propiciada por la magia acomodaticia de la interpretación, improvisa un ejemplo comparativo en que la intención de ser chocarrero es evidente, pues pone a Hamlet al lado de Caperucita Roja. Según Reynoso, uno puede ver, si así lo desea, que un relato es la perfecta inversión del otro, dado que en uno hay un héroe masculino hostil con su madre, mientras que en el otro hay una heroína femenina sumisa, además de otras permutaciones. Aun si se deja a un lado que tampoco esas historias son mitos, es necesario desnudar la defectuosa comprensión de Reynoso sobre aquello que Lévi-Strauss describió como una relación de total inversión: porque, según el antropólogo francés, no solo se requiere la permutación de un atributo —por ejemplo, que la heroicidad se intercambie entre una entidad femenina y una masculina— o la inversión semántica —que la desobediencia mute en obediencia—, sino que, además, se opere una permutación morfológica, de manera que un sujeto se trueque en predicado, y viceversa. El crítico argentino, del todo ensoberbecido con su comparación bromista, no da señas de haber entendido plenamente el asunto.
           Bien se ve, entonces, que Carlos Reynoso peca y reza en su diatriba, pero a pesar de eso se trata de un texto más o menos canónico de la antropología posmoderna suramericana; un estatus que resultaría inexplicable si de lo que se tratara fuera, apenas, de practicar una esgrima argumental. Por supuesto, no es de esa manera, y la larga vida que se augura para el ensayo del crítico argentino se debe, en buena parte, a su correcta escritura y, sobre todo, a su gracia literaria. Reynoso se revela en esos párrafos como un maestro del vituperio y la insinuación ponzoñosa. Lo de menos es que abra su exposición situando a Lévi-Strauss no como el antropólogo más influyente de la antropología moderna —como posiblemente lo sea—, sino apenas como “el antropólogo más reputado fuera de la antropología en el mundo latino”, es decir, como un simple hijo de vecino en el mundo anglosajón. También hay que considerar su invitación a creer en el testimonio de los que tardaron dos años en entender El pensamiento salvaje (1962). Y, asimismo, hay que tener en cuenta las expresiones zaheridoras —atrevidas y graciosas— que engarza entre sus reflexiones, ya sean las lúcidas o las descarriadas: dice que Lévi-Strauss se antoja brillante en un marco de enseñanza de la antropología copado por figuras grises; que una y otra vez necesita que su lector le perdone “sus lagunas, sus extravagancias y sus ambigüedades”; que su método no deja ser puro simulacro o “portentosa simulación”; que su razonamiento estructuralista se traduce en una escritura impecable y ningún tino matemático; que dramatiza la importancia de sus hallazgos analíticos hasta hacerlos parecer hazañas trascendentes, y que era afecto o propenso a las “fullerías”, las “pequeñas trampas”, las “triquiñuelas”, los “contrabandeos” y las confusiones “viles”. Remata su catilinaria con un imagen en la que el estructuralismo aparece reducido a poco más que una herida contaminada y de difícil cicatrización: “los ardides recurrentes de Lévi-Strauss han adherido a la sustancia del estructuralismo una costra de malentendidos que a la posteridad le costará trabajo erradicar”.
         El crítico logra dar su mejor golpe por la vía del humor negro. Como, al menos, sí ha leído con atención los pies de página del texto de Lévi-Strauss sobre el parentesco y la fonología, Reynoso sabe que su primera versión como artículo circuló en el número de agosto de 1945 de Word. Journal of the Linguistic Circle of New York; es decir, sabe que el artículo se divulgó casi al mismo tiempo que las bombas atómicas caían sobre Hiroshima y Nagasaki, y por eso se permite llamar la atención sobre la mala pata con que Lévi-Strauss, en alguno de sus párrafos, celebra los alcances de una ciencia fatalmente poderosa; en efecto, había escrito el estructuralista que “La fonología no puede dejar de cumplir, respecto de las ciencias sociales, el mismo papel que la física nuclear, por ejemplo, ha desempeñado para el conjunto de las ciencias exactas”. Por supuesto, él no podía saber, al remitir su manuscrito a la revista, lo que se tramaba en los conciliábulos de la guerra; pero la coincidencia es tan redonda entre la coyuntura histórica y la frase desprevenida que Reynoso no puede evitar referirse, con satisfecha sorna, a esa “poco feliz comparación”. Consignada esa observación en las primeras páginas de la diatriba, su lector difícilmente puede escapar a la idea —o mejor, a la sugestión— de que el estructuralismo levistraussiano ha caído con inútil y dañino estruendo sobre el mundo.


Mercurio pasa delante del Sol (1916). Giacomo Balla (1871-1958)

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