Illimani (1943). Arturo Borda Gosálvez (1883-1953) |
Hace cien años —a mediados de 1919—, el abogado boliviano Alcides
Arguedas publicó en La Paz su cuarta novela, Raza de bronce. En ella se relata la trágica historia de los amores de
Maruja y Agustín, dos indios aymaras que, con el paso de las ediciones,
acabaron llamándose Wata-Wara y Agiali. Tras un rudo noviazgo vivido junto al
lago Titicaca, y durante el cual Agustín debe cumplir con la prueba de
viajar a los valles cálidos en busca de semillas para su patrón, la pareja
contrae matrimonio y se establece como una familia más entre las que son
explotadas en la hacienda Kohahuyo. Sin embargo, poco tiempo después, el arribo
de Pablo Pantoja —el amo— deparará un desenlace fatal para el rústico idilio:
ese hombre y tres amigos paceños ultrajan a Maruja en el mismo cerro en que pastorea sus ovejas, y lo hacen de modo tan brutal que ella muere,
envuelta en la sangre de su embarazo malogrado. La comunidad india, encabezada
por el viejo Coquehuanka, ataca la casa patronal en medio de la noche y le
prende fuego, con la consecuente inmolación de los violadores.
Cuando se publicó Raza de bronce, la novela indigenista
hispanoamericana todavía vivía su infancia. En 1848, el peruano Narciso Aréstegui había incluido algunos personajes indígenas, agobiados por cargas tributarias y celadas politiqueras, en un par de capítulos de El padre Horán.
Escenas de la vida del Cuzco, una novela realmente interesada por contar la
historia de un cura que seduce a una de sus hijas espirituales. Por su parte,
Grimanesa Martina Matto Usandivaras —mejor conocida como Clorinda Matto de Turner, también peruana— dio a la imprenta, en 1889, a Aves sin nido, una novela en que el matrimonio de Lucía y Fernando Marín asume la protección de las hijas de Juan y Marcela Yupanqui, una pareja india que sucumbe bajo la codicia y vilezas de los jefes civiles y eclesiásticos del pueblo de Kíllac. Y el mismo Arguedas, en 1904, había esbozado el argumento de su novela centenaria en Wuata-Wuara, una breve versión de la trágica historia de los amantes aymaras del Titicaca, y en la que la principal diferencia es el final poco menos que canibalesco con que se hace justicia sobre la perversidad del patrón y sus amigos. Más allá de eso y de un puñado de relatos sobre indios campesinos, lo que se ve en el paisaje de la literatura de tema indígena hasta la aparición de Raza de bronce son novelas históricas con incas, aztecas y muiscas esplendorosos, crueles antagonistas de lances épicos en que el heroísmo está reservado a los gallardos conquistadores españoles.
En Raza de bronce la cuestión indígena se plantea con mayor realismo o, para decirlo con precisión, con mayor justeza histórica. Al personaje indio de la época republicana, por más que se lo hubiera pintado literariamente como a un ser miserable, víctima de infinitos abusos por parte de hacendados, jueces y curas y, por ello, digno de ser tratado con humanitarismo, no se lo había mostrado como a un antiguo propietario de tierras al que, tras la rapiña, solo cabe reivindicar en términos económicos. Esa advertencia, que en su versión sociológica corrió por cuenta de la voz flamígera de Manuel González Prada —ahí está, para probarlo, su ensayo "Nuestros indios" (1904)—, fue incorporada en la novela de Arguedas. El narrador, cuando presenta a Pablo Pantoja, lo sitúa como el heredero de una clase gamonal que, en el último tercio del siglo XIX, había sido lucrada con extensas tierras indígenas por parte del gobierno rapaz de Mariano Melgarejo. Este "caudillo bárbaro" —así lo define Arguedas en la novela y en el que, quizá, es el más célebre entre sus libros de historia boliviana, Los caudillos bárbaros (1929)—, exterminó a dos mil indios y arrebató sus querencias a más de trescientos mil, armado nada más que con el pretexto de que esa era la única manera de hacer productiva la gleba. En el clímax de la venganza aymara, Choquehuanka anima a los suyos poniendo el dedo sobre las llagas del despojo y la resignación: "Todo nos quitan ellos, hasta nuestras mujeres, y nosotros apenas nos vengamos haciéndoles pequeños males o dañando sus cosechas, como una débil reparación de lo mucho que nos hacen penar. Y así, maltratados y sentidos, nos hacemos viejos y morimos llevando una herida viva en el corazón". Coherentemente con esa toma de conciencia, los indios de Kohahuyo se llenan de la "virilidad suficiente para escarmentar a los opresores" —las palabras son, otra vez, de González Prada— y prenden fuego a la casa.
La novela deja ver una veta apreciable de realismo, y lo hace ya desde su primera parte, en la que, a un lado de los hombres —o mejor, sobre ellos y bajo ellos—, el paisaje se hace protagonista. Ya no es, como en el siglo XIX, el escenario jubiloso o dramático hecho a la medida del ánimo del poeta, supeditado a los vuelcos caprichosos de su corazón. Por el contrario, en Raza de bronce las montañas y los ríos ignoran a los hombres: a fin de cuentas, los gigantes no viven en la misma isla de los liliputienses. Cuando Agustín viaja a comprar semillas, un río voraz de los Yungas arrastra a Manuno, un indio de la comitiva, y apenas viene a devolverlo como una "masa lodosa y elástica", del todo putrefacta. Más adelante, el Illimani impone su mole: "presentándose de improviso a la vuelta de las laderas, saltaba el amplio nevado, deforme, inaccesible, soberbiamente erguido en el espacio. Su presencia aterrorizaba y llenaba de angustia el ánimo de los pobres llaneros. Sentíanse vilmente empequeñecidos, impotentes, débiles. Sentían miedo de ser hombres". Con la misma rudeza objetiva se presenta la vida humana, caracterizada por el esfuerzo y la injusticia, aunque es verdad que, en el retrato de las cosas indígenas, el narrador se deja llevar por algunos prejuicios de época y sube los colores en las descripciones de los aymaras borrachos, así como sugiere, con visible ironía, el carácter pintoresco y supersticioso de algunos ritos. Pero, de la misma manera, ha desaparecido el delirante desenlace antropofágico de Wuata Wuara, en el que las indias beben la sangre del patrón; en su lugar, la tercera edición de Raza de bronce, aparecida en 1945, incluye una nota de autor a modo de balance histórico y moral de la política indigenista boliviana: "Este libro ha debido en más de veinte años obrar lentamente en la conciencia nacional, porque de entonces a esta parte y sobre todo en estos últimos tiempos, muchos han sido los afanes de los poderes públicos para dictar leyes protectoras del indio". Salta a la vista que, con su cuarta novela, Arguedas pretendía dar un paso hacia la comprensión de la realidad étnica andina.
Puede pensarse con legitimidad que, con Raza de bronce, la novela indigenista hispanoamericana alcanzó su mayoría de edad. Además de lo que queda aducido, un indicio no siempre advertido por la crítica permite aferrarse a esa interpretación: la presencia de un personaje antropólogo, manifestación inequívoca de una intención de afinar el zoom etnográfico de la narración. Se trata de Alejandro Suárez, un amigo de Pantoja que estudia leyes —como Arguedas— y quien se niega a tomar parte en el asalto a Maruja, pues en general critica el maltrato con que los hacendados acostumbran tratar a sus colonos. Mientras está en la hacienda, este filántropo prefiere preguntarle a los aymaras acerca de sus genealogías, preferencias matrimoniales, creencias y costumbres en general, material con el que aspira a confeccionar "algún trabajo". Particularmente significativo es que, además de reproducir el cuestionario especializado de la antropología —que por entonces estaba en embrión en Bolivia, como en la mayor parte de América Latina—, Suárez es víctima del poco interés que los nativos suelen deparar a los oficiantes de la disciplina: "Los indios ya le conocían; y no bien los perros ladraban anunciando su visita, recibíanle con disgusto pero sin hostilidad, y le tendían sobre el poyo, a la entrada de una alcoba, la mejor y más limpia manta, tejida en horas de reposo por la mujer o la hija, y que se guarda preciosamente en lo más recóndito de la casa, junto con los trajes nuevos, el disfraz y otras prendas de estimación; pero se negaban obstinadamente a satisfacer sus preguntas sobre sus hábitos y creencias, alegando no saber nada de nada, recelosos y sentidos". No de mejor manera fue recibido Malinowski por los trobriandeses, quienes tenían para sí que hacía "preguntas tontas", si bien lo acogían con alguna simpatía, en la esperanza de que les regalara tabaco.
Un siglo después de que Raza de bronce fuera impresa en los talleres de la editorial paceña González y Medina, su vigencia y su interés como documento literario son inobjetables, sin que la mellen las muchas declaraciones sobre la presunta caducidad de la novela indigenista, proferidas en las últimas décadas. La obra de Arguedas parece tener el mismo vigor que Pantoja descubre en la heroína en el momento en que intenta doblegarla: "Al verla tan fina, nadie hubiese sospechado que esa salvaje tuviese tanta fuerza. Yo la cogí por la cintura y quise echarla al suelo, pero no pude. Es una raza de bronce".
En Raza de bronce la cuestión indígena se plantea con mayor realismo o, para decirlo con precisión, con mayor justeza histórica. Al personaje indio de la época republicana, por más que se lo hubiera pintado literariamente como a un ser miserable, víctima de infinitos abusos por parte de hacendados, jueces y curas y, por ello, digno de ser tratado con humanitarismo, no se lo había mostrado como a un antiguo propietario de tierras al que, tras la rapiña, solo cabe reivindicar en términos económicos. Esa advertencia, que en su versión sociológica corrió por cuenta de la voz flamígera de Manuel González Prada —ahí está, para probarlo, su ensayo "Nuestros indios" (1904)—, fue incorporada en la novela de Arguedas. El narrador, cuando presenta a Pablo Pantoja, lo sitúa como el heredero de una clase gamonal que, en el último tercio del siglo XIX, había sido lucrada con extensas tierras indígenas por parte del gobierno rapaz de Mariano Melgarejo. Este "caudillo bárbaro" —así lo define Arguedas en la novela y en el que, quizá, es el más célebre entre sus libros de historia boliviana, Los caudillos bárbaros (1929)—, exterminó a dos mil indios y arrebató sus querencias a más de trescientos mil, armado nada más que con el pretexto de que esa era la única manera de hacer productiva la gleba. En el clímax de la venganza aymara, Choquehuanka anima a los suyos poniendo el dedo sobre las llagas del despojo y la resignación: "Todo nos quitan ellos, hasta nuestras mujeres, y nosotros apenas nos vengamos haciéndoles pequeños males o dañando sus cosechas, como una débil reparación de lo mucho que nos hacen penar. Y así, maltratados y sentidos, nos hacemos viejos y morimos llevando una herida viva en el corazón". Coherentemente con esa toma de conciencia, los indios de Kohahuyo se llenan de la "virilidad suficiente para escarmentar a los opresores" —las palabras son, otra vez, de González Prada— y prenden fuego a la casa.
La novela deja ver una veta apreciable de realismo, y lo hace ya desde su primera parte, en la que, a un lado de los hombres —o mejor, sobre ellos y bajo ellos—, el paisaje se hace protagonista. Ya no es, como en el siglo XIX, el escenario jubiloso o dramático hecho a la medida del ánimo del poeta, supeditado a los vuelcos caprichosos de su corazón. Por el contrario, en Raza de bronce las montañas y los ríos ignoran a los hombres: a fin de cuentas, los gigantes no viven en la misma isla de los liliputienses. Cuando Agustín viaja a comprar semillas, un río voraz de los Yungas arrastra a Manuno, un indio de la comitiva, y apenas viene a devolverlo como una "masa lodosa y elástica", del todo putrefacta. Más adelante, el Illimani impone su mole: "presentándose de improviso a la vuelta de las laderas, saltaba el amplio nevado, deforme, inaccesible, soberbiamente erguido en el espacio. Su presencia aterrorizaba y llenaba de angustia el ánimo de los pobres llaneros. Sentíanse vilmente empequeñecidos, impotentes, débiles. Sentían miedo de ser hombres". Con la misma rudeza objetiva se presenta la vida humana, caracterizada por el esfuerzo y la injusticia, aunque es verdad que, en el retrato de las cosas indígenas, el narrador se deja llevar por algunos prejuicios de época y sube los colores en las descripciones de los aymaras borrachos, así como sugiere, con visible ironía, el carácter pintoresco y supersticioso de algunos ritos. Pero, de la misma manera, ha desaparecido el delirante desenlace antropofágico de Wuata Wuara, en el que las indias beben la sangre del patrón; en su lugar, la tercera edición de Raza de bronce, aparecida en 1945, incluye una nota de autor a modo de balance histórico y moral de la política indigenista boliviana: "Este libro ha debido en más de veinte años obrar lentamente en la conciencia nacional, porque de entonces a esta parte y sobre todo en estos últimos tiempos, muchos han sido los afanes de los poderes públicos para dictar leyes protectoras del indio". Salta a la vista que, con su cuarta novela, Arguedas pretendía dar un paso hacia la comprensión de la realidad étnica andina.
Puede pensarse con legitimidad que, con Raza de bronce, la novela indigenista hispanoamericana alcanzó su mayoría de edad. Además de lo que queda aducido, un indicio no siempre advertido por la crítica permite aferrarse a esa interpretación: la presencia de un personaje antropólogo, manifestación inequívoca de una intención de afinar el zoom etnográfico de la narración. Se trata de Alejandro Suárez, un amigo de Pantoja que estudia leyes —como Arguedas— y quien se niega a tomar parte en el asalto a Maruja, pues en general critica el maltrato con que los hacendados acostumbran tratar a sus colonos. Mientras está en la hacienda, este filántropo prefiere preguntarle a los aymaras acerca de sus genealogías, preferencias matrimoniales, creencias y costumbres en general, material con el que aspira a confeccionar "algún trabajo". Particularmente significativo es que, además de reproducir el cuestionario especializado de la antropología —que por entonces estaba en embrión en Bolivia, como en la mayor parte de América Latina—, Suárez es víctima del poco interés que los nativos suelen deparar a los oficiantes de la disciplina: "Los indios ya le conocían; y no bien los perros ladraban anunciando su visita, recibíanle con disgusto pero sin hostilidad, y le tendían sobre el poyo, a la entrada de una alcoba, la mejor y más limpia manta, tejida en horas de reposo por la mujer o la hija, y que se guarda preciosamente en lo más recóndito de la casa, junto con los trajes nuevos, el disfraz y otras prendas de estimación; pero se negaban obstinadamente a satisfacer sus preguntas sobre sus hábitos y creencias, alegando no saber nada de nada, recelosos y sentidos". No de mejor manera fue recibido Malinowski por los trobriandeses, quienes tenían para sí que hacía "preguntas tontas", si bien lo acogían con alguna simpatía, en la esperanza de que les regalara tabaco.
Un siglo después de que Raza de bronce fuera impresa en los talleres de la editorial paceña González y Medina, su vigencia y su interés como documento literario son inobjetables, sin que la mellen las muchas declaraciones sobre la presunta caducidad de la novela indigenista, proferidas en las últimas décadas. La obra de Arguedas parece tener el mismo vigor que Pantoja descubre en la heroína en el momento en que intenta doblegarla: "Al verla tan fina, nadie hubiese sospechado que esa salvaje tuviese tanta fuerza. Yo la cogí por la cintura y quise echarla al suelo, pero no pude. Es una raza de bronce".
El yatiri (1918). Arturo Borda Gosálvez (1883-1953) |