Homenaje a Apollinaire (1912). Marc Chagall (1887-1985) |
El incesto, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, suscita más la
tentación de los hombres que su repulsión, y fue por eso —según advirtió Sigmund
Freud— que se hizo necesario erigir una ley que lo prohibiera. La literatura
puede aducirse como uno de los mejores indicios de esa inclinación humana por
la sexualidad en familia: medio milenio antes de Cristo, Sófocles ya había
concebido en Edipo Rey el más trágico
de todos los incestos, coronado con la cereza del parricidio. Con la misma contravención
se obsesionó la literatura romántica de las jóvenes repúblicas
hispanoamericanas, habida cuenta que una de sus obras más representativas —María (1867), de Jorge Isaacs— se
concentra en los amoríos entre dos primos que, además de paralelos, son
hermanos de crianza. Un siglo después, un niño con cola de cerdo —hijo de tía y
sobrino— fue parido entre las páginas de Cien
años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, una de las novelas
estelares del cacareado “realismo mágico”.
Los clásicos de la antropología no les van en zaga a los literarios. En
el siglo XIX, las primeras teorías sobre el parentesco y la organización social
se apoyaron en todo tipo de especulaciones relacionadas con el incesto, hasta
que, décadas después, fueron a parar a la redonda formulación de Claude
Lévi-Strauss sobre la prohibición del incesto, que el antropólogo francés entiende
como la única “regla social universal”; regla que impide a un hombre el goce sexual
de su hermana y le sugiere cambiarla por la mujer que otro hombre rechaza,
intercambio que convierte a dos enemigos potenciales en aliados y hace de la
sociedad un proyecto estructurado y, por ello, viable. Por supuesto, a un lado
de esos dibujos teóricos están los datos concretos, recogidos en muchos lugares
del mundo y referidos a diversas épocas, y entre los que descuellan los reportes
de la etnología andina sobre el incesto real que unía al Sapa Inka con la Coya,
su hermana de sangre. Los diarios de los etnógrafos
modernos tienen mucho por decir a propósito de la sexualidad filial y consanguínea.
Una aventura incestuosa por contar —o mejor, por ensamblar en un
argumento de novela— reposa, desperdigada, en varias páginas de Bronislaw
Malinowski. Se trata de la biografía de Mokadayu, un nativo trobriandés cuyas
audacias son referidas en Sexo y
represión en la sociedad primitiva (1927) y La vida sexual de los salvajes (1929). La historia de su vida, reconstruida
tras extraer los datos respectivos y organizarlos de modo cronológico —con
mínimos aderezos de nuestra parte— podría relatarse como sigue: Mokadayu nació
en la aldea de Okopukopu, en la isla Boyowa, y pertenecía al poderoso clan
Malasi. Se destacaba por su inteligencia y habilidad general, pero asimismo por
su malicia. El primer oficio que se le conoció fue el de médium espiritista;
alardeaba de su capacidad para producir ectoplasmas y aparecer y desaparecer
objetos, aunque en esto último dejaba ver una sospechosa tendencia para la que Malinowski
no puede evitar una descripción irónica: “realizó fuera de toda influencia
algunas de las grandes hazañas en que sobresalen nuestros espiritistas
modernos, tales como […] fenómenos de materialización (generalmente se trataba
de objetos sin valor); pero se había especializado particularmente en la
desmaterialización (invariablemente de objetos preciosos)”. De acuerdo con
Mokadayu, él tenía bajo su control una mano espiritual que tomaba aquí y allá
los objetos que debían ser llevados a las ánimas de los difuntos, radicadas en la
islita de Tuma, al noroccidente de Boyowa. La mano actuaba entre las sombras
nocturnas y solía apropiarse de tabaco, nueces de betel y comestibles en
general. Así fue hasta que, una noche, un joven jefe agarró una mano que
maniobraba sigilosamente tras una estera de su casa, y, tras descubrir que era una
extremidad de carne y hueso, también constató que estaba pegada al cuerpo de
Mokadayu. A partir de ese momento, muchos entre los embaucados se alejaron del
falso médium y se dedicaron a desacreditarlo. Fue entonces cuando él prefirió
dejar el espiritismo y dedicarse a la música, lo cual fue el inicio de la
aventura sexual que interesa en esta crónica.
Mokadayu alcanzó prestigio como cantante gracias a que, entre sus atributos,
también tenía el de una muy buena voz. Y esa fama lo hizo exitoso entre las
mujeres, al extremo de tener acceso a muchas damas casadas, entre ellas todas
las esposas del jefe de la aldea de Oliveri. Los otros nativos, carcomidos por
la envidia, no se sorprendieron con la suerte del cantor, pues, imbuidos por
sus tradiciones, sabían que la garganta y la vagina se atraen mutuamente por
ser, ambos, conductos largos. Pero las dotes musicales de Mokadayu acabaron
seduciendo a su hermana Inuvideri, quien era, acaso, la joven más bella de la
aldea. Muchos hombres la pretendían, e incluso se decía que algunos de ellos eran
sus amantes; sin embargo, a partir de cierto día rehuyó estar con ellos y dio a
entender que se había reducido a la vida casta. Sobra decir que los desdeñados
romeos sospecharon de la joven, y mucho más el día en que la vieron meterse con
su hermano a la casa vacía de sus padres. Los siguieron y, con sigilo, hicieron
un hueco en el techo pajizo. Lo que entonces sucedió lo cuentan, mejor que
otras, las palabras de Malinowski: “vieron una escena que los sacudió
profundamente: el hermano y la hermana fueron sorprendidos in flagrante delicto” (porque, dicho sea de paso, en las islas
Trobriand se tenía a la cópula entre hermanos como el tabú supremo). El
escándalo se desató inmediatamente, pero Mokadayu e Inuvideri, profundamente
enamorados como estaban, siguieron cohabitando durante algunos meses, hasta que
ella se casó con otro hombre y se mudó de aldea. Los informantes nativos
explicaron al etnógrafo polaco que, de haber ocurrido aquel lance en otra
época, a los amantes incestuosos no les habría quedado otro recurso que
suicidarse.
La historia podría terminar en esa enigmática aclaración si el drama de
otro nativo incestuoso, Kima’i, no permitiera conocer y proyectar con todo
detalle, en nuestra novela en ciernes, el final ideal de la aventura de Mokadayu.
En Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje (1926), Malinowski cuenta que, estando alguna vez en una aldea
trobriandesa, escuchó el griterío producido tras la caída fatal de un muchacho
desde la copa de un cocotero; y relata también que, tras haber percibido en el
ambiente signos inequívocos de que algo gordo había ocurrido, indagó entre los
azorados nativos hasta que supo la verdad de los hechos: Kima’i, el muerto, había
sostenido una relación endogámica con una prima que, por ser hija de una
hermana de su madre, él debía considerar forzosamente como su hermana de sangre.
La comunidad había hecho la vista gorda frente a esa relación, hasta que un
pretendiente de la joven, sintiéndose burlado, acusó públicamente a Kima’i como
incestuoso. Entonces, con arreglo a la costumbre, los hechos se precipitaron
por la única vía posible: el acusado escapó de la vergüenza renunciando a la
vida. Mokadayu no trepó al cocotero sólo porque su moral acomodaticia no se
esforzaba en seguir las tradiciones, pero un final ideal para su historia lo
ve, irremediablemente, estrellado contra el suelo.
Claude Lévi-Strauss, en los
capítulos introductorios de Las
estructuras elementales del parentesco (1949), dijo con su proverbial
concisión que la sociedad solo prohíbe lo que ella misma suscita. Al amparo de
esa idea, cabe suponer que los relatos ancestrales sugieren las infracciones
que las leyes proscriben y sancionan. Pero esa ecuación poco dice de la novela
que cada individuo escribe con sus íntimas pasiones; Malinowski, quien confiaba
menos en las simetrías estructurales, apenas se acercó al asunto con su borroso
concepto de los “imponderables de la vida cotidiana”, cuya sombra cobija por
igual a espiritistas taimados, cantantes lúbricos y comunidades hipócritas.