Panorámica de Cartagena (h. 1998). Enrique Grau (1920-2004) |
Las ideas que solemos hacernos de quienes percibimos como otros son harto paradójicas: nacidas en
la conciencia de la extrema particularidad de esos humanos diversos, acaban
cediendo su lugar a los estereotipos, que no son otra cosa que las imágenes más
gruesas y borrosas de esa misma gente que antes habíamos percibido como
singular. De la misma manera, en ciertas experiencias esquizofrénicas de
nuestras vidas, pasamos del blanco al negro en un mismo giro del pensamiento.
Tres casos —dos de ellos en celuloide— ilustran una dolencia cultural que, de
tan obvia —o al menos de tan corriente—, acaso no era necesario ilustrar.
En 1984, los
colombianos experimentaron un interés prematuramente frustrado con el filme Romancing the Stone (conocido en español
como El romance de la esmeralda), dirigido
por Robert Zemeckis y en el que Joan Wilder, una joven escritora de novelas
románticas, viaja a Cartagena para intentar rescatar a su hermana, secuestrada
por el malvado Coronel Zolo y a la postre auxiliada por Jack Colton, un galán
aventurero personificado por Michael Douglas. Pues bien, el orgullo colombiano
de ver incluidas, en el cine más vendido del mundo, las referencias al suelo
patrio, choca en la película contra lo apócrifo de la representación: la
Cartagena del filme está habitada por una humanidad con rasgos mexicanos, con
el agravante de que, cuando los protagonistas viajan a las montañas que se
levantan más al sur, aparece en el escenario un joven pastor de llamas: como si
los Montes de María o las estribaciones de la Cordillera Central fueran
intercambiables con las frías alturas bolivianas. Por supuesto, esa indignación
no hizo presa en el público estadounidense, para quien —con excepción de los
doctores en geografía y los aventureros como Colton— lo que mostró el filme no
fue otra cosa que una imagen verosímil de América Latina; o, al menos, una
estampa lo suficientemente persuasiva como para que pudiera contarse la
historia que se quería contar.
Sin embargo, no se
trata apenas de los embustes
etnográficos de Zemeckis o de las condiciones impuestas por los productores de
su filme, o quién sabe si de la recomendación técnica de aprovechar —es solo un
ejemplo— la luz diurna de una Veracruz que convenía disfrazar de Cartagena. Se
trata, cuando se apela al estereotipo, de una actitud humana y, por ello,
susceptible de ser perpetrada incluso por un latinoamericano. Es lo que de algún modo sucedió
con Roma (2018), la exitosa película
dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón, y en la que se narran las rutinas y
dramas en que se mixturan, de modo inextricable, las vidas de una familia capitalina
de clase media-alta en franco declive y la de Cleodegaria, su criada indígena. Esta
última y Adela, su compañera de oficios, charlan en mixteco mientras que sus
patrones riñen en español. Pero Yalitza Aparicio —la actriz que encarna a
Cleo—, de madre triqui y mixteca por parte del padre, no conocía esa lengua: la
aprendió antes de iniciar el rodaje. Sin embargo, Cuarón sólo necesitaba una
mujer con rasgos indígenas con la que pudiera dar vida a un recuerdo querido de
su infancia: su nana india Liboria Rodríguez. En pocas palabras, el director necesitaba
una figura que pareciera perfectamente indígena a cualquier mexicano citadino y
letrado; no le inquietó que a los hablantes nativos del mixteco Yalitza les
pareciera, con su lengua recién aprendida, tan apócrifa como a los antioqueños
se les antojó, en su momento, la actuación del vasco Unax Ugalde, cuyo
improvisado dialecto paisa es uno de los yerros más evidentes en Rosario Tijeras (2005).
Por supuesto, a los
colombianos no corresponde tirar la primera piedra. Más acá —o más allá— de las pantallas se
erige la evidencia de que también en este país se cuecen las habas de los
estereotipos en los escenarios del espectáculo público. En el bioparque
—eufemismo de última hora para zoológico— Ukumarí, en las goteras de Pereira
por la vía hacia Cerritos, la sección de animales africanos está antecedida por
la representación de una aldea zulú. Allí, entre las chozas de carrizos y paja
y los montajes con grandes escudos ovoides de guerra, con todo y sus lanzas,
llama la atención un guía de carne y hueso que recibe a los paseantes: se trata
de un hombre negro —acaso el único hombre negro al que corresponde ese rol en
todo el parque—, y quien evidentemente representa a los zulúes y también, acaso, a toda la humanidad africana, sin importar su probable origen en la
zona pacífica colombiana a juzgar por su español cantarino. Para colmo, a este
negro universal le han pedido memorizar un guion anacrónico que, por la sola
autoridad del alto grado de melanina en su piel, muy probablemente acaba
imponiendo como letra bíblica en la cabeza del visitante incauto: como si
acabara de cerrar La sociedad antigua
(1877) de Lewis Henry Morgan, el guía enseña a los cuatro vientos que los
zulúes eran un pueblo salvaje y promiscuo. Si lo dice un negro al referirse a otros como él, así será.
Parece lícito sospechar que algo muy concreto se persigue
con la disolución mediática de las infinitas particularidades del mundo étnico
que rodea a cada una de las sociedades que se perciben como modernas. Quizá no
se trate de otra cosa que de la usurpación de la cualidad de ser singular;
porque, al mismo tiempo que la reducción empobrecedora de la imagen del otro,
hemos promovido, con frenetismo, la propia figura individual en las mil versiones que nos
sugieren las redes sociales: en el trabajo, con la mascota, semidesnudos en la playa,
con un amigo excéntrico e, incluso, disfrazados de indios o bailando como
africanos en la última fiesta. Hemos llegado a convencernos de que no nos
conviene repetirnos.
La mulata cartagenera (1940). Enrique Grau (1920-2004) |