La Torre de Babel (1563). Pieter Bruegel (1525-1569) |
En un ensayo de principios de esta década, Mary Louise Pratt lamenta que
los estudios sobre la globalización hayan puesto poco interés sobre el tema del
lenguaje; escribe la autora: “Si escogemos una de las docenas de antologías
sobre globalización, es probable que no encontremos un solo registro de
‘lenguaje’ en el índice; seguramente tampoco encontraremos un capítulo sobre él
en la tabla de contenido”. Acto seguido, con deliciosa coherencia, Pratt vierte
una docena de páginas sobre el asunto marginado; páginas en las que denuncia la
discriminación y control implementados por muchas sociedades con base en las
habilidades idiomáticas de las personas, y en las que también celebra la
potencia de extroversión del
lenguaje, facultad humana del todo incontrolable por cualquier política o
mecanismo administrativo igualmente humanos. “Dondequiera que haya linderos, la
lengua los franqueará”, es la conclusión.
Para la profesora de New
York University, los humanos de hoy en día participan al menos en tres
escenarios en que los intercambios idiomáticos fundan situaciones culturales
particulamente nutricias: las migraciones —que suponen una “redistribución
de las aptitudes lingüísticas”—, los eventos mundiales a escala planetaria
—donde la comprensión se consigue más allá del lenguaje formal— y las
expresiones artísticas o textuales en que conviven dos sistemas lingüísticos
distintos, uno alojando al otro, y que Pratt ilustra con el pintoresco ejemplo
del hip hop boliviano en que se
mixturan español, aymara y portugués. Con todo, hay una imagen de colores más surtidos
e intensos en su ensayo: una anécdota neoyorquina que busca ilustrar la
comprensión entre quienes, a duras penas, comparten el mismo código
lingüístico. Un hombre ha robado una botella de agua en el minimarket de una coreana, y un dependiente mexicano que pretendía
perseguirlo es atajado por un transeúnte jamaiquino, de modo que ambos, ante un
público integrado por un guatemalteco y una estadounidense —Pratt—, discuten en
inglés sobre la pertinencia de emprender o no la persecución: el mexicano se
siente obligado a defender los intereses de su patrona, mientras que el otro
cree que lo que debe hacer es defender su propia vida y no seguir al
delincuente. Pero la discusión, sin importar lo que cada uno juzgue conveniente
hacer, se lleva a cabo sobre una idea compartida más allá de los idiomas o sus
semánticas particulares: hay algo llamado “el sistema” que obliga a tomar
decisiones contrarias a la voluntad, que tanto abarcan la convicción del mexicano
de perseguir a un ladrón como el consejo del jamaiquino de dejarlo huir para
evitar altercados. En resumen: aunque aquel día cada quien interpretó el sistema a
su modo, afloró un “indicador de éxito”, consistente en que se mostró
altruismo y, de paso, se evitó la violencia. Por supuesto, el ladrón escapó.
Puede decirse, dejando
la anécdota momentáneamente de lado, que la inquietud general de Pratt sobre el
valor de la diversidad lingüística en la cultura ha sido, desde mucho tiempo
atrás, un tema conocido por la reflexión antropológica. En los albores del
siglo XX, James George Frazer escribió sobre el vivo interés que esa diversidad
lingüística suscitó incluso entre los pueblos más antiguos; lo hizo en El folklore en el Antiguo Testamento
(1907-1918) y se refirió particularmente a la historia de la Torre de Babel,
relato con que los antiguos hebreos quisieron explicar el origen de la
pluralidad de las lenguas. El lector recordará los rasgos generales de la leyenda:
los primeros hombres quisieron construir una torre tan alta que les permitiera
llegar al cielo, al mismo tiempo que tener una referencia material para no
perderse nunca —la torre podría verse desde cualquier lugar de la tierra—; sin
embargo, Dios sintió recelo —Frazer cree que, también, envidia— e hizo que cada
quien hablara una lengua distinta, de manera que los afanosos obreros no
pudieran entenderse y les quedara, apenas, la opción de dispersarse. Llama la
atención que esas páginas —todo el capítulo quinto del grueso volumen— no sean
más célebres: porque no solo ocurre que la consabida historia babélica es
reconstruida con base en el texto original y las glosas de los comentaristas
bíblicos, sino que, también, el antropólogo escocés confirma las dotes de humor
que ya habían destellado en La rama
dorada (1890). En efecto, no podría ser más hilarante el recuento que hace
Frazer de las explicaciones delirantes dadas por algunos investigadores
bíblicos a la cuestión del origen de la diversidad lingüística; estas líneas lo
muestran sin usura: “Otro escritor sostuvo la tesis de que Adán había hablado
el vasco; mientras que otros, adelantándose a las mismas Escrituras,
introdujeron la confusión de lenguas ya en el Edén, y así afirmaron que Adán y
Eva hablaban el persa, que la serpiente había hablado en árabe y que el afable
arcángel Gabriel había conversado con nuestros primeros padres en turco. Pero
no acaba ahí la lista de escritores excéntricos: hubo otro que sostuvo
seriamente que el Todopoderoso se había dirigido a Adán en sueco, que Adán
había respondido en danés a su Hacedor y que la serpiente había tentado a Eva
en francés”.
De regreso a la Torre
de Babel —se la ve fácilmente a la distancia—, interesa formarse una idea
general del suceso sagrado: la pretensión humana de alcanzar una comunicación
perfecta con Dios —cara a cara— tiene como resultado incomunicación y
separación radicales entre los hombres. Y como materialización de todo eso, una
torre formidable se levanta en la mitad del mundo: una torre que, así hubiera
sido pensada para acceder a otro lugar, lo que a la postre termina subrayando es
su carácter de muralla y parapeto para la defensa, esto es, lo que ella tiene
de dispositivo para la segregación y el ocultamiento. Pues bien, sobre esa
imagen invocada por Frazer coincide, por inversión, la imagen implícita en la
anécdota neoyorquina de Mary Louise Pratt: en la “capital del mundo”, a lo que
se asiste es a la reunión de un puñado de personas amarradas a diversas
tradiciones lingüísticas, pero que a pesar de eso convergen y pretenden
comunicarse. No ha caído sobre ellos, como un castigo, la cualidad de ser
distintos; antes bien, han traído esa distinción —por ejemplo, la manera como
cada uno percibe el “sistema”— como un aporte a la comprensión última en que
deviene su encuentro fortuito. Pero la semejanza invertida no se reduce a esa
disposición de ánimos: si ese encuentro tiene lugar en la Nueva York del siglo
XXI, ello implica que se trata de una ciudad en la que la gran torre ha sido
reemplazada por su inmenso vacío. En el primer caso, los hombres adquieren la
diversidad lingüística y, partiendo de la torre, se dispersan; en el segundo,
los hombres traen su diferencia idiomática y se congregan en un lugar donde la
torre no es otra cosa que ausencia. La gran mole sería algo así como el símbolo
de una obsesión rabiosa por lo divino que, en muchos momentos de la historia,
ha impedido a los hombres entenderse.
Quizá sea cierto que los teóricos de la globalización,
interesados por los frenesíes económicos y las mutaciones políticas, hayan
descuidado, en sus pesquisas, la veta lingüística. Por fortuna, el lenguaje
nunca ha perdido el interés sobre sí mismo, de suerte que —como una cápsula del
tiempo— guarda en sus entrañas los elementos suficientes como para que, quien
se ponga en ello, logre resolver las ecuaciones sobre la vida de las palabras al interior de la
cultura. El tema esencial de toda manifestación lingüística es el lenguaje
mismo. Claude Lévi-Strauss, a quien encantaban las simetrías narrativas como
aquella en que se vinculan las explicaciones de Pratt y Frazer, lo supo mejor
que cualquier antropólogo.
La Torre de Babel (1563) (detalle). Pieter Bruegel (1525-1569) |